‘Contra el espíritu
redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es
Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada
más’.
[Antonio Machado (1)]
Aunque don Antonio Machado y los
autores de esa temprana ‘Guía de Soria y su provincia’ no citan por
ninguna parte a San Andrés de San Pedro, no me importa inmiscuirme en el
mundillo surrealista de los dimes y diretes, y comenzar la presente entrada
diciendo que, si bien la matriarcal y celtíbera Soria nos invita, como maestra
de castellanía, a ser lo que somos y nada más, son, no obstante, sus pueblos,
los que nos lanzan el guante, poniéndonos ante los ojos el anzuelo de esos
antiguos misterios, que pueden hacernos pensar, de alguna forma, que cualquier
tiempo pasado, si no mejor, sí fue, al menos, lo suficientemente interesante
como para inducirnos a picar e intentar sacar a la luz –con más ilusión que
destreza, posiblemente- algún que otro fragmento de historia perdida. Ocurre,
generalmente, que los ojos incitan al error, y cual seductores Mefistófeles,
generan falsas señales, cuyas características principales, de nombre apariencias,
suelen inducirnos a pasar de largo muchas veces, haciéndonos, por defecto, un
flaco favor. Del interés intrínseco oculto en nuestros pueblos, ya dio
cumplidas referencias una mente insigne y privilegiada, como fue aquélla que se
ocultaba detrás de un nombre y unos apellidos no menos ilustres: Julio Caro
Baroja. Su dedicación a los aspectos fundamentales de la historia antropológica
de un país de variopinta idiosincrasia, como es España, dan fe las numerosas
publicaciones que lo avalan.
Muy lejos, obviamente, de
intentar equipararme, cuando no emular a tan docto maestro, lo primero que hay
que reseñar, sin embargo, es esa faceta, tan humanamente interesante, y
referida a la constitución de nuestros pueblos, que él tan sabiamente trató en
sus ensayos, dejándose llevar, en no pocas ocasiones, por un recomendable
ejercicio de observación. Recurriendo, pues, a él, no ha de sorprender en
demasía si, una vez situados en las sierras de las denominadas Tierras Altas
sorianas, somos conscientes de su intrínseca belleza, pero también de su duras
condiciones de vida y consideramos a un material como la piedra, el pilar fundamental
sobre el que afrontar esa vida de rigores, basada, principalmente, en el
pastoreo y la cría de ganado lanar, actividad que en tiempos constituyó el modo
de vida y sustento de numerosas familias, y a la vez, una de las principales
riquezas de la provincia.
Pasada, pues, la mediática dureza
del puerto de Oncala, apenas son nueve los kilómetros que separan esta
población de aquélla otra que, por número de habitantes y tradición, podría ser
considerada como la señera de la zona: San Pedro Manrique. De hecho, en el
mismo nombre que acompaña a San Andrés, ya se indica tal disposición de antigua
dependencia: de San Pedro.
Ahora bien, a diferencia de
muchos pueblos, San Andrés de San Pedro todavía conserva casi intacta buena parte
de esa sólida arquitectura rural, basada en una utilización milimétrica, cuando
no magistral de un recurso abundante, como es la piedra, donde ésta se amolda a
la perfección, hasta formar generosas estructuras, capaces de contener el
intenso frío de los rigurosos inviernos y mantener el frescor en los sofocantes
días de calor estivales. Estructuras, cuya característica principal, es aquella
en la que conforman pequeñas agrupaciones familiares, autosuficientes, donde en
un mismo habitáculo las dependencias se dividen en zonas específicas, donde
cada una de las cuales cumple una función determinada: hogar, corral, cuadra,
desván y granero.
Resulta interesante, por otra
parte, comprobar que muchas de estas antiguas casas, todavía conservan, en los
dinteles de sus puertas, sillares de magnífica calidad, cuyas fechas, grabadas
a escoplo y cincel junto a los nombres de los propietarios y algunos símbolos
piadosos entre los que no faltan las significativas cruces de tipo monxoi,
nos remiten a los siglos XVII-XVIII, precisamente aquellos tiempos en los que
en el catastro del Marqués de la Ensenada, figuraban una cincuentena de
vecinos, incluidas ocho viudas. Población, que más o menos se mantuvo estable
un siglo después, cuando Pascual Madoz realizó también el suyo. De su
relevancia en tiempos, aún quedan en pie las dos escuelas que había en el
pueblo. Escuelas donde, por añadidura y como dato anecdótico, estudió uno de
los personajes más relevantes del pensamiento y la política de los años de
posguerra, no sólo a nivel provincial sino también nacional: Dionisio Ridruejo.
Por otra parte, y aunque muy
transformada, la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol, saluda al visitante,
apenas éste pone los pies en el pueblo, poniendo a prueba su imaginación, con
los escasos testimonios de índole románica que todavía conserva. Éstos se
reducen, poco más o menos, a su portada principal y parte de la nave.
Soberanamente castigados por los efectos de la erosión, de la intencionalidad simbólica
desplegada por los canteros medievales, todavía se pueden observar algunos
detalles, que sin embargo, no dejan de resultar interesantes. Entre ellos, y
por su amplitud simbólica, destaca la presencia de serpientes que, como la
lengua bífida que las caracteriza, determinan una variedad de interpretaciones;
interpretaciones que van, desde la alusión al pecado –en su versión católica y
literal-, a una forma encubierta de referencia al conocimiento, en concordancia
con el pensamiento esotérico y gnóstico. En ambos casos, el pasaje bíblico
referente a Adán y Eva, contiene ambas referencias. Del cementerio medieval que
debió estar adosado a la iglesia, como era la costumbre, apenas sobreviven los
restos de dos estelas, una de las cuales, tiene forma de cruz y una tosca
representación de crucificado en su interior y de la otra, apenas se pueden
hacer conjeturas, por estar el motivo muy desgastado e incompleto.
A las afueras del pueblo, y muy
cerca de la confluencia de los dos ríos –uno de ellos, el río San Juan- que se
unen dentro de su término municipal –cerca de un lugar, conocido como San
Miguel-, y en el paraje que lleva por nombre El Santo, aún se
aprecian parte de los irreconocibles muros que conformaban una antigua ermita,
de cuya advocación apenas quedan recuerdos entre los habitantes del pueblo,
pero que quizás pudiera tratarse de esa iglesia de la Asunción que se menciona
en algunas fuentes de internet. A tal respecto, cabe determinar, que no dejan
de ser curiosos los nombres y advocaciones asociados al entorno de San Andrés.
Un entorno que, aparte de sus míticas reminiscencias celtíberas, es rico en
leyendas y tradiciones que hablan de gigantes, templarios y moras embrujadas, y
que repiten estas mismas advocaciones, en pueblos y lugares cercanos, como
sería el caso de Fuentelsaz y su Cerro de San Juan donde, al parecer, hubo en
tiempo dos monasterios –de monjas y monjes, respectivamente- de cuyo recuerdo,
aún se conservan algunas curiosas piezas repartidas por las casas del pueblo.