martes, 8 de noviembre de 2016

Beratón


Situado, aproximadamente, a siete kilómetros de Cueva de Ágreda, con la que mantiene un armónico parentesco en cuanto a raíces celtíberas se refiere, Beratón tiene el privilegio de ser, además, el último pueblo soriano que luce palmito o hace frontera, con Aragón. Aparte de estar situado en la denominada vertiente soriana del Moncayo –como ya aventuramos en la entrada anterior, metafórico cuerno de la abundancia cuyo cierzo transporta incansables contingentes de mitos protohistóricos-, le corresponde, también, el genuino honor de ser el escenario en el que Gustavo Adolfo Bécquer –aquél incomprendido poeta en su época, del que Eugenio d’Ors llegó a afirmar, no obstante ganado por la humilde fuerza emocional de sus rimas, que sus versos eran como un acordeón tocado por un ángel-, inmortalizó una de sus más hermosas y conocidas leyendas: La corza blanca. Ésta leyenda, junto con la de El Gnomo –que habría que situar en la otra orilla, es decir, en la vertiente aragonesa del Moncayo- son, posiblemente, las más conocidas de la zona y las que más se hayan contado en las gélidas noches de invierno, a la dulce vera de los fogones del hogar, con el permiso de las innombrables brujas del vecino pueblo de Trasmoz, en cuya memoria todavía se recuerda la febril actividad de recopilación de cuentos, consejas y leyendas que el ilustrado literato y periodista se empecinó en recoger durante el tiempo de su estancia en las frías soledades del monasterio cisterciense de Veruela.

De los embites, verónicas –y no precisamente con el Santo Rostro- y capirotes del tiempo, siempre contando con la inestimable colaboración de ese aprendiz de maletilla que es el hombre, poco o nada queda de aquéllos escenarios descritos por el poeta latino Marcial y posiblemente conocidos, en parte, por los hermanos Bécquer cuando recorrían la zona a lomos de burra vieja, como esos buenos cristianos a los que aludía el maestro Machado. De manera, que seguramente uno no se tope –no con alguna corza, que suelen cruzarse en carretera sin previo aviso, e incluso el que suscribe se cruzó con una-, con un grupo de druidas recolectando muérdago con sus hoces de oro en el rincón más profundo e ignoto del sobreviviente robledal; ni verá, tampoco, la torre mocha del castillo o torreón desde el que partía y al que regresaba frustrado el fogoso don Dionís, allá, en la cima del alto de San Mateo, persiguiendo a un espíritu del agua reencarnado en hermosísima doncella, del que siglos más tarde diría Campomanes aquello de: ¡ay del que se encuentre una rubia en su camino!, aunque sí puede que alcance a ver aquél roble donde los vecinos del pueblo grabaron tres cruces por los tres bandidos muertos que intentaron asaltar el pueblo en 1874, tal y como consta en el denominado Romance de Beratón.

El camino, precisamente, que se pierde en dirección a Añón de Moncayo y otras estribaciones del sagrado monte, como indica la denominada Cruz de Canto, forma una imaginaria pata de oca con las dos calles principales del pueblo: la de la derecha, con sus casas alineadas como el brazo estirado de un gigante, y el de la izquierda, que asciende, corcoveando, hasta la plaza y la imponente mole de la iglesia, ejemplo de templo muy reformado, como el de Cueva de Ágreda, pero en el que también, como en el caso de aquél, destaca la forma hexagonal de su ábside.