martes, 1 de junio de 2010

Retorno a Calatañazor

No es la primera vez, ni tampoco será la última, que, cuando me refiero a ciertos lugares, utilice el axioma partir para volver, pues estoy totalmente convencido de que hay lugares que parecen haber sido especialmente creados con el imán de la nostalgia, el influjo de cuyo polo induce siempre a partir para volver. Calatañazor, sin duda, es uno de esos lugares; un lugar especial, donde el tiempo -con la relatividad que cada uno tenga a bien otorgar- parece haberse detenido irremisiblemente en un augusto y lejano idus de marzo; en un abismo medieval, si se prefiere, profundo pero probablemente intenso, cuando no rico en matices.
Hablar de matices resulta, en el fondo, caer en la trampa de mencionar los recuerdos. Y de paso, por supuesto, los sentimientos. Podría comenzar hablando de unos, para luego continuar describiendo los otros. Pero por alguna curiosa razón, pienso que sería injusto separar algo que de por sí se complementa, de manera que, ¿por qué no hablar de unos y de otros a la vez?. La cuestión, a fin de cuentas, es hablar de algo o tener algo de lo que hablar.
Hay quien piensa que en la diversidad, en la mezcolanza, está el gusto. Ignoro si mi gusto es bueno o malo, o siquiera regular. O incluso, apurando lo inapurable, y como figuraría en una cartilla militar, se me supone. Una idea aproximada, sería una opinión; cualquier opinión. Para bien o para mal, porque lo opinable, a fin de cuentas, es poco menos que estadística; y las estadísticas se han creado, bajo mi punto de vista, para aproximar o para alejar egos. Ninguna estadística es real -como tampoco ningún ego, si lo miramos desde un punto de vista ficticio-, sino tan sólo aproximada a ese otro concepto, tan relativo como el Tiempo, que conocemos con el nombre de Verdad. Los recuerdos y los sentimientos, como las estadísticas, portan una verdad relativa. De manera que nadie se extrañe, si comienzo diciendo que recuerdo mi primera visita a Calatañazor como un fortín tomado al asalto por la turista francesada; una plaga de langostas extendiendo sus antenas por unas calles con sabor a leyenda, desparramándose en oleadas por debajo de unos soportales de maderos ennegrecidos por el tiempo y tal vez -la imaginación es libre- por los humos de alguna almanzorada; casas mimosas, muy juntitas, de alquímica mezcla de piedra y adobe y ventanas repletas con macetas de vistosas flores, que tientan la mirada, pues no en vano, cuando se trata de colores, en algún momento nos posee el espíritu de Van Gogh; de tiendas que, aparte de bártulos y cosas de pueblo, deberían de vender también la ilusión de que cualquier tiempo pasado fue mejor; de melladas torres y murallas obstinadas en prolongar su agonía, siendo punto de referencia para unas aves que con elegancia sobrevuelan unos campos donde se comenta que al atardecer, el sol se desparrama en puro fuego, extendiendo su áurea capa hacia el infinito, dotando de magia ígnea a la tierra.
Imposible, por otra parte, sería pasar indiferente por la puerta de la iglesia-museo de Santa María del Castillo -en sus inicios, creo que su advocación era la de San Salvador- nacida para colegiata, y meditar sobre el simbolismo implícito, por ejemplo, en el Cristo del siglo XV clavado sobre una cruz de gajos; o detenerse a contemplar los pormenores artísticos y enigmáticos de sus dos tallas marianas de la Virgen titular, una románica y muy deteriorada y la otra gótica, ocupando el lugar de honor en el Retablo Mayor. Incluso, esas otras antiquisimas glorias románicas, como son la ermita de la Virgen de la Soledad -situada al comienzo del camino de ascenso al pueblo, aunque fuera de sus murallas-, con sus representaciones canecísticas basadas en rostros monstruosos y burlescos, y algo más allá, al pie mismo de los campos de labrantío, la irreconocible ruina de la ermita de San Juan (posiblemente, Bautista), henchidas de nostalgia y en la actualidad, albergue de rastrojos y malas hierbas...