A veces, cuando la Musa no acude
a mi llamada al tocar suavemente los cascabeles que luce en su volátil tobillo,
al contrario que el servil y dudoso genio de la lámpara de Aladino -en la que
algún soriano residente en Castilfrío, creyó ver una referencia islámica al
Santo Grial cuando interpretaba el papel de cronista de Gárgoris y Habidis y todavía quedaban numerosas huellas y vestigios
de eso que una vez fue la España mágica-,
suelo acudir al cinismo -en ocasiones, rozando ese sueño de la razón que produce monstruos, elocuente aforismo
atribuido a don Francisco de Goya y Lucientes-, de un escritor norteamericano,
contemporáneo de Edgar Allan Poe, de probables redaños demócratas y de estar
vivo hoy en día, gato que posiblemente saldría huyendo del agua fría de los
ultra populismos, llamado Ambrose Bierce. Asociaba éste la palabra espacioso
(1) -hemos de suponer, que con conocimiento y causa a partes proporcionales-,
con el Hades; y en consonancia, parte de su definición de cementerio (2), venía
a decir aquello de: aislado paraje
suburbano donde los asistentes al entierro compiten en mentiras, los poetas
dedican sus versos y los picapedreros hacen apuestas sobre ortografía.
Pura
y cabeza de Extremadura, Soria y su llanura son, metafóricamente hablando, una
especie de Hades, cuyo suelo, abonado a la blanca palidez de infinitas heladas,
va devolviendo, no obstante como dicen los románticos que hace la mar,
numerosos restos escatológicos, cuyo destino, desgraciadamente, no siempre
tiene un final digno, ni mucho menos feliz, como cabría esperar de algo que, en
base a su naturaleza, habría que considerar sagrado,
independientemente del grado de credulidad o agnosticismo de cada uno. Me
refiero, a ese gran conjunto de arte y simbolismo, en el que los canteros
medievales –que no los picapedreros a los que aludía Bierce, aunque sí, quizás,
poetas, en el fondo, del arquetipo y psicólogos por vocación de su tiempo-,
legaron un conocimiento ancestral, rico en matices, que constituye por sí mismo
todo un compendio de sabiduría: las estelas funerarias. Pocas son, por
desgracia, las que van sobreviviendo a la rapiña y el desapego de un mundo cada
día más aferrado a su papel de prisionero voluntario de las nuevas tecnologías;
unas tecnologías que han conseguido dejar obsoleta la píldora de la felicidad,
el prozac, por un universo vacío de
contenido, incapaz de sustituir, después de todo, a una experiencia real. Como
experiencia, y muy real, jamás una pantalla podrá sustituir esa sensación de vitalidad
que se constata, cuando uno se lanza a la aventura por unos caminos en los que
no siempre se puede localizar esa miguita de pan que te ha de indicar que sigues
la ruta correcta, aunque sea con la lluvia y el viento pegados a los talones y
que esas referencias que teníamos, continúan en su lugar.
En ocasiones, la
decepción forma parte también de la experiencia, y se echa en falta algún
objeto referenciado, pero misteriosamente desaparecido, puede que en combate
con el tiempo o tragado irremisiblemente por algún voraz Vietnam humano. Se
echa en falta, por ejemplo, no haber tenido ocasión de pasearse hace muchos
años por Narros y disfrutar del simbolismo de un cementerio medieval, del que
sólo sobrevive una extraordinaria estela que piadosamente los vecinos
arrancaron de las garras de la rapiña, adosándola con cemento a la fuente de la
plaza mayor del pueblo. U observar, que las cuatro o cinco estelas funerarias
sobrevivientes de aquél inmenso cementerio medieval que hubo en Renieblas –lugar
donde por cierto, acampó una de las legiones de Escipión que asolaron la
cercana Numancia-, todavía continúan en su sitio, aunque, por desgracia, más de
una ha perdido la hermosura del simbolismo que la acompañaba. O ver, allá por
la parte de Alentisque, que aquéllas otras que un día velaban almas y
espantaban contertulios de aquelarre junto a las ruinas de una ermita románica
dedicada a la gloria de San Pedro -¿ad Vincula o Encadenado, quizá?-, han ido
desapareciendo progresivamente, aunque a poca distancia se descubra el rastro
de alguna de ellas, plantada en la fachada de una casa como si fuera un escudo
heráldico. Y es entonces, sin que la
experiencia deje de ser objetivamente real, que se siente una profunda
decepción y uno, aunque le disgute, entienda y comparta la existencia de esos
cementerios, de esos Hades artificiales, a donde se exilian humillados el Arte
y la Historia, que son los museos.
Lo que no se comprende, es la actitud –y lo
digo sin señalar, sino generalizando-, de los sorianos hacia un patrimonio
rico, que deberían proteger, conservar y, como hacen en muchas otras
comunidades –fiat lux- bien explotar.
(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, Barcelona, octubre de 2007, página 195.
(2) Op. citado, página 117.