Taroda


'Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar...'
[Jorge Luis Borges (1)]
A veces ocurre: basta que se busque algo en particular, para que no se encuentre. Son artimañas del Camino que hay que aceptar siempre con espíritu deportivo, obviando la decepción inicial, con el placer, al menos, de descubrir un lugar nuevo que tus pies no habían hollado antes. Aunque bien mirado, ni siquiera el Camino tiene la culpa de que la flecha del tiempo apunte siempre en una dirección y aún sabiéndolo, el hombre no tome medidas en cuanto a proteger un patrimonio que, a la postre, resulta también finito. Pero esto, claro, es anticiparse a los avatares por los que discurrieron los pormenores de la presente aventura.
Hablar de cómo llegué a Taroda, implica remontarse un par de meses en el tiempo y rememorar una gélida mañana de enero. Una gélida mañana, es cierto, que no me impidió, aún tiritando de frío, conocer lugares nuevos como Monteagudo de las Vicarías, Serón de Nágima o Señuela.
El destino quiso que Señuela fuera, en parte, responsable de mi paso por Taroda. Señuela y también un buen amigo que me comentó de la existencia de algunos elementos románicos -canecillos, al menos- en la iglesia de Taroda. Internet constituye, sin duda, una plataforma formidable de comunicación. Es cierto que cuando escribes no sabes a ciencia cierta cuántas personas te van a leer y a cuántas les puede interesar lo que escribes. Pero en ocasiones, gratifica comprobar que cuando hablas de un lugar determinado, una persona se pone en contacto contigo y tendiéndote generosamente la mano, se presta a mostrarte ese lugar que, por circunstancias, no pudiste llegar a conocer en toda su extensión aquélla primera vez que pasaste por allí.
Me motiva, por no decir que tengo la costumbre adquirida al cabo de los años, de salir de viaje muy temprano, produciéndome un placer especial ver amanecer en carretera; observar cómo el sol, antorcha flamígera, comienza a despuntar por la línea del horizonte, haciendo que poco a poco la noche se retire con su tenebroso ejército de sombras chinescas y un mundo nuevo, sin importar las veces que has hecho el mismo recorrido, comience a aparecer ante tus ojos con la plenitud de un sin fin de matices y colores. Evidentemente, el sábado, el sol no acudió a la cita; al menos, no lo hizo a primera hora de la mañana y un cielo gris, llorón, franqueó la despedida de una bóveda celeste de la que hacía rato se había marchado su última estrella peregrina. Aún en la provincia de Guadalajara, algunos bancos de niebla se extendían por los campos aledaños, abarcando tramos de carretera en los que apenas se distinguían las luces de posición de los vehículos precedentes. Llovía, no de una manera excesiva, como días atrás, pero sí con la sufriciente insistencia como para que el ruido de los limpias sobre el cristal del parabrisas comenzara a resultar irreprochablemente monótono. Pasaban unos minutos de las nueve cuando dejé atrás Medinaceli y en su casco antiguo, colgado de una colina -quizás en esa donde, según la leyenda, fue enterrado Almanzor- brillaban algunas luces con un tenue resplandor semejante, supongo, a aquellas linternas de los muertos que desde las torres de algunas ermitas guiaban a los peregrinos en las noches sin luna. Aún disponía de casi dos horas para vagabundear a mi antojo, antes de acudir a Señuela, donde tenía una cita ineludible. La ocasión, pues, la pintaban calva para ejercer de pionero y enfilar hacia cercanos, pero nuevos horizontes.
Taroda es un pueblecito que, cardinalmente hablando, se encuentra situado en una encrucijada de caminos que lo separan 18 kilómetros de Almazán; 27 kilómetros de Santa María de Huerta; 4 kilómetros de Adradas; 6 kilómetros de Puebla de Eca y otros tantos de Señuela. Una carreterilla comarcal atraviesa parte de su casco urbano, por lo que seguramente el Ayuntamiento, previsor, ha situado badenes cada cierto número de metros para hacer respetar unos límites de velocidad que deberían tener siempre presentes todos los conductores.
Es imposible no distinguir, algunos metros más arriba, la mole híbrida de la iglesia de San Esteban, cuyos ábsides y comparativamente hablando, recuerdan ese símbolo con forma de uve doble, que se localiza como marca de cantería en numerosos templos, tanto de la provincia como de otras provincias aledañas, destacando la forma octogonal de sus cupulillas. En la verja que separa la acera de la iglesia y el pequeño cementerio aledaño, en hierro repujado, el escudo de Taroda muestra una rosa solitaria. Las campanas, lejos de esa primigenia torre románica de la que no queda rastro, descansan a escasa distancia del suelo en la fachada principal derecha. A ésta se accede por una cupulilla terminada en arco de media punta que protege, aparte de la puerta principal de acceso al templo, una sepultura en la que aún se distingue, entre otros datos, la fecha de 1623. Por encima de la puerta, y pintado con tonos pastel, se localiza un escudo que muestra una tiara papal escoltada a los lados por sendos dragones. Los canecillos que se observan, aún en la distancia, parecen completamente lisos, detalle que me hace pensar que si fueron románicos en sus orígenes, el mensaje se ha perdido.
Más genuino, quizás, un paseo por el pueblo, aún a merced de esa llovizna monótona que termina calándote, despierta esa pasión por la rural; por la plácida sensación que conlleva imaginarse en un sitio en el que, si no fuera por algunos detalles modernos, se tiene la sensación de que el tiempo, después de todo, ha tropezado consigo mismo, y ligeramente confundido, ha detenido su eterno caminar unos instantes. Lo comento, porque siempre he sentido cierta debilidad por esa arquitectura rural, tosca pero íntima y entrañable que tiende a desaparecer progresivamente, frente a los éxodos a las grandes capitales, cuando no el deseo de sus propietarios por reemplazarlas por casas de nueva creación y posiblemente más comodidades. Tal es así, que algunas casas ofrecen el aspecto total de ruina y no obstante, en sus inmediaciones, algunos montones de arena, maquinaria y materiales de construcción, auguran al menos que, de momento, el fantasma de la despoblación, tan cruel con la provincia, no constituye una amenaza para Taroda.
(1) Jorge Luis Borges: Obras completas, 'Fragmentos de un evangelio apócrifo', página 1012, RBA, 2005.


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