jueves, 29 de noviembre de 2012

De cuando las piedras fueron tañidas....en Villasayas



Hacía tiempo que tenía un café pendiente en Villasayas; y de no habérmelo tomado antes, ha sido precisamente porque el tiempo, burlesco donjuán donde los haya, había decidido dar la campanada, empecinándose en hacernos soñar con la música acuática de Haendel los últimos fines de semana. Es decir, mantenernos melancólicos -salvo fuerza mayor- viendo la lluvia caer detrás de la ventana, dejando que la mente, enfurruñada y temerosa de caer en las redes catatónicas de ese inoportuno demonio Meridiano -de habérmelo presentado, al menos teóricamente, he de dar las gracias a la amiga Baruk-, vagara cual alma en pena, suspirando por el regreso a unos caminos en los que siempre sabe que ha de encontrar algo lo suficientemente novedoso, como para hacerla olvidar por unas horas la espantosa rutina a la que se ve sometida en ese cibernético día a día, que posiblemente por vergüenza, o quizás, para engañarnos a nosotros mismos, llamamos vida.
El sábado pasado, aprovechando la tregua concedida -si no lo dice el refrán, ya lo invento yo, pues a falta de lluvia buenas son nieblas- tuve ocasión de emprender ruta, haciendo buena la consigna que me aplico a mí mismo desde hace ya algo más de cinco años: madrugón al canto, carretera y manta. En realidad, el tiempo, fuera bueno o malo, apenas contaba: aparte del café prometido por Edelia en Villasayas, llevaba conmigo el honor de haber sido invitado a comer en Señuela. Para la voracidad de un agradecido caminante, el menú y la aventura estaban servidos. Pero de esta aventura y de este menú, que seguro pone los dientes largos al más pintado, hablaré en una próxima entrada. Porque ahora quiero continuar hablando, precisamente de algo que en ocasiones solemos olvidar, y no es sano ni tampoco decente hacerlo: de agradecimiento.
Agradecimiento a Edelia, a ese café humeante, con aromas a cumbia colombiana, que en una mañana fría fue como mano de santo; agradecimiento a unos gratos aunque por desgracia breves minutos de cálida conversación, en la que disfruté con la exposición de sus proyectos artísticos, envidiando esa fuerza interior capaz de transmitir tan gratas sensaciones a través de la mezcla de colores y los trazos de un pincel. Y agradecimiento -ya va siendo hora de que lo diga, porque si no reviento- a esa inesperada y maravillosa sorpresa discográfica dedicada que, a través de una buena amiga, como es Edelia, me ha hecho sentir ese arte medieval, de la mano de los amigos de Breogan Prego, que han sido capaces de recuperar esa magia tan especial que, como genialmente exponen en su disco, transporta al oyente a aquél tiempo en que las piedras eran tañidas. ¿Qué más podría decir, salvo que guardo este disco como un auténtico tesoro?. Un tesoro que, además, ha sido grabado con un gusto especial, en el interior de lugares de la provincia con alma propia: la iglesia de Villasayas, la catedral de El Burgo de Osma, la Colegiata de Medinaceli, la iglesia de San Miguel de Almazán, la concatedral de San Pedro, la iglesia de San Martín en Rejas de San Esteban, la colegiata de Nª Sª del Mercado, en Berlanga de Duero, e incluso la fenomenal iglesia de Morón de Almazán...Creo que es una obra difícil de superar con tales antecedentes, sobre todo sabiendo que nuestros templos románicos y góticos, son una auténtica caja de resonancia, capaces de conectar espíritu y sonido. Una obra que figurará con todos los honores en los anales de la música de calidad y una obra que, a medida que vaya siendo conocida, volverá a traer el placer de oír tañir a un instrumento sin duda magistral y genuinamente evocador, cuyas representaciones ancestrales nos encontramos en numerosos canecillos: la vihuela.
Estimados amigos de Breogan Prego, desde estas páginas de Soria se hace camino al andar, mi más sincera admiración y mi más profundo agradecimiento. Un fuerte abrazo y por favor: ¡que continúen tañendo las piedras!.