miércoles, 17 de abril de 2013

Recordando la Soria celtíbera y numantina


'Los recuerdos de mi vida se han convertido en joyas para mí; los extraigo de las profundidades acuosas del pasado cuando suena la hora de contemplarlos y he encontrado para escribirlos una mano que me muestra docilidad...' (1)
 
Recuerdo con especial afectuosidad este libro. La primera página, todavía conserva, escrito a bolígrafo, el lugar y la fecha en que lo compré: Soria, 1 de julio de 1987. Era una costumbre que tenía por entonces -a falta de ex libris- pensando que al hacerlo, el libro quedaría definitivamente revalorizado con la magia del día y el lugar, aumentando, cuando menos, su valor afectivo. Recuerdo, también, que fue antes de retirarnos -iba con mi tío- al embalse de la Cuerda del Pozo, donde permanecimos una semana haciendo vida contemplativa en un lugar apartado y tranquilo, situado enfrente de la Playa de Pita. Había algunos árboles muy cerca de donde plantamos la tienda de campaña, pero por alguna extraña circunstancia que ni yo mismo sabría explicar, siempre apoyaba la espalda sobre el tronco de un viejo pino, cuya estampa desgarbada, mohína y melancólica me recordaba -no me preguntéis por qué- a ese intrépido cuerdo de los caminos, que un día abandonó hacienda y comodidad, para partir en busca de la utopía idealística de un mundo perdido: don Quijote de la Mancha. Como éste, los personajes de Meyrink me llamaban mucho la atención porque, independientemente de la aséptica faceta de anti-héroes impuesta por el autor -considerado potencialmente peligroso por el Nazismo, y perseguido por la Gestapo, además por ser judío- la vida -o mejor dicho, la trama de la novela, que después de todo, no deja de ser su propia esencia, o mejor aún, su alma- les compensaba, sine quanum, dotándoles de la singular capacidad de ver la realidad.
La realidad, que es tan aparente y relativa, como ya demostrara otro genio de origen judío, llamado Albert Einstein a principios del siglo XX, resulta -bajo mi punto de vista, que no tiene por qué ser necesariamente compartido- que con relación a Soria, se puede decir que es relativamente celtíbera por los cuatro costados: celtíbera es la sangre que corre todavía por sus venas; celtíberos son sus recuerdos más lejanos y aún celtíbera todavía, es la pervivencia de sus más celebradas tradiciones. Numantino, pues, es el nombre que lleva su Museo principal y en sus asépticas salas, la impresión del visitante hace suya la enigmática frase del filósofo francés Paul Elouard: hay otros mundos, pero están en este. Es cierto. Cuando uno comienza la visita, se encuentra con retazos de mundos paleolíticos, apenas separados unas vitrinas -en realidad, e insisto en la palabra, un abismo temporal- de otros mundos neolíticos, que a su vez, vitrinas y salas más adelante, traspasan la caja mágica del tiempo y se adentran en mundos de la Edad del Bronce y la Edad del Hierro. Y estos, siguiendo la cadena en la que siempre hay un resquicio por el que se cuelan enigmáticos eslabones perdidos, van a desembocar a otras salas y otras vitrinas, donde restos de mundos romanos, visigodos y románicos -curiosamente, poco árabe- entran en colisión -como diría Emmanuel Velikovsky-, con ese mimado reojo a la cultura celtíbera, que rinde homenaje, particularmente, a las glorias fragmentarias de la vieja y sufrida Numancia, cuyos restos se localizan tan sólo a siete u ocho kilómetros escasos de la capital.
Llama la atención, la delicadeza con la que exponen la reproducción de una casa celtíbera numantina, triskel para conjurar la buena suerte y esconjurar a los malos espíritus incluido, así como la representación de una pira funeraria -similar a las que todas las noches de San Juan se encienden en las pelendonas tierras altas donde destaca el pueblo de San Pedro Manrique-, así como la choza y los utensilios del herrero, ser especial, adepto de Vulcano y su fragua que, entre otras cosas, era temido y respetado por su gran conocimiento del fuego y sus secretos. Me pareció lógico, pues si los del Museo Arqueológico Nacional no pudieron traerse al centro de Madrid la cueva de Altamira y se conformaron con una réplica -a Dios gracias- por Cennunos, que en cumplimentar debidamente a Numancia, Soria no iba a ser menos. Son detalles que agradan y hasta ayudan, haciendo que una vocecilla maliciosa penetre hasta lo más hondo del cerebro, y dándole un empujoncillo a la imaginación, la diga: adelante, lánzate en picado y disfruta de la experiencia. Y ésta, la experiencia, comienza, precisamente, a dejarse llevar por los detalles, hasta el punto de que, mareada de tantos como va observando, llega un momento en el que contrita se pregunta: en realidad, ¿qué es lo que ha cambiado?. Porque allí, grabados en las desconchadas vasijas, en los refinados platos o en los artísticos vasos y jarras, ve los mismos símbolos que ha captado la atención del hombre a través de los tiempos y las culturas. Ve las cruces -independientemente de su forma de esvástica, tanto destrógira como levógira- y sus familiares formas, tan familiares, que todavía siguen en vigor en los templos cristianos; ve los peces, incluso en número de tres, como exactamente igual, alguien representó en el vano sobre el que se sostiene una pequeña pila de agua bendita que se encuentra en el interior de la iglesia románica de Santo Domingo. Ve laberintos y espirales, que sobrevivieron al tiempo para continuar siendo símbolos de conocimiento y maestría adoptados por los canteros medievales que dotaron de belleza y perfección a la piedra. Ve un jinete cabalgando dos caballos, como milenios después, invertido el protagonismo, era un caballo el que soportaba el peso de dos jinetes. Ve la fuerza y la expresividad del toro, como la sigue viendo el torero que todavía hoy se planta delante de él, llamándole con su capote. Ve al domador de caballos, educando a un animal que ya nace, de por sí, con el don de necesitar poca educación, porque inteligencia y elegancia son sus cualidades principales...
En fin, recuerdos que son joyas -como dice Meyrink- y mano que es dócil a la hora de escribirlos. En realidad, la última vez que visité el Museo Numantino, tan sólo estaba haciendo tiempo.


(1) Gustav Meyrink: 'El dominico blanco: diario de un hombre invisible', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, marzo de 1987, página 39.