domingo, 8 de junio de 2014

La arcana Emperatriz de San Esteban de Gormaz: la iglesia de San Miguel


Emperatriz, señores, como lo oyen. De rostro severo, puede que triste, pero sobre todo, sabio; de cuerpo esbelto, a pesar de las arrugas que el tiempo ha dejado en su piel y orgullosa como una Móndida en las fiestas de San Juan. Nuestra querida abuela románica: su augusta y arcana majestad, la iglesia de San Miguel...
 
No es por casualidad, que se encuentre en lo más alto de una calle que, como no podía ser de otro modo, lleva el nombre, también, del Apolo cristianizado, ese bendito custodio que hoy en día sería el perfecto Patrón de la Guardia Civil -con permiso, claro está, de la Virgen del Pilar-, el vigilante jurado de las balanzas de la constitucionalidad, pero sobre todo, el amigo psicopompo que nos acompaña puntual durante esas cuarenta y ocho horas de homenaje con derecho a salita, cámara frigorífica, traje de pino o cartón y corona de flores -que no de augusto o cesáreo laurel-, a las que suele darnos derecho esa inversión en el más allá, que hacemos mes a mes durante nuestra vida en este valle de sonrisas y lágrimas, que es el más acá.
 
Es curioso, pero cuando se sube hasta ella con la intención de echarle un vistazo descarado, no tarda uno en darse cuenta, que al final es él quien después de todo termina sintiéndose escrutado, con alevosía, ironía, nocturnidad y diurnidad, que tanto da, da más tanto, a través del profundo abismo histórico de unas cuencas que, lejos de estar vacías e inicuas, contienen, en la misma materia de la piedra, toda la sabiduría del mundo. Haciendo honor a esa simbólica Emperatriz -no puedo, sino compararla con esa hermética figura de la misteriosa baraja de Tarot, que al fin y al cabo, es de la manera en que la miran los ojos de este triste soñador-, la espiritualidad oculta en lo que algunos consideran como fría e inerme materia, resulta tan impactante como una bofetada en plena cara del orgullo, en la que quizás por primera vez -que en el fondo, lengua tenemos todos, y cada uno la usamos como mejor nos guste o convenga-, sientes sobre tus espaldas el recuerdo del peso terrible de la ignorancia. Y duele mucho más, así mismo, ser consciente de que no eres Hércules para aguantarlo y que todo lo que se supone que sabes o crees saber, no es, sino parte de ese polvo en el viento con el que crecimos algunos, cacareándolo como cotorras al compás de la música de Bob Dylan y Joan Baez, que para eso el hombre es el único animal capaz de inventar guerras como la de Vietnam.


El viento, y ese viajero empedernido que es el polvo que siempre se sube a su grupa, tal vez sean menos culpables de la erosión que la barbarie y el desprecio humanos; y aunque apenas sea ya legible, todavía su vasallo -herida su seria, aunque noble porte también, que ya se sabe que de tal palo tal astilla-, continúa mostrando a todo aquel que se detenga un momento a examinar los detalles frontales de su hermosa galería porticada, unas señas legítimas de identidad, que según cuentan algunas oportunas lenguas de antaño, ofrecen una fecha de nacimiento o consagración, y el nombre de un maestro que, a juzgar por su obra, debía tener mucha escuela a sus espaldas, aunque su currículum vitae yazca junto con sus cenizas en el infinito anonimato, que no deja de ser, al fin y al cabo, otra forma de gloria: ERA MCXVIII, Julianus Magister fecit. Es decir, año 1081, la más antigua de la provincia.
 
Antigua, así mismo, es esa celosa guardiana de conocimientos, que enroscada sobre uno de los capiteles devora sin compasión a la curiosa liebre que pretendió roer con sus afilados incisivos, parte de ese secreto magistral de la que es señora y guardiana. Posiblemente se trate de esa misma Elpha -que nadie se lleve a engaño, que tal nombre era bastante común entre las damas de la nobleza medievales, y lo digo limpio de ironías-, que Hércules y el Campeador encontraron de camino, cuando detuvieron la marcha de sus mesnadas en la cercana Tiermes. Y seguramente, el bueno de Julianus, pensando en la sabiduría de Salomón, la puso en consecuencia, falta quizás su imaginación de un oportuno demonio Asmodeo.
 
Aún continúa restañándose de sus heridas, y en esa cura -que no de humildad, pues ésta más bien ha de ser el ánimo del que acuda a contemplarla-, continúa susurrando pequeños secretos, que arrojan una leve chispa de luz en los rincones más insospechados. Pero eso sí: no la gusta exhibir sus intimidades. De manera que, amigo que un día la fortuna te lleve hasta su dintel, ponle la tapa al objetivo de tu cámara y cuélgatela del hombro cuando pases el umbral.
 
Recuerdos de un Caminante
San Esteban de Gormaz, 20 de Abril de 2014