Crónica de la Soria Blanca

No es inhabitual, desde luego, que en una provincia de las características de Soria, las precipitaciones en forma de nieve sean abundantes y a la vez, tenaces y de cierta consistencia. Tampoco son habituales, para los que vivimos a alguna distancia, los desplazamientos de placer en tales condiciones, y sin embargo, una vez superado el reto de llegar -y aún con el fantasma de la incomunicación rondando por la mente- resulta un auténtico deleite disfrutar, siquiera por unas horas, de una ciudad engalanada de cabello de ángel.




La Plaza del Ayuntamiento, o de los Doce Linajes; San Juan de Rabanera; las ruinas de la malograda iglesia románica de San Nicolás; la Concatedral de San Pedro; el puente medieval sobre el Duero, y los Arcos de San Juan, entre una infinitud considerable de lugares, constituyen, así vistos, toda una oportunidad de ofrecer a los sentidos, caprichosos como veletas al viento, unas panorámicas que, estoy seguro, dejarán siempre huella en un rincón del alma, como cantara Alberto Cortez.

Esta no es, pues, una crónica en el sentido restringido a la palabra escrita, sino más bien, una crónica visual; una crónica hecha sólo por y para el deleite, que espero que os guste tanto como a mí.

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