miércoles, 8 de mayo de 2013

Una de cal: el despoblado de Torretarrancho...


'Mi alma es un carrousel vacío en el crepúsculo...'
[Pablo Neruda]

Dicen que la memoria es un cáncer que afecta a los pueblos, cuando sus habitantes se alejan para siempre con la intención de buscar fortuna en otro lugar. Tal vez por eso, yo me sienta irremediablemente enfermo y mis recuerdos sean como una ciénaga profunda, difícil cuando no imposible de vadear. Sé que tuve nombre; y que éste, durante generaciones, figuró con gallardía en las partidas de nacimiento. También lo hizo, por desgracia, en las partidas de defunción. Curiosamente, ahora que lo pienso, no sabría decir en qué lugar de mi solitario terruño, estaba el cementerio. Quizás no lo hubiera, y mis amados vecinos volvieran a la tierra en el sacrosanto suelo de un pueblo más grande. Puede que las cruces se las haya llevado el viento, como el campanillo de la vieja iglesia de San Miguel –las lenguas, buenas o malas, dicen que se conserva en la iglesia de Valtajeros, así como una representación de la Virgen del Castellar- y que la mortaja de hierba, que este año ha brotado con fuerza inusual, haya arropado con amor unas sepulturas hace tiempo acostumbradas al anonimato. De cualquier manera, qué gran verdad es aquél refrán tan humano que hace hincapié en la Sabiduría de la Naturaleza. Me pregunto, si dentro de esa sabiduría no habrá también un sutil despliegue de poesía. Tal vez por eso, haya querido que una planta naciera precisamente, en el vano desnudo de una ventanuca, cerca del pequeño retablo donde antes los niños acudían cantando, precisamente en este mes de mayo, con flores a María. Es desde esta ventana, curiosamente, donde se tiene una excelente panorámica del majestuoso Moncayo. Tan fantástica, añadiría sin un ápice de vergüenza, que en los días claros y soleados, su visión semeja un auténtico espejismo. Puede que sea un efecto óptico ocasionado por la nieve que se acumula en su jupiteriana cima. Allá donde dicen también las lenguas, buenas o malas pero lenguas al fin y al cabo, que los romanos elevaron un altar a su dios supremo. Me pregunto, entonces, si la situación de la iglesia y su advocación al arcángel guerrero no sería, al fin y al cabo, una especie de puesto de vigilancia ante el temor al resurgimiento de los antiguos paganismos.
No deja de ser curioso, por otra parte, el detalle de esa intermitencia en los recuerdos, a medida que uno se va animando a hablar. Cualquiera diría, que después de todo, los recuerdos son algo así como aves migratorias que se marchan lejos cuando el verano toca a su fin y regresan otra vez con inesperada alegría en primavera. Hablando de ellas, supongo que son infinitas las primaveras que han transcurrido desde los orígenes de lo que fue mi primer asentamiento, allá, en la parte superior de un cerro que ahora llaman El Castellar. He de suponer, por ello, que fui algo así como un ayo de valerosos celtíberos, seguramente de aquellos mismos que nutrieron con su sangre el derecho a la libertad en el sitio de Numancia. Más cercano en el tiempo, pero quizás no lo suficiente como para que el cáncer que corroe mi memoria no sufra alguna recaída, creo que mi nombre era algo así como Torre Tarrancio. Por entonces, recuerdo que apenas me consolaba con once vecinos -seis o siete pastores, tres labradores y un carpintero-, que dependían del duque de Alba, al que pagaban religiosamente las rentas, y a la jurisdicción de Suellacabras, donde había un cenobio dedicado a un curioso santo, cuyo nombre, ya de por sí, despedía un ligero tufillo a heterodoxia: San Caprasio.
Si bien hasta el siglo XX sobreviví a numerosas catástrofes, no recuerdo ninguna tan fatal como aquélla, acaecida en los años sesenta, en que el último morador del pueblo, aquél que se alimentaba de los gorriones que emborrachaba añadiendo aguardiente a las migajas de pan -según refiere el escritor soriano Avelino Hernández (1), desapareció misteriosamente, como los demás, y nunca más volvieron por aquí. A veces, el viento, inseparable compañero, me trae el eco lejano de los bramidos de los rebaños de ovejas y sollozo recordando el paso alegre de los rebaños, pues si algo no he olvidado, es que en estas Tierras Altas en las que apenas soy un recuerdo, las merinas, pura raza, hicieron Historia.
Hasta entonces, fui el pueblo de Torretarrancho. Ahora, sólo soy el fantasma de otro despoblado más. O quizás, como dijo el gran poeta chileno, mi alma sólo sea un carrousel vacío en el crepúsculo... 


 
(1) Avelino Hernández: La Sierra del Alba.