jueves, 22 de noviembre de 2012

Toda la lluvia cae sobre Termancia


Hay lugares con imán. Lugares a los que volver, una vez y otra y aún otra vez más, para descubrir que, aún a pesar de su aparente inmutabilidad, siempre existe la posibilidad de retornar al punto de partida, trayéndose consigo un recuerdo diferente. Termancia, o Tiermes, si se prefiere, es uno de esos lugares.
Decía el escritor y genial poeta argentino, Jorge Luis Borges, que la lluvia siempre ocurre en el pasado. Al pasado pertenecen, es cierto, estos recuerdos, éstas imágenes y una primavera que, allá por las vísperas isidriles de 2008, fue para el campo, y nunca mejor dicho, como agua de mayo. De hecho, la pradera adyacente a la monolítica ciudad, parecía, si se me permiten las comparaciones, un mar caribeño, de esos de ensueño y postal; el tipo de mar, vaya, que seducía con encanto de trópico y sonidos de ukelele a incontables soñadores que se lanzaban a la aventura del turismo exótico cuando España iba bien y que ahora, vueltos los pies a la tierra, son como el escaparate de esa pastelería de la posguerra, y algunos años después, frente a la que se detenían nuestros padres, con el estómago vacío, la mirada codiciosa y la cabeza llena de pájaros de colores con plumas de hojaldre y picos de miel. Pájaros maravillosos, cuyo vuelo, por más y más que se mirara, no iba nunca más allá de la gruesa superficie del cristal. Un cristal, que no es, sino, la frontera infranqueable que separa los deseos de la realidad.
Hablar de pasado, aquí y ahora, puede venir a cuento, si partimos de la base de que Tiermes es todo un Emblema del Pasado; una pequeña Capadocia monumental, situada en el corazón celtíbero de ésta Extremadura castellana que es Soria; un testigo incorrupto, y a veces molesto que, sin embargo, aún conserva, profundamente oculta en sus inextricables laberintos subterráneos, una buena parte de su primitiva virginidad. Y eso, a pesar de los grandes favores expoliados a la Dama, por la multitud de sirvengüenzas donjuanes de pico y pala que vinieron a cortejarla con malas artes y pérfido instinto de seductor.
Virginidad guardada, insisto, si hemos de hacer caso a la leyenda y al juglar del Cid, por la terrible Elpha en lo más profundo de esos laberintos; lugares a los nunca llega la luz del sol -como a lo más profundo de los cenotes mayas o, aprovechando la licencia que siempre otorga la comparación, a lo más profundo de los corazones- y sobre los que se puede especular cuanto se quiera, se considere y apetezca, preparando la mente del visitante para las sensaciones que, a buen seguro, han de sobrevenirle durante y después de su visita al lugar.
Recuerdo, porque al fin y al cabo, recordar es volver a vivir, y a fin de cuentas, es el único recurso exento de cuotas que le queda al soñador, aquélla fresca mañana de sábado. Fiel compañera de fatigas y soledad, toda la lluvia caía sobre mi y sobre Termancia. Durante mi recorrido en solitario, me preguntaba si mi alma, después de todo, era como la lluvia. Esa lluvia que no siempre es como el Cordero de Dios, ni tampoco lava todos los pecados del mundo pero que, a trompicones o de golpe, nunca deja de caer. Afortunadamente. A veces, sólo a veces, las gotas retumbaban sobre las pulidas gradas del anfiteatro y la imaginación quería que fueran redobles de tambor que anunciaban la inminente aparición de los actores. Actores que cubrirían su rostro con una máscara ambivalente -sonrisas y lágrimas-, esencia, qué duda cabe, de esa inmoral tragicomedia que, en el fondo, es la vida.
Tal vez hubiera fieras; y gladiadores cuya vida dependía tan sólo de la caprichosa dirección que tomara un miserable pulgar. Y también, por qué no, alguien lo suficientemente audaz y desesperado, que se lanzara al foso para beber la sangre del héroe muerto y gozar así de su fuerza y vitalidad. La sangre es la vida, decía Bram Stoker a través de los labios de su Drácula. Aplausos, voces, histeria colectiva. Otra vez silencio, expectación, vuelta a empezar, Ulises cansado tras su retorno a Ítaca. El mundo nació siendo un circo y los dioses necesitan las payasadas del hombre para mitigar el aburrimiento y el vacío de sus lujosos olimpos. El silencio transformándose en secos golpes de aldaba cuando las gotas se estrellan con fuerza contra el suelo de piedra de unas cuevas que un día fueron hogares y que hoy, divorciadas de la puerta y el calor humano, exhiben sus desnudas intimidades sin vergüenza ni pudor. Como dijo el poeta: todo queda, pero también todo pasa.
En realidad, cierto es que nada ha cambiado: hay cuartos a ras de suelo, y escaleras para acceder a los pisos superiores, y harnacinas en las paredes para albergar la vajilla y las estatuillas de los dioses manes, protectores de la familia y del hogar, siglos después suplidas por Santa Rita, Santa Gema, San Pancracio, representaciones anóminas de la Santa Cena, la Virgen del Rosario o la Cruz de Caravaca.
Incluso más adelante, sobre esa gigantesca rodilla humillada en la tierra y con heridas sanroqueñas en su muslamen, que indica el lugar donde una vez estuvo la Puerta del Sol, el agua forma pequeños ríos que, como los de la vida, se precipitan escalones abajo hasta formar sedentarias lagunas, siempre bajo la atenta mirada de una miríada de margaritas, cuyas corolas albergan el deseo de ese amante enjambre de abejas que las haga madurar. El mundo no se detiene; Dios no dispuso una parada para que se apearan en ella los disconformes. Por el contrario, creó un carrusel, una espiral, un laberinto, una señal de cantero y un jardín al final del camino, donde un día todos tendremos que dejar la esclavina y el bordón.
Sí, recuerdo un día en que toda la lluvia caía sobre mí y sobre Termancia.