domingo, 3 de julio de 2011

La cueva de San Prudencio




'- Quiero enseñarte a rezar; no todos sabéis hacerlo. No se reza con palabras, sino con las manos. Quien reza con palabras, pide limosna. No se debe mendigar. El alma ya sabe lo que necesitas. Cuando se juntan las palmas de las manos, la izquierda se encadena a la derecha en las personas. De este modo el cuerpo queda bien atado, y de las yemas de los dedos, dirigidas hacia arriba, se eleva, libre, una llama. Éste es el secreto de la oración, que no está escrito en ninguna parte.'

[Gustav Meyrinck (1)]



Lo reconozco: en mi anterior entrada dedicada a la ermita de San Saturio, he omitido a conciencia ésta parte, donde se muestra la cueva de San Prudencio. Y lo he hecho, simplemente, por el mero interés de mostrar en una entrada independiente, lo que bien pudiera considerarse un pequeño ejemplo de esos Colegios de Sabiduría, donde algunos personajes -que serían preeminentes en el futuro, como es el caso del propio Prudencio, que llegaría a ser obispo de Tarazona- acudían prestos a recibir instrucción, siglos antes de que los hombres soñaran con alcanzar a Dios, elevando hacia el infinito las agujas de sus monumentales catedrales.

En parte, la culpa también la tiene aquélla persona que ha tenido la brillante idea -me consta, que no hace mucho tiempo de ello- de colocar carteles informativos, señalando los lugares más relevantes del conjunto eremítico-eclesial de San Saturio, añadiendo, además, como novedad, la apertura al público de la casa del santero.

Ahora bien, como si de un diminuto ramal secundario del camino iniciático principal que desde el interior asciende hacia lo más alto de la ermita -dejando a mitad de ascenso, aproximadamente, el lugar donde el Maestro levantó un pequeño altar dedicado a San Miguel y donde se localizaron sus restos- recorriendo una imaginaria espiral que socavaría el corazón de la montaña, los escalones labrados en la piedra que descienden aún más al abismo donde se encuentra el habitáculo ocupado un día por éste laureado anacoreta, se localizan a la derecha, apenas recorridos una decena de metros desde la verja de hierro forjado que salvaguarda el acceso principal. Unos escalones, labrados en la dura superficie de la piedra, que giran bruscamente hacia la izquierda, como el codo de una tubería, dejando lugar a la visión, fantástica, no cabe duda, de un recinto no demasiado grande, pero suficiente para garantizar el aislamiento necesario para un anacoreta. En dicho habitáculo, no es difícil dejarse llevar por la imaginación y ver curiosas formas que, aún por efecto de la erosión -incluido ese lobezno cierzo que en invierno aúlla con furia, colándose por la abertura principal que, también enrejada, impide el acceso desde la ribera del río- recuerdan mágicos escenarios, como espinazos de dragón, tal vez semejantes, aunque a escala reducida a aquellos otros a los que, según la tradición, se retiraban en busca de sabiduría personajes que, a diferencia de nuestro Prudencio, su vida se balancea irremisiblemente entre la realidad y la leyenda. Tal puede ser el caso de Merlín, el más famoso de todos los magos, consejero de un no menos legendario rey, Arturo, conocedor, entre otras, cosas, de los secretos del telurismo; o de las wouivres, esas serpientes celtas que representaban las corrientes energéticas que se desarrollan en el interior de la tierra. En una cueva se topó también con portentosos prodigios nuestro más hidalgo caballero, Don Quijote de la Mancha; me refiero al episodio -seguramente de carácter iniciático, como muchas otras aventuras del personaje- de la cueva de Montesinos, donde se encontró con el espíritu encantado de un moro de igual nombre que aquél otro que, curiosamente, protagonizó un episodio mariano medieval que daría lugar a uno de los santuarios marianos más conocidos de la vecina provincia de Guadalajara: el de Montesinos, localizado en el Alto Tajo.

Y no obstante, dentro de los datos conocidos de la vida de San Prudencio, está aquél que refiere hechos que podrían ser considerados fantásticos también -dejando aparte las connotaciones milagrosas- pero que tienen precedentes no sólo en las acciones achacadas al Maestro de Maestros -Jesús- sino también a la vida de otros santos y santas: la capacidad de andar sobre las aguas; en éste caso, las del Duero. Detalle que ha quedado recogido en una parte de la colección artistica que se puede apreciar en la ermita y equiparable a las levitaciones de San José de Cupertino, a las experiencias místicas de Santa Teresa de Jesús o, por qué no, a las bilocaciones de la famosa Dama Azul de Ágreda: Sor María Jesús, que llegaron a levantar los clamores de la siempre peligrosa Inquisición.

Yo sólo me pregunto una cosa: si una visita a semejante lugar es capaz de traer a la mente tantas sensaciones, cuando no tantos arquetipos, ¿qué experiencias no conllevaría una vida en el lugar?. ¿Qué vivencias, qué sensaciones, una existencia más o menos prolongada en semejante aislamiento?. De cualquier forma, no deja de ser una curiosidad, así mismo, saber que existen representaciones de San Prudencio que lo muestran tal cual a su Maestro Saturio: únicamente de torso. Y sin pretender echar más leña al fuego, de momento sólo me resta añadir, que cada uno saque sus propias conclusiones; pero claro, no antes de dejarse caer un día por tan enigmático y a la vez emblemático lugar.




(1) Gustav Meyrink: 'El dominico blanco', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, marzo de 1987, página 14.