martes, 21 de mayo de 2013

Villasayas: día de las Garrochas o bendición de campos



Siempre he pensado en Soria, como en una inmensa matrona que deja fluir sus sentimientos de una manera espontánea, sin tapujos, y por supuesto, sin ocultar en absoluto sus diferentes estados de ánimo. Tal vez por eso, apenas me sorprende encontrarme con una niebla tan espesa como humo de chimenea en Medinaceli; un cielo nublado, con pequeñas ráfagas de cierzo en Almazán, y un espléndido sol dorando los campos algunos kilómetros más allá, en esas tierras legendarias por las que iba y venía a su antojo el soberbio Almanzor, en el transcurso de sus innumerables expediciones de castigo contra los reinos cristianos del norte. Un sol, dicho sea de paso, acompañado de un vientecillo salsero, capaz de acariciar la piel con abrazos de siroco sahariano. Ahora bien, sea como sea, con niebla, nubes y cierzo, sol y siroco, siempre me rindo ante la evidencia de observar que, a pesar de los pesares, Soria, la Soria de siempre, vamos, la de toda la vida, todavía continúa existiendo. Y existe, en contra de lo que muchos piensan, en sus tradiciones, en el apego que aún sienten los pueblos hacia ellas, y sobre todo, en la manera tan envidiable en como sus habitantes abrazan el espíritu de la festividad, celebrando la vida más allá de la triste rutina de las penalidades cotidianas. A veces pienso, que los sorianos nacen con la fórmula suprema del Eclesiastés grabada a fuego en sus corazones: un tiempo para el dolor y otro, para la excelsa alegría.


En el fondo, hablo desde el punto de vista de un ignorante, que hasta no hace mucho, es cierto, se dejaba llevar por la corriente, haciéndose eco sólo de aquéllas festividades que, por su aparente monumentalidad, atraían la atención de la mayoría, sin apenas enterarse de esas otras corrientes, ocultas en las intimidades rurales, tan ricas, entrañables e interesantes, que no sólo dejan huella en el sentimiento particular, sino que ofrecen, a la vez, una riqueza cultural, difícil cuando no imposible de encontrar en las guías y manuales al uso. Porque ese es el gran error -y perdón si ofendo por decir lo que pienso- del turista de hoy en día: que se olvida de la aventura, o mejor dicho, del espíritu universal de la aventura y busca en las guías un Eldorado a la carta. Qué duda cabe, que la romería de San Bartolo, la Barrosa, el Toro Jubilo o el paso del Fuego y las Móndidas, por poner sólo algunos ejemplos, son fiestas de interés general, que tienen la suficiente carga lúdica como para hacer que asistir a ellas sea toda una experiencia, en muchas ocasiones inolvidable. Pero nos equivocamos, si pensamos que detrás de ellas, no hay nada más. La festividad, después de todo, responde a la necesidad que siente el pueblo, de expandir la alegría acorde a las circunstancias de precariedad o abundancia que el entorno que habita le proporciona. Son manifestaciones socio-culturales, herencias cuyas raíces se hunden en lo más profundo de la Historia, sin importar las condiciones a que han llegado en la actualidad, ni tampoco el carácter ritualístico con el que se revisten, derivado de un cambio de pensamiento o consecuencia de una renovación de carácter religioso. Porque lo ancestral, en el fondo, continúa ahí. No se trata de esoterismos ni de oscuras corrientes ocultistas, sino de formas tradicionales que han ido evolucionando acorde con los tiempos y sus circunstancias.


A este respecto, me alegra también observar que Villasayas, lejos de dejarse vencer como un junco al viento, es partícipe de esa evolución y mira con satisfacción hacia el futuro, como demuestran, no esas casas de tejados hundidos y no obstante, sillares excelentes que aún conservan en sus dinteles los nombres de sus centenarios propietarios y las fechas en que las levantaron, sino en aquéllas otras, de reciente remodelación, así como en las que también están en camino, que indican, al contrario que en muchos otros lugares de la provincia, que el lugar –cercano a Barahona y su campo de las brujas- goza de buena salud. Y lo hace, hasta el punto de tener, poco menos que recién inaugurado, uno de los mejores polideportivos de la provincia, aparte de su club social, donde todavía existe, bálsamo para aliviar las duras jornadas de labor en los campos, aquello que en el norte tuvo fama y arrastraba, con la magia de los dimes y diretes, todo un universo cultural: la tertulia o el filandón.
Yo imagino –y vuelvo a poner de manifiesto mi ignorancia- que por el nombre, la festividad de las Garrochas debió de tener en el pasado, alguna relación con la ganadería, y en especial, con la taurina, siendo de todos conocido el apego que el celtíbero sintió y siente por el mundo del toro y la ritualidad –actualmente, considerada salvaje en algunos sectores, de ahí que algunas celebraciones, como la del Toro Jubilo de Medinaceli levanten polvareda- que lo acompaña. Y lo digo, porque el término garrocha, si uno se molesta en buscarlo en el diccionario, no hace referencia sino a esa especie de pértiga larga con la que se conduce el ganado, que no es otra, por añadidura, que la que se utilizan en algunos espectáculos taurinos para realizar acrobacias y saltar con ellas por encima de los bravos. No obstante, hoy en día, y dado que no existe este tipo de ganadería en Villasayas, todo se reduce a una bendición de campos –y con esto retomo el tema de las tradiciones que, aun cambiando de aspecto, no dejan de tener el mismo sentido y finalidad que las que se celebraban en la más remota antigüedad- y a la posterior celebración, teóricamente hablando, por los dones conseguidos tras la cosecha y la recolección. Una vez celebrada la santa misa, y realizada la bendición de los campos, donde el sacerdote dirige su discurso y distribuye agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales –no olvidemos este número, pues tiene una fascinante simbología detrás- el acto se despoja de la solemnidad y discurre por senderos lúdicos de convivencia y celebración, cuyos detalles, en conjunto o por separado, son los que verdaderamente llaman la atención y constituyen el alma en sí de la fiesta.

Los detalles, en el fondo, son elementos imprescindibles para la tertulia y la discusión, porque lo que a unos les puede parecer trascendente, interesante o relevante, para otros, quizás, no pasen de ser simples vanalidades, que no conllevan ni pena ni gloria. Con pena o con gloria, trascendente o vanal –júzguelo cada uno como mejor considere- los detalles que más me llamaron la atención, e incluso me impresionaron de esta festividad de las Garrochas fueron, en el orden en el que aproximadamente se sucedieron, las fantásticas tazas de plata con las cuatro fases de la luna; el exquisito café de puchero, nacido para ser saboreado y con capacidad para alegrarle el día a un triste, y la pequeña aventura campestre hasta la Cueva del Tío Botas. Obviamente, esto no significa, en modo alguno, que el resto de los acontecimientos que se sucedieron en tan memorable jornada, no merecieran la pena; al contrario, vasta simplemente una ojeada a la enorme hoguera y a las dos increíbles parrillas repletas de jugosas chuletas de cordero, regadas posteriormente con un excelente vinillo de la tierra y una desenfada y amena conversación, para darse cuenta del estado de pequeña felicidad con el que se desarrolló el acontecimiento.
Existe cierta relación entre la bendición de campos, como he dicho, dirigiéndose la misa y el agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales, con esa magia simbólica añadida al número cuatro –sirvan como ejemplo, los cuatro Evangelistas, de los que, si no me falla la apreciación Julián, el sacerdote, reseñó algunos pasajes de cada uno durante la misa- y con esas cuatro fases de la luna, representadas en las cuatro tazas de plata. Tazas que, según me comentaron, tienen entre doscientos y trescientos años de antigüedad, y en las que se apura de un trago el vino, tirándose lo que sobra, en señal de abundancia y buena suerte.
Evidentemente, todo aquél que haya probado el café de puchero, convendrá conmigo en que no sólo es exquisito, que sabe a gloria y que, tomado recién sacado del puchero, es capaz de hacer brincar el estómago a ritmo de merengue, devolviendo a las mejillas su color, si no azul, sí al menos grana.
El paseo hasta la Cueva del Tío Botas, tampoco tiene desperdicio. Ésta se encuentra, aproximadamente, a tres o cuatro kilómetros del lugar donde se desarrolla la fiesta y transcurre por senderos rurales, repletos de arte y de misterio. Arte, en el modo tradicional en el que se levantaban los cercados de piedra que delimitan las fincas, demostrando una maestría artesanal, capaz de lograr que éstas encajasen unas con otras como las piezas de un mecano. La magia está, muchas veces, en aprender de aquéllos que saben, y observar en qué lugares apacientan los ciervos; dónde escarban los jabalíes y el suelo de qué tipo de carrascas –o encinas, abundantes como los robles- existen muchas probabilidades de que se oculte un tesoro que vale su peso en oro: la trufa.
La Cueva del Tío Botas, si no espectacular, sí es al menos de difícil acceso y profunda. Se localiza sobre un farallón desde el que se obtiene una excelente panorámica de los campos alrededor y desde donde se observa, perfectamente, la carretera que conduce hasta otro pueblo que aún conserva algún ancestral misterio: Fuentegelmes.
Dicen los que entienden, que hubo un tiempo en que la habitó una persona que se encargaba de las labores de guarda forestal. E incluso, a los pocos metros de la entrada, a la izquierda, estaba el pequeño corral con el que este se procuraba parte de su sustento. Dicen, también, que en lo más profundo, los zorros han debido de hacerse una guarida, a juzgar por la paja y los rastrojos allí acumulados, y también –aviso a navegantes- por las numerosas pulgas que danzan a su antojo buscando huésped. Pero claro, dicen también que en todos o en casi todos los pueblos sorianos, existe una Cueva del Tío Botas. Como en tantos despoblados, que comparten la leyenda del pueblo abandonado porque todos sus habitantes murieron al beber agua envenenada. Son los chascarrillos, el entrañable folklore que, a fin de cuentas, constituye una herencia cultural que enriquece el carácter de nuestros pueblos y que, en definitiva, merece ser mimada y conservada como el inapreciable tesoro que es.