domingo, 12 de septiembre de 2010

Romance del Duero


Poco antes del alba, en ese preciso, inatrapable instante en el que se cierra el portal de las leyendas y el rayo de luna que perdió al enamorado Manrique desaparece arrastrado por las aguas del Duero, el paisaje vuelve a dibujar otra vez un sendero tranquilo, que se difumina a lo lejos -incluso más allá de la ermita de planta octogonal que se asienta sobre la ladera del monte de Santa Ana- hasta fundirse con una quimera que, a falta de nombre mejor, conocemos como horizonte.

De igual manera, río y ribera se funden en un estrecho abrazo, íntimo, personal, atrapados en la engañosa superficie de un espejo, en el que dos mundos, lejos de chocar, simplemente se aparean y confunden como amantes inseparables.
Hay algunas hojas caídas en el suelo, que apenas revolotean, pues aún el cierzo, cual doncella encantada esperando el beso del príncipe otoño, duerme profundamente allá a lo lejos, en las cimas encantadas del Moncayo, anciano de rostro severo que en cuestión de meses lucirá leonina y blanca cabellera, que permanecerá incólume hasta bien entrada la primavera.
Mientras, la hiedra continúa invadiendo las paredes del antiguo monasterio de San Polo, respetando esas ventanas ojivales desde las que, antaño, los monjes guerreros vigilaban ésta ribera del Duero y de hecho, unos huertos que aún hoy, algo más de ochocientos años después, siguen siendo fértiles y fructíferos. Me pregunto si los huesos que descansan debajo de esas laudas de piedra que aún muestran cruces patadas, referencias solares y símbolos cabalísticos como la pentalfa, se remueven inquietos esperando esa Noche de Difuntos en la que, según afirma la leyenda, deben abandonar sus sepulturas para continuar dirimiendo con la nobleza local unas diferencias que les llevaron a la tumba, en el cercano Monte de las Ánimas.
Porque todo, en este emblemático paseo, son referencias a magia con sabor a pasado. Incluso las aguas, que se deslizan apaciblemente, parecen susurrar voces lejanas, haciéndose eco de más de una decena de culturas que batieron los hierros en sus orillas, dejando testimonio escrito en sangre en las páginas de la Historia.


Tal es el grado de evocadora ensoñación, que resulta difícil no ver, en la sombra alargada de los álamos, la sombra original de aquél poeta sevillano que supo cantar a la ciudad mejor que ningún otro y que tal vez -digo sólo tal vez- supo comprender igual de bien que el santero de Gaya, una cultura y unas gentes que, a pesar de todo, siguen enfrentándose a un olvido gubernamental, difícil de comprender.

Sí, hoy he vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio...