sábado, 10 de marzo de 2012

Momblona

Opinaba Bierce (1), que el recuerdo es el mayor lujo de los desafortunados. Supongo que, de compartir tal aseveración diabólica, tendría que considerarme lo suficientemente desafortunado, como para no darme a mí mismo la oportunidad, o mejor dicho, el lujo de recordar un camino que se perdía en mitad de unos campos, cuyas tierras semejaban unas mejillas femeninas sonrosadas frente a los piropos de un sol que, aún campeador en el cielo del mediodía, cual incombustible Cid castellano, no terminaba, sin embargo, de encontrar unos versos lo suficientemente galantes como para llegar a sonrojar. Atrás quedaba un pequeño cementerio, de paz intachable, adosado a una ruina románica cuyas piedras, al menos las que no se utilizaron como cantera excepcional para los pueblos de alrededor, servían ahora de solaz de recuerdos y misterios. Tampoco puedo achacar a la casualidad, y por eso no me extraño, que el frío cumpliera con absoluta garantía su función disuasoria, pues ni siquiera las lagartijas se atrevían a corretear por las piedras. Y es que, aunque parezca una estupidez, se me hace extraño no ver uno de estos pequeños reptiles trepar con alegría por un ábside milenario cuando los rayos del sol convierten en mechones de oro la rugosa superficie de sus ancianos sillares. A veces me pregunto, observándolos, si quizás estos simpáticos animalillos no sean apaces, si no de leer, al menos sí de llegar a comprender el lenguaje del alma de las piedras, pues en el fondo, son más fieles y respetuosas con ellas, que aquellos que nos vanagloriamos de quererlas, e incluso también, a veces, de entenderlas.

Resulta difícil, por otra parte, precisar de dónde procede exactamente el vocablo momblona, que proporciona el apellido a un pueblo que, a juzgar por algunos detalles, debió de ser galante en tiempos. Ni siquiera José Luis Herrero (2), es capaz de ofrecer algún atisbo de coherencia en tal sentido, y se limita, prudente, a situarlo en el limbo de los nombres de difícil interpretación. Y yo me pregunto, ¿no podría ser que tuviéramos aquí un monte blanco, un montblaune, quizás relacionado con las cabalgadas por la zona de Bertrand Du Guesclin y sus famosas Compañías Blancas, que en tiempos se enseñorearon de lugares cercanos, como Morón de Almazán?. En el fondo, tanto dá, en realidad, pues para el propósito de esta entrada, basta, en principio, imaginarse una calle principal que desemboca en una ancha plazuela donde una imponente parroquial, ajena a sus humildes antecedentes románicos, si alguna vez los tuvo, eleva torre y planta hacia el cielo, como un símil de Babel en cuanto a estilos se refiere. Un detalle peregrino podría ser ese crucero de piedra, que valiéndose de un soporte escalonado, simula un monte del gozo, o monxoi, aunque ningún peregrino haya depositado, piadosamente en ella, una piedra o una vieira como testimonio de su paso u ofrenda de buenaventura para el camino aún por realizar.

Verde, como el color de la esperanza, es el frontón que aprovecha parte del cercado de piedra que circunda la iglesia y que desmerece -es sólo una opinión- el plano de un recinto sacro, en cuyo pórtico principal, tradicional y neoclásico cuando menos, alguien conjugó los principios básicos de la geometría sagrada con las formas tradicionales utilizadas por la masonería en sus rompecabezas iniciáticos: el círculo, pues, el cuadrado y el rectángulo, forman en ésta portada, un genuino mandala salvaguardado por la simbólica e indispensable presencia de dos columnas salomónicas, émulas de las míticas Hakim y Boaz. Una iglesia que, dicho sea de paso, se convierte en un imaginario Axis Mundi, o centro primordial, sobre el que convergen casi todas las calles, sin importar lo cerca o lejos que te encuentres, o la dirección desde donde miras: si no se vislumbra parte de la nave, siempre se encontrará el norte con ayuda de su torre.

También, como casi todos los pueblos, aquí, en Momblona, pasado y presente recuerdan la dramática circunspección de los geniales personajes de las obras de Dickens. No hay papeles, ni siquiera un remedo de Club Pickwick donde recabar información y terminar siendo partícipe de algún lejano secreto. Pero, por el contrario, sí hay una inesperada Plaza del Egido y una casa, para más señas con el número seis de referencia y las paredes tan blancas como las tradicionales mortajas, que luce en su fachada castellana -apenas por encima de un balcón que recuerda, y mucho, a aquél otro desde donde unos inmortales Pepe Isbert y Manolo Morán arengaban a los ilusionados vecinos de Villar del Río a dar la bienvenida al Señor Marshall- no un escudo de armas, detalle, por otra parte, común al rancio abolengo de ésta arcana provincia pelendona, pero sí una estela funeraria medieval, que luce en su anverso una hermosa y significativa cruz paté. Lástima de entusiasmo por algo que en sí mismo no prueba nada. Lástima, también, de no saber qué muestra su reverso, para tener la oportunidad de conjeturar con honrosas comparaciones. Y sin embargo, a juzgar por el color con el que se ha rellenado el espacio vacío entre las aspas de la cruz, rojo, uno puede llegar a pensar, honestamente, que tal vez el propietario tuviera la misma intuición, o quizás supiera algo más. Porque, ¿no hubiera sido más lógico rellenar ese espacio con idéntico color blanco de la fachada?. Aunque después de todo, lamento borincano, más a menudo de lo que quisiéramos, debemos enfrentarnos con una Historia tan miserable como el avaro Míster Scrooge, protagonista felizmente arrepentido de un Cuento de Navidad.

Enfrente de ésta, y haciendo esquina, una hacienda venida a menos, tal vez rememore tiempos idos de abundancia y esplendor. Al menos, esa es la impresión que causa, a juzgar por las dimensiones de un solar, de forma rectangular, que en su momento debió de acoger una interesante ganadería, probablemente de índole ovina. Más adelante, donde el pueblo se hace puerta de salida al infinito camino, llama la aten ción un aviso de Coto privado de caza, colocado junto a unos tradicionales fardos de alpaca. Pocos símbolos quedan en los dinteles de las casas de Momblona; pero entre éstos, aún se localiza esa arcaica referencia celtíbera, generalmente utilizada como espantabrujas, que semeja una flor de seis pétalos.

Al otro extremo del pueblo, y casi perpendicular a la iglesia, una calle termina donde un pequeño edificio de amplios ventanales -quizás la escuela- agradece la sombra de un corto paseo flanqueado de álamos que, al igual que el caso anterior, invita también al viajero a dejar volar su imaginación por unos campos cuya infinidad, comparable a los océanos, alienta a reflexionar sobre las misteriosas Atlántidas que, ignoradas y perdidas, duermen el sueño eterno del olvido enterradas en el terruño.

De vuelta otra vez al camino, una pregunta relacionada con la estela funeraria de la Plaza del Egido, levanta ampollas en el ánimo del viajero: ¿pudo estar adosada a la perqueña ermita del cementerio de Alpanseque o, por el contrario, proviene del cementerio que, supongo, tuvo anexo la propia parroquial de Momblona?.

Como cantó Bob Dylan en aquéllos felices años setenta, quizás la respuesta, amigo mío, esté en el viento.




(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del Diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, 2007, página 400.


(2) José Luis Herrero: 'Los nombres de lugar: la toponimia de Soria', archivo PDF,