viernes, 20 de junio de 2014

Damas de San Esteban de Gormaz: la iglesia de Nª Sª del Rivero


No lejos de San Miguel, y también en una posición elevada digna de aquellas en las que los romanos solían alzar templos y altares a sus dioses más preeminentes -entre ellos el todopoderoso Júpiter, tal y como nos describe Vitrubio en su compendio de Arquitectura-, otra iglesia, también decana en la provincia, nos recuerda, en su esencia y advocación, la importancia que ésta hermosa villa tuvo en época medieval: la iglesia de Nª Sª del Rivero. Dicha advocación, no deja de ser sorprendente, pues dadas las características de su ubicación, posiblemente hubiera estado más en consonancia con otro vocablo, otero, que no deja de levantar suspicacias e hipótesis, cuando se trata de situar, por ejemplo, el famoso convento de San Juan que, se sabe, los caballeros templarios tuvieron en la provincia. Ahora bien, lejos de intentar buscar vida más allá de las sombras de una Historia que suelta prenda a retazos y más cuanto a templarios se refiere, lo que sí es cierto, al fin y al cabo, es el detalle de que desde la privilegiada posición de este enclave, se tiene una magnífica perspectiva de un pueblo que se apiña, ayer como hoy, alrededor de sus dos iglesias principales y los restos alicaídos de una fortaleza califal, que apenas dejan entrever la supina importancia que tuvo en el pasado y la gran cantidad de sangre derramada, tanto mora como cristiana, en su defensa y conquista.
 
No obstante, si bien es cierto que el tiempo, las circunstancias e incluso las modas actuaron juntos o por separado, mediando cada uno a su manera para interferir en su mediática originalidad, no es menos cierto que, después de todo, este curioso templo continúa conservando los suficientes elementos como para engatusar al visitante y tentarle con el dulce anzuelo de la especulación. A este respecto, no me importa adoptar el papel de pez glotón y tragarme el bocado mortal, siquiera para advertir, lejos en lo posible de dejarme influenciar por la frialdad de un racional academicismo, aquellos detalles que, cuando menos, su simple visión ya incita a galopar de manera suicida en la grupa desbocada de ese peligroso caballo de Troya, que después de todo, es la imaginación.


Destreza e imaginación, qué duda cabe, constituyeron así mismo, en esos tempranos siglos XI y XII, parte de la grupa de ese caballo de Troya que incluso los mismos canteros cabalgaron cuando iniciaron un cometido en el que las leyendas clásicas, siglos después de haber fenecido los imperios que las originaron, todavía continuaban rondando los sueños febriles de una sociedad que se debatía en las luces y oscuridades de un mundo, el medieval, donde la Religión se dirimía en los campos de batalla y la fe, tomando como base las geometrías universales, se nutría de unos sentimientos aforados en unas almas que, en algún momento del día se prosternaban inclinando la cabeza hacia el este o se arrodillaban mirando al oeste, hacia la tumba de un Santo Patrón, bajo cuya espada la Reconquista estaba comenzando a cerrar España. Unas almas, a las que les estaba terminantemente prohibido esculpir imágenes y otras almas que, superados ciertos Concilios, construían mundos imaginarios y fantásticos, generalmente dotados de doble significado. En base a ello, quizás no cueste mucho llegar a imaginar que en este preciso lugar, canteros cristianos y alarifes musulmanes dejaron por una vez descansar espada y cimitarra, aplicándose en un duelo de maza y cincel. De la herencia clásica, los unos volvieron a advertirnos, como ya lo hicieran en San Miguel, de esa visita hercúlea, en los tiempos de Gárgoris y Habidis, recordándonos, aquí también, la forma terrible de un ser, cuyo cuerpo suele ser representado enroscado sobre sí mismo formando un símbolo a todas luces abismal, como es el del infinito: la pérfida Elpha. Junto a ella, sirenas y centauros hablan al visitante, desde las cuencas vacías de sus párpados de granito, de vicios y pecados, pero también de conocimiento. Más sutiles, quizás, en las heptafolias y las hexafolias, los alarifes musulmanes no sólo hablaban de las maravillas del Jardín de Alá, sino también, de la magia perfecta de los números. E incluso iban más allá, dejando señera constancia, no una, sino dos, tres, ene veces de un símbolo mágico y perfecto por antonomasia: el Sello de Salomón

 
Según el gusto, menos señeras e ingenuas, quizás, que sus antecesoras románicas, las pinturas góticas del interior no dejan de constituir, en el fondo, un agradable cuando no curioso souvenir. El calvario de un lateral, a pesar de su aparente ingenuidad, no deja de enviar ciertos mensajes subliminales que hacen pensar en cierta mala leche o intencionalidad del anónimo artista, no ya en ese sol y en esa luna, constituyentes sui géneris de un ocaso que en realidad encubre esas bodas simbólicas entre patriarcado y matriarcado, sino que nos presenta a unos personajes, entre afligidos y esperanzados, donde destaca aquél que, arrodillado ante la cruz y usurpando el sitio del Evangelista, muestra bien a las claras, en su tonsura, las intenciones cistercienses del maestro, recordando, quizás, a quien fuera el alma mater de la Orden y posiblemente la mente más preclara de su época: Bernardo de Claraval. Más críptico, posiblemente, el Pantocrátor Divino que corona el ábside o cabecera nos plantea, por encima de los demás símbolos, qué es, exactamente, lo que Padre sujeta en su mano izquierda: ¿el globo del mundo?. ¿Un espejo?. ¿Una mesa?. ¿Una rueda de adivinación celta?...
 
En fin, que no se diga que no lo avisé: cuando se monta en el caballo desbocado de Troya, la imaginación, siquiera sea por un momento, toma el poder y actúa a su antojo. En mi descargo, sólo diré, que todo lo que se ha dicho aquí, se puede visitar allí. Y quién sabe lo que la imaginación le pueda sugerir a cada uno.
 
Por último, tan sólo añadir que las presentes, sólo son opiniones del autor y no se tienen por qué compartir. Eso sí, cualquier parecido con la realidad, puede deberse tan sólo a la acción impremeditada de la prima-hermana de la causalidad; es decir, a la casualidad.