lunes, 13 de mayo de 2013

...y otra de arena: el repoblado de Valdelavilla


'¿Nací alguna vez en estos jardines colgados fuera del tiempo?'
[Fernando Sánchez Dragó (1)]

Si tuviera que definirme, mas que por la arena, sugeriría, sin duda como mas apropiada, la comparación con la mitológica Ave Fénix, pues, al contrario de lo sucedido en Torretarrancho, no es por exceso de orgullo que puedo afirmar bien alto -y de hecho, lo afirmo- que el destino me tenía reservado renacer de mis cenizas. De mis orígenes, puedo suponer que también una vez fui ayo -cuando no encubridor, dada la situación de recogimiento y la profundidad a la que me encuentro- de aguerridos pelendones que dominaron estas duras e infinitas serranías, inmolándose con orgullo en el sitio de Numancia -si tal cosa es posible- antes de perder el más preciado de sus bienes: la Libertad. No recuerdo mucho de otros periodos históricos de conquista y dominación; pero sé que, una vez conquistados estos territorios a los musulmanes, fui repoblado por gentes de la cruz, que avanzaban incontenibles hacia el sur, en aquélla cruzada que denominaban Reconquista. Hablo, por tanto, de los siglos XI y XII, que ofrecen, cuando menos y como tarjeta de presentación, un pedigrí de notable antigüedad. Con posterioridad, sé, por una ejecutoria fechada en 1550 -por entonces, era rey el todopoderoso Felipe II- que ya existía como Concejo de Valdelavilla. Doscientos años más tarde -año más, año menos, que tanto da- y según atestigua el Marqués de la Ensenada, fui tres personas en una: villa, aldea y jurisdicción. Jurisdicción de San Pedro Manrique -hasta aquí llegaba el olor de las hogueras en la noche de San Juan- aunque perteneciendo, Dios mediante, al Excelentísimo Señor Duque de Arcos. Por entonces -continúo parafraseando al Señor Marqués- la población se componía, aproximadamente, de algo más de una docena de vecinos, entre pastores y agricultores. Población que hacia los años cincuenta del siglo XX, apenas consistía en unas veinte familias, cuyos vástagos, heridos por esos curiosos deseos de futuro y prosperidad con que los Dioses -según Homero- tientan a los hombres a través del cuerno de marfil de los sueños, consiguieron que las migraciones se fueran sucediendo. Bien que lo sabe Nª Sª de la Antigua, cuya imagen románica -siempre me he preguntado si, como dice la tradición, fue tallada también por el mismísimo San Lucas- vela las soledades del museo catedralicio de la catedral de El Burgo de Osma. Porque ese fue también su destino, cuando, hacia 1968, las carrascas del camino dijeron adiós a los últimos vecinos. La soledad que vino a continuación, me resulta un recuerdo tan doloroso, como una puñalada en el bajo vientre. El ayo que había visto nacer a infinidad de generaciones, era juez y parte de un geriátrico histórico marcado por el olvido y el abandono. Ventiscas en invierno, lluvias en primavera y otoño y calor insoportable de cantos de cigarra, hendieron como martillo de Dios los tejados, cuyas vigas fueron cediendo, llevándose tras de sí las piedras que hacían robustas y gallardas unas fachadas que habían resistido con orgullo el paso de los siglos. Mi memoria, a partir de aquí, se congeló.
No me pregunten cómo ni por qué. Tan sólo sé, que después de un sueño prolongado, desperté con la cara tan limpia como la luna en su fase llena. Tardé algún tiempo en resolver el terrible enigma existencial referente a si estaba teniendo la mayor de las alucinaciones, o por el contrario, acababa de despertar al más maravilloso de los sueños. No reconocía muchas de las caras que veía, desde luego, pero el pueblo tenía lustre. Los escombros, libres de las zarzas y los nidos de lagartija, habían hecho bueno el principio universal de la energía: nada se destruye, tan sólo se transforma. Y ya lo creo que se había transformado. El pueblo, lamidas su viejas heridas y engalanado de etiqueta, se había convertido en un complejo turístico rural. Un lugar donde la vida llamaba a la vida, con los mejores ingredientes con que se pueda soñar: naturaleza, descaso y paz. Cierto, repito, que las caras no eran las mismas, aunque en algunas observaba cierta familiaridad y que algunas voces se elevaban en idiomas extranjeros, de los que luego supe, eran cursos intensivos de inglés. Cierto, también, que los carteles no eran los mismos, pero ¡qué demonios!, que orgulloso me sentí cuando vi aquél que, aunque sencillo, como la vida misma, decía:
 
'Salen de su cautiverio, viejas campanas calladas y abren sus puertas cerradas, la iglesia y el cementerio. Se llevó el viento el misterio de la triste pesadilla, con verdes prados desiertos y de una nueva semilla. Sin olvidar a sus muertos, renace Valdelavilla' (2).
 
Que venga alguien y lo supere.



(1) Fernando Sánchez Dragó: 'El camino del corazón', Editorial Planeta, S.A., 10ª edición, mayo de 1991, página 179.
(2) L. Arevaco. Hay también otro, de Artemio del Valle, que dice: 'Era un pueblo apacible, silencioso, lleno de dulce paz'.