martes, 8 de marzo de 2011

Redescubriendo Tiermes


'...las personas siempre llegan a la hora exacta al lugar en que se las espera'.
[Paulo Coelho (1)]
Al contrario que el Macondo de la soberbia novela de Gabriel García Márquez, Tiermes tiene más de cien años de soledad. Muchisimos más, desde luego. En realidad, su soledad se remonta, probablemente, a aquél caos primordial que se desgarró de los océanos primitivos, para encararse con un sol benefactor, bajo cuyos rayos el color de su carne adquiere la prodigiosa cualidad de transformarse, como si de la piel de un camaleón se tratara.
He tenido el privilegio de visitar Tiermes en varias ocasiones, y por eso no exagero -o así lo creo- si afirmo que cada nueva visita conlleva una experiencia nueva. He visto Tiermes calcinándose en plena canícula veraniega; lo he visto anegado con las primeras lluvias de la primavera, cuando el campo, sin duda agradecido, expande sus colores con la vitalidad de una juventud recién estrenada. Y ahora, hace apenas un par de días, he tenido la oportunidad de disfrutar de Tiermes con la visión de las que quizás sean las últimas nieves del invierno.
En realidad, poco importa el momento en el que se visita un lugar como Tiermes, porque cualquier ocasión resulta oportuna para no tardar en darse cuenta de que se está en un lugar especial. Un lugar extraño y solitario, es cierto, que parece dormido en un sueño eterno e inmemorial, en el que incluso hasta el viento que se cuela por los numerosos recovecos de lo que un día fueron hogares, trae consigo el eco de los rezos dedicados a manes olvidados y deidades oscuras que aún vagan por lo más profundo de sus enrevesadas entrañas.
Comparativamente hablando, no puedo, sino pensar en Tiermes como en un encantado Valle de los Reyes enclavado en lo más profundo de la celtiberia soriana; igual de expoliado, pero con similar obstinación en no claudicar a la hora de mostrar todos y cada uno de sus secretos. Porque en Tiermes, a pesar de los pesares, aún hay secretos. Muchos secretos. Secretos cuya mediática idiosincrasia se precibe ya en el entorno; en sus innumerables leyendas; en los graznidos de esos cuervos ligúricos, mensajeros de dioses sin forma que lo guardan y custodian desde lo más alto de sus cimas, atisbando a los extraños desde las oquedades de la roca; se presiente, también, en ese astuto zorro, que aún de día y seguramente conociendo el estado vegetativo de la temible Elpha, vaga sin prisa entre los rastrojos, olfateando, quizás, el rastro de una liebre que ha ido dejando pequeñas huellas sobre la inmaculada superficie de la nieve.



Una nieve, por otra parte, que parece revestirse de un espectro fantasmal cuando luz y sombra combaten hasta la saciedad por poseerla, y que se acentúa en esa parte más agreste y pronunciada, perfilando contornos de una pálida belleza azulada; precisamente, aquella parte que, vista de frente, semeja la proa de un fantástico navío y donde antaño, cuando cientos de corazones latían detrás de sus murallas, constituia el lugar donde se emplazaba la denominada Puerta del Sol.
A unos metros de distancia, los canales del acueducto, labrados en la dura superficie de una roca también primordial, recogen en su seno el agua de la nieve que va diluyéndose al ser alcanzada por los rayos de un sol que asciende con perezosa lentitud en lontananza, perfilándose por encima de los montes, inmaculadamente blancos, de la cercana Sierra de Pela. Unos montes, cuyos molinos eólicos parecen centinelas que custodian, también, innumerables secretos y que esperan, quizás, la llegada de otro hidalgo caballero que, disponiendo de adarga, lanza en ristre, rocín flaco y galgo corredor, se lance al ataque con la intención de arrebatárselos y desfacer el entuerto.
Por un momento, volviendo la atención al acueducto, su visión induce a pensar que la vida aún circula por una parte de Tiermes, siquiera sea como abrevadero de las diferentes bestias que no pierden de vista su contorno, y que probablemente acudan por la noche en busca de cobijo. Visión, desde luego, que atrae al recuerdo la memoria de unos ingenieros sobrehumanos, cuya técnica para labrar la roca debieron de aprenderla de esa raza de gigantes antediluvianos que una vez, según el génesis de las leyendas, poblaron el mundo.
En relación a ello, se dice, se canta, se rumorea que este extraordinario enclave troglodita fue fundado por un semi-dios, Hércules, al que por estos lares se conocía como Álamos. Fue él, si hemos de creer a la mitológica reseña, quien combatió y encerró, en el corazón de las tinieblas de ésta Tiermes-Agriza, a la terrorífica mujer-serpiente; esa misma Elpha que, siglos después, sería mencionada al cruzarse en el camino de otro avezado héroe, el Cid Campeador. Al menos, así lo consigna su juglar en el Cantar, cuando afirma que assiniestro dexan agriza que alamos poblo alli son los cannos do a elpha ençerro. Y ésta circunstancia, no deja de sorprenderme. No a consecuencia del viento, que a veces, cuando sopla con fuerza, semeja un desgarrador alarido que parece provenir de lo más profundo, sino porque el Campeador viajero, nuestro épico Don Rodrigo, tuvo un encuentro parecido en Barrio Panizares, Burgos, con otro ser similar.
La prueba de hasta qué punto se creía en ésta maligna Elpha, o mejor dicho, de hasta qué punto este mito formaba parte de la memoria espiritual de la época, la tenemos no sólo en la representación de un capitel de la más decana de las iglesias románicas sorianas, la de San Miguel, en San Esteban de Gormaz, sino también mucho más al norte, en ese otro corazón fundamental que late aún con fuerza en unos no menos mistéricos Picos de Europa: Santo Toribio de Liébana. Sólo cabe preguntarse si fue en Tiermes donde se originó el mito y si en realidad, esa concurrencia serpentina no es, si no, una clave para ocultar una sabiduría o un conocimiento que aún hoy permanece en silencio, oculto en lo más profundo e inaccesible del lugar.
Sea como sea, no deja de ser una gran verdad, que algo extraño late en este olvidado corazón celtíbero. Algo que, en el fondo, siempre consigue transmitir el curioso efecto de que pasear por su entorno se convierte, al instante, en toda una experiencia difícil de olvidar.
(1) Paulo Coelho: El Peregrino de Compostela, Círculo de Lectores, S.A., 1998.