La fantástica estela medieval de Narros
Marzo,
un buen mes para volver a retomar el camino y recordar las últimas aventuras en
esa Soria pura, cabeza de Extremadura, mucha de cuya insigne riqueza histórica
fue dilapidada en una metafórica partida de dados, desarrollada ten con ten, entre
la voracidad humana y los arrebatos de furia de los cierzos que levantaban
hogaño el vuelo desde las eternas cumbres del Moncayo. Tal sería el caso de
Narros, antiguo pueblo ganadero, que reposa a mitad de camino –toque de
campanilla de cuello ovino más, toque de campanilla de cuello ovino menos-, de
Almajano y de Suellacabras, en esa paramérica llanada que podría considerarse
como el comienzo de aquéllas indómitas Tierras Altas, que todavía hoy, y a
pesar de los pesares, continúan cobijando el sabor amargo de antiguos
misterios. Prácticamente nada queda, como se constata también en la cercana
Renieblas –sede, por cierto, de uno de los campamentos romanos de Escipión, que
participaron en el asedio de Numancia-, de esos cementerios medievales, cuya
lapidaria –magnífica, hemos de suponer, en su rica y variada simbología-,
parece haber trashumado de mano en mano con el transcurso de los años y las
innumerables visitas trapaceras de anónimos arropieros convertidos
ocasionalmente en vándalos saquea caminos. Nada queda, es cierto, a excepción
de esa magnífica losa medieval –en los felices años ochenta, cuando Andreas
Faber Káiser y su revista Mundo
Desconocido comenzaban a sacar la España mágica y misteriosa de su
ostracismo, todavía se encontraba situada en su lugar original, al pie de la
carretera-, que con buen criterio los vecinos, cansados sin duda de verse
impunemente despojados de su patrimonio cultural, tuvieron la feliz idea de
anclar con cemento en la fuente o abrevadero de su Plaza Mayor.
Una losa que,
de forma rectangular y grabada en anverso y reverso, seduce y a la vez invita a
especular; no tanto, quizás, con esa cruz patada que sugiere la presencia de
cierta orden monástico militar –la de los templarios-, que no pareció ajena a
la zona, como por ese indómito motivo de círculos concéntricos, perfectos, que
se van expandiendo desde el centro, desplegándose como un mandala y que, en número de siete, resaltan y llaman la atención en
el reverso. Siete, el número mágico por excelencia en casi todas las culturas y
tradiciones: siete eran los pecados capitales, como siete círculos o rellanos
tenía el Purgatorio descrito por Dante Alighieri en su Divina Comedia. Y así sucesivamente; es decir, se podría llevar la
especulación y la fantasía hasta rincones infinitos.
Ahora bien, dejando a un
lado tan suculento despliegue de concordancia y simbolismo, Narros llama la
atención, sobre todo, por ser un pueblo que todavía mantiene ese tipo de
arquitectura tradicional, que a falta de una descripción mejor, podría decirse
que engolosina la vista. Sus casas, cuyos patios intiman unos con otros, y no
obstante reformadas en su conjunto, continúan manteniéndose fieles a la más
imperecedera de las Maters: la piedra. Una piedra que, metafóricamente
hablando, como buena Mater, mantiene el calor del hogar en los crudos inviernos
y ofrece, por el contrario, la dulzura del frescor en los cálidos, tórridos
veranos, cuando el persistente canto de las cigarras acompaña a la calima desde
los sedientos sembrados y los montes cubiertos de jara y espino. En su mayoría
de nuevo, novísimo cuño, los escudos y blasones que gallean en algunas fachadas
hablan, sin embargo, de aquellos tiempos, relativamente cercanos, en los que
los Señores de la Lana inundaban la plaza con el poderío de sus rebaños.
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