lunes, 29 de septiembre de 2014

Villaciervitos


Decía Juan Antonio Gaya Nuño, siempre por boca de su fiel e inolvidable personajes, claro está, nuestro inmortal Santero de San Saturio, que las villas, aldeas y lugares sorianos cautivan, ante todo, y frecuentemente sin otro señuelo, por sus nombres. Lejos del espíritu sanguino del cazador -que a mí la caza, como la música militar, nunca me supo levantar-, arribar a una población con un nombre tan romántico como Villaciervitos, me produce una peculiar tormenta de sensaciones, capaz de levantar en el alma pequeños aguaceros de especulativa imaginación. Pienso, luego he de suponer que existo, que si a apenas a unos breves kilómetros, otro pueblo lleva el no menos expresivo nombre de Villaciervos -por el que pasaremos también en breve-, ambos lugares debieron de constituir para el cérvido -cuya esbeltez, agilidad y gracia parecía ejercer una poderosa fascinación sobre el hombre primitivo, a juzgar por su representatividad en numerosos grabados rupestres, incluidos los del cercano monte de Valonsadero-, santuarios idílicos o cuando menos hábitats ideales, desde tiempos inmemoriales, antes, durante y después de sus conocidas becerreás que, oportuno es decirlo, adquieren el carácter de imperiosa necesidad sobre todo ahora, en época de otoño, cuando el cambio del tiempo, la caída de la hoja y la despedida progresiva de la luz diurna invitan al recogimiento, a las tardes de sofá y al brandy solitario de la nostalgia.
 
Muchos son los otoños, por otra parte, que han hecho de ese imaginario paraíso, una Atlántida perdida para el ciervo, anegada la dulce pradera por tsunamis humanos que, a juzgar por la solitaria iglesota cuyo cuerpo, de inequívoco pedigrí románico y rural, se vislumbra en la distancia muy cerca de la carretera nacional 122 que conecta Soria con Valladolid -destino encumbrado de muchos universitarios numantinos-, y que atestigua, cuando menos, una presencia con sabor a siglos XII ó XIII, en los que el Santo Iacobus -que para eso se inventó Clavijo, para sustituir al General Invierno, que siempre se constituyó en la badana de los ejércitos invasores- se convirtió en juez y parte, firmando su adhesión a los ejércitos cristianos al célebre grito de y cierra España. Huído y consternado, pues, el morito, con el rabo entre las piernas y entonando el miserere de Inshallah o Dios lo quiere camino de Granada, esperaría con resignación la presentación de las credenciales de los más Católicos de nuestros reyes. También es probable, -que la Historia en muchas ocasiones se disfraza de eterno burlador, como nuestro clásico Don Juan-, que mucho antes de eso, cuando las espuelas morunas estaban todavía bien asentadas en el duro terruño soriano, el artista de San Baudelio pasara por aquí e imaginara algún tema sublime para sus místicas cacerías, como conocerá todo aquel que se haya pasado por su ermita en Casillas de Berlanga.
 
Suponer por suponer, lo que parece seguro es que al maestro de obras que levantó el templo de Villaciervitos, no le debía de preocupar en absoluto el árabe pues, a diferencia de aquél otro que sí lo representó en la que sospechan sea la más decana de las iglesias románicas sorianas -la de San Miguel, en San Esteban de Gormaz-, los arabismos cantan por su ausencia, independientemente de que alguien piense, a la vista de la pareja que, inusualmente situada en los canecillos del pórtico principal, comparativamente hablando pudieran hacer referencia a la becerreá prometida a los guerreros muertos, que si en occidente había valquirias, en oriente no faltaban huríes. Tal vez tanto erotismo influyera en el ánimo del anónimo magister, pues a diferencia de las habituales soserías mitológicas que parecían los cuentos de Calleja del Medievo, el erotismo aquí -eso sí, convenientemente maquillado por el paso del tiempo, que a veces parece que también comparte los martillos obispales-, parece tener más carta blanca que en la mayoría de templos similares repartidos a todo lo largo y ancho de la antigua frontera del Duero. Y ese es un detalle que, después de todo, no deja de llamar la atención. Como llama la atención, también, por su repetitividad, la representación de dobles cabezas y la práctica ausencia de arpías, centauros o sirenas, cuya visión termina cansando en el románico de los pueblos de alrededor, como Nódalo, Fuentelárbol o Nafría la Llana. Y es que quizás, el buen hombre fuera más pasional y humano que sus otros correligionarios.
 
Algo más apartadas, las casas del pueblo también llaman la atención por su peculiar arquitectura de casas alargadas, plurifamiliares donde en el seno de la familia el animal también tenía cabida, de techos inclinados, moteados de teja y las familiares chimeneas celtíberas, cuyos afilados picos resultaban, a la vez, perfectos malleus maleficarum para las posaderas de las impenitentes brujas.
 
Dicho sea todo, con el máximo de los respetos y con la única y sana intención de presentar un hermoso pueblo cercano a la capital, con una arquitectura digna de admirarse y una curiosa iglesia románica que merece la pena visitar.