lunes, 26 de julio de 2010

Gormaz: ermita de San Miguel

No podría comenzar esta entrada, sin mencionar a una persona muy querida, apreciada y por más señas, artista: Laura Alberich, nuestra inestimable Baruk. Bien es cierto que sin ella, el vídeo, así como mis apreciaciones -juiciosas o equivocadas, que cada uno las juzgue como considere necesario y sienta- estarían incompletas. En tiempos de egoísmo como los que corren, encontrar personas capaces de compartir sus tesoros y sus conocimientos, no resulta fácil. Afortunadamente, soy de los que opina que no existe regla sin excepción. Doy, pues, mis más sinceras gracias a Laura, por haberme cedido -con esa generosidad e interés de las que tengo buena constancia que la caracterizan- las fotografías de su archivo personal que, de hecho, son el alma de la ermita de San Miguel de Gormaz: sus pinturas románicas.


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Puede que sea una gran verdad que el Tiempo, después de todo, termina haciendo justicia, situando las cosas en su justa dimensión y lugar. San Miguel de Gormaz tuvo su primer momento de gloria, allá por el siglo XI, cuando, a la sombra de la imponente fortaleza califal, una escuela de artistas, o de místicos, según se mire, aunque de más que probable origen mozárabe, dejaron reflejados en sus muros, sus más profundas concepciones, no sólo a nivel artístico -los colores, observando los campos de alrededor, pueden ofrecernos una idea aproximada de modelo- sino, también, a nivel religioso, ¿y por qué no decirlo?, filosófico y emocional.
Resulta evidente, para quien haya visitado las ermitas de San Baudelio de Berlanga y de la Vera Cruz de Maderuelo, el estrecho nexo que las une con esta humilde pero también maravillosa ermita de San Miguel. Nexo que, desde luego, avala la hipótesis de que fue la misma escuela quien decoró las tres ermitas, aunque bien es cierto que en la de San Miguel, podemos encontrar elementos contenidos por separado en las otras dos.
Por fortuna para la Historia, y sobre todo para nuestro vapuleado Patrimonio Histórico-Cultural, el judío Leví no pasó por Gormaz; y si lo hizo, cabe al menos la satisfacción de suponer que, por las causas o motivos que fueren, no pudo lucrarse a costa de la ignorancia de los habitantes del lugar, como sucedió en el caso tristemente famoso de San Baudelio. Tampoco hay constancia del paso de ese famoso ladrón de guante blanco, conocido como Erik el Belga.Sí hay constancia, sin embargo, del poco aprecio que los habitantes del lugar y sobre todo las autoridades eclesiásticas concedieron a una auténtica maravilla, que nunca debió de ser maltratada y despreciada de la forma en que se la despreció y maltrató. Se puede disculpar, humanamente hablando, la humildad y los apenas inexistentes recursos culturales de los primeros; pero hemos de suponer que, en el caso de los segundos, el sacerdocio conlleva unos estudios de formación que capacitan al sacerdote, si no para ser un experto en Arte, sí al menos para saber valorar el contenido del templo que se le encomienda. Eso, por no hablar del obispo de turno, capaz de estampar su firma en un documento de compra-venta, sabiendo muy bien qué es, en realidad, aquello con lo que está comerciando. En definitiva, bajo mi punto de vista -y lamento si por exponerlo ofendo- tenemos en la ermita de San Miguel de Gormaz un claro ejemplo de la manera en que la Iglesia Católica custodia, conserva y valora unos edificios que debería de ser la primera en defender y conservar, como auténticos e irreemplazables templos de Dios, que son, a la vez, auténticas Obras de Arte.
Pero en San Miguel, aparte de ese corazón inerte en sus espacios interiores que bombea información a raudales, encontramos, también, otros elementos de interés, no tan sencillos de encontrar en la actualidad en otras ermitas de su género. Me refiero, en primer lugar, a esa genuina pila bautismal que, excavada en pleno suelo, hacía las veces de diminuta piscina, simulacro simbólico de ese primigenio río Jordán en el que Cristo, Jesús, recibió el sacramento del bautismo de manos del Bautista. Tampoco resulta fácil de encontrar esa otra pila bautismal de la época, cuadrada, en forma de cruz griega e interiormente circular -¿la unión del cielo y la tierra mediante la cuadratura del círculo?- que reposa en solitario en un rincón de la galería.