Tampoco sería desde mi posición en la cueva, paleolítica y ancestral, sino sentado sobre la dura superficie de la roca donde de asienta parte de la ermita, que vería una homogénea multitud de personas entrando y saliendo del templo; deambulando por los alrededores; almorzando en la plácida alfombrilla de la yerba de la pradera, dorada por los rayos de un sol que durante la jornada, caprichoso agosto, han de solventar la inconveniencia de unas nubes, por momentos negros nubarrones, que se ciernen por encima de unos riscos erosionados de forma sutil y hasta cierto punto, caprichosa.
Cerca de la orilla del río, caminando con parsimonia por el sendero de arenisca que se dirige hacia el puente de madera, dejando la ermita a un lado, una pareja de guardias civiles toma nota de los acontecimientos sin que se sepa realmente hacia dónde miran, pues sus ojos se ocultan detrás de unas oscuras gafas de sol. El joven párroco, inconfundible con su pelo corto, su no menos recortada perilla y sobre todo su traje negro, que ya participara en la ceremonia del año anterior, asciende la cuestecilla con rapidez, portando sus manos una caja de cartón que, presumiblemente, contiene los elementos necesarios para su oficio de la liturgia. Es un párroco que parece conocer y naturalmente no compartir, toda la mitología generada en relación a la ermita y sus antiguos moradores, non nobis Domine...Quizás por eso, y también porque estoy convencido -y lo digo con todo el respeto- de que los sacerdotes son unos estupendos actores, en uno de los momentos álgidos de la misa, sus palabras llaman poderosamente la atención: la única fuente de energía de ésta iglesia, es la Virgen de la Salud. Y tal debe ser, teniendo en cuenta que la imagen original, románica y de connotaciones negras, se perdió en circunstancias que es mejor no especificar en esta crónica.
Por otra parte, si bien es cierto que el hábito no hace al monje, no menos cierto es que el bastón y la mochila colgada a la espalda, no hacen tampoco al peregrino. Son muchos los que de tal guisa se presentan en la ermita, y siquiera sea por honestidad y sobre todo, por desconocimiento, me veo en la obligación de concederles el beneficio de la duda, teniendo en cuenta que cada día somos más los que nos lanzamos a esos caminos, terminen o no en Fisterra o Compostela, buscando posiblemente una trascendencia vital lejos de nuestros ambientes habituales.
Pero sin duda lo más destacable, en mi opinión, no es otra cosa que comprobar -aún a pesar de la devaluación del tiempo, que afecta de manera implacable a la tradición, los usos y las costumbres- que las romerías, en el fondo, aparte de un acto de fe, constituyen un peaqueño baluarte de índole familiar en el que participan, con mayor o menor actividad, integrantes de varias generaciones. Por eso, resulta un detalle entrañable observar a la hija o a la nieta, acompañando a la abuela o al abuelo; o ver a un matrimonio anciano avanzar hacia la ermita cojidos del brazo, pasito a paso, ayudándose de sus respectivos bastones, siendo el concepto de familia extensivo a los amigos y vecinos, que ratifican una proximidad, salvaguardada, año tras año, por un ancestral acto de fe.
Son estos pequeños detalles, los que en cierto modo, animan a volver, pues, de igual manera que el chela de Lobsang Rampa en la cueva del ermitaño, constituyen toda una enseñanza ancestral que merece la pena ser aprehendida y vivida.
Creo que por una vez, el Cañón, el Temple y sus misterios estuvieron en un más que justo y segundo plano.
(1): T. Lobsang Rampa, 'El ermitaño', Mundo Actual de Ediciones, S.A., 1977.