viernes, 23 de octubre de 2009

Caltojar: arpías y románico


Confieso que el flash de la cámara se disparó por error. Lo supe apenas una fracción de segundo después, cuando percibí que una sombra dantesca profanaba la pétrea y cuasi-perfecta concavidad del ábside, mientras un grito, estridente, amenazante y de proporciones desmesuradas, me indujera a pensar que una arpía había burlado las leyes de la física y aplicándose arbitrariamente una oscura magia medieval, hubiera abandonado su destacada posición en un ignoto capitel. Hasta ese momento, no recordaba que, una vez dejada atrás con tristeza la ermita de San Baudelio -sumida en el caos provocado por su designación como una de las sedes de las Edades del Hombre- hubiéramos decidido entrar en un cine y asistir a la proyección de una nueva secuela de la saga de El Señor de los Anillos, donde hombres, hobbits, enanos, elfos y orcos pugnaban duramente por el control de la Tierra Media.

Después de la bronca, y una vez superado el estupor inicial, sí recuerdo, no obstante, que una frase de una canción de Joan Manuel Serrat se reencarnó en mi memoria, dando lugar a un sentimiento de culpa, que en modo alguno se merecía una acción, en realidad, inocente y totalmente accidental:

- Niño, deja ya de joder con la pelota...

Obvia decir, que a partir de ese momento, tuve un cierto atisbo de solidaridad con la turbación de Adán y Eva y su consiguiente expulsión del Paraíso, y abandonando la iglesia de San Miguel -por fortuna, la imagen de tan inflexible paladín celestial que domina la parte central de su pórtico de entrada, no salió detrás de mí blandiendo su espada flamígera para expulsarme del templo por sacrílego- decidí perderme por ese pequeño y hasta entonces incógnito universo de calles que constituye en sí misma la pequeña población de Caltojar.

Engalanadas, aunque sin aspavientos, para recibir la festividad del Pilar, las calles de Caltojar ofrecían un aspecto melancólico, a pesar de que jóvenes y viejos comenzaban a dejarse ver, en grupúsculos selectivos, cuidadosamente diseminados alrededor del Ayuntamiento y las calles aledañas. En éstas, y dado el evidente estado de ruina y deterioro de muchas de sus casas, en lo que bien se podría considerar como ese otro derrumbe cultural, cada día más acusado en nuestros pueblos, que supone la deserción del medio rural, sobreviven secretos a voces; ecos cada día más lejanos de un modo y de una forma de vida, que pugnan por subsistir y no terminar desapareciendo definitivamente en ese otro océano de ingratitud, que es el olvido. Me refiero, en gran medida, a esa arquitectura típica, definidamente rural -lograda a base de barro, piedra, pizarra y sudor para amasarlas- que, en primer término evidencia la unión entre el hombre y la tierra. O, apurando la expresión, la unión entre el hombre y el medio.

Ahora bien, no deja de ser una gran paradoja, observar cómo, a pesar de su tosca naturaleza, de esa humilde constitución que las caracteriza y a la vez garantiza una genuina nota de personalidad, todas ellas -enteras o en ruinas- se orientan hacia el centro geográfico del pueblo; precisamente hacia el lugar donde, lo que hace ocho siglos debería de haber sido la mejor señal de humildad hacia Dios, se convirtió, sin embargo, en un extraordinario acto de derroche, que el tiempo se encargó de convertir en Arte: precisamente el lugar de donde voluntariamente me había auto-expulsado, temiendo que las malas influencias de una arpía despertaran esa otra naturaleza afín a uno de los conceptos románicos del centauro que, lejos de ser de carácter sagitaria o positiva, obedecía más al instinto animal y de hecho violento que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro. Y el que crea lo contrario, que tire la primera piedra. Me refiero, lejos ya de más preámbulos, a la iglesia de San Miguel Arcángel.

Declarada Monumento Nacional y datada en el primer tercio del siglo XIII, los historiadores han querido ver variados tipos de influencia en su férrea constitución; entre ellas, aquéllas que denotan cierto parentesco cisterciense y, de forma mediática, referencias catalano-lombardas en cuanto a los arquillos que conforman la austera decoración de su ábside.
No obstante, medianamente acostumbrado a admirar la grandeza o la humildad afín a numerosos templos pertenecientes a este estilo arquitectónico, y también al detalle de pensar que, por dimensiones, bien podía haber constituído toda una colegiata en su momento, volvió a impresionarme algo que ya había tenido oportunidad de contemplar -con desigual, aunque parecida fortuna- un año antes: las peculiares marcas de cantería.

Especular sobre quién fue el primer grafitero de la Historia, sería una tarea tan ardua e imposible, como intentar captar en qué momento exacto de la evolución, el hombre tuvo conciencia de su propia condición, atesorando, de paso, un nuevo concepto que habría de perpetuarse hasta la actualidad: la firma personal.

Independientemente de otros conceptos asociados a ella, como el orgullo, la vanidad y el sentido estricto de la posesión, la marca entre los canteros medievales obedecía, entre otros factores, a dejar constancia de un trabajo por el que habrían de percibir un salario determinado, y también como señal de identificación entre ellos. Estas, fueron evolucionando de forma sorprendente, desde simples trazos -algunos, meros arañazos en la piedra- hasta convertirse en dibujos y formas geométricas de indudable trascendencia y complejidad. A este último tipo, pertenecía la marca con la que el gremio cantero dejó constancia de su obra en San Miguel: la espiral o caracol.

Intentando hallar una luz en esos oscuros agujeros de gusano con los que el tiempo tiende a confundir, engañosamente relativo, a todos aquellos intrépidos, cuando no locos, que pretenden vislumbrar siquiera una ínfima fracción histórica inmortalizada en un segundo, asistí, contrito y divertido a un tiempo, al desalojo del sacro recinto.

En los rostros de mis compañeros de aventura, aquéllos otros veneradores lapidum, indignación y perplejidad me confirmaron el trifunfo final de la arpía; centauros-sagitario después de todo, pudo más el interés por el conjunto histórico-artístico en el que nos encontrábamos, que dejarse llevar por unas fuegos pasionales, una vez pasadas a mejor vida las hogueras de San Juan.

Había algunos nubarrones amenazando groseramente al sol, cuando salimos de Caltojar. Eso sí, olvidada momentáneamente la desagradable experiencia vivida en la iglesia de San Miguel Arcángel, la discusión discurrió por otros derroteros más amenos, dignos de una auténtica novela de misterio: ¿era o no -nos preguntábamos todos, como Hamlet- la firma del Magister Muri, aquélla inscripción, disimulada y apenas legible, situada detrás de la iglesia, no lejos del ábside?.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Crónica de un mágico atardecer en Barca



Yo creo en la magia que, en último término, es simplemente el poder de materializar la imaginación en la realidad.
[Salvador DALÍ]
Aún antes de apearme del vehículo, ya tuve la certera sensación de que la tarde, una vez que el sol comenzaba a bostezar intentando refugiarse allá, por esa línea inalcanzable del horizonte donde van a fenecer todas las quimeras, culminaría en un decorado eminentemente mágico, digno de una tragi-comedia shakesperiana. Las sombras comenzaban a perseguir por las paredes y las aceras de las casas, a unos rayos de sol que, rezagados, intentaban hacerse fuertes entre los arcos y capiteles de la cercana iglesia de Santa Cristina, mientras el grueso de la infantería solar intentaba atrincherarse en los campos de alrededor, en un heróico aunque inútil gesto, que pretendía trascender una de las sagradas leyes del Universo.

En la quietud de la tarde, el viento era apenas un susurro que se colaba por los resquicios de puertas y ventanas, levantando pequeñas nubecillas de polvo alrededor de la sólida picota medieval. Bien mirado, y a pesar de los vehículos que, en orden de batería, se encontraban estacionados en la plaza, cualquiera hubiera llegado a la justa, funesta impresión de que ésta habría languidecido en absoluta soledad a lo largo de los siglos, de no haber tenido alguien la feliz idea de circundarla con un pequeño, aunque florido jardín.

Ese mismo viento, bien por capricho bien convertido en cómplice voluntario, si no de un sueño de verano, sí al menos de una enigmática ensoñación de otoño, parecía llevar en volandas ecos de seres inmateriales, cuya frente no había sido ungida jamás con el rito del bautismo. Cómplices, así mismo, del viento, eran esas sombras caprichosas que, emborronando las aceras y transmutándose en arlequines en las paredes, hacían pensar en el repentino despertar de entidades mitológicamente imposibles.

Diríase que Titania y Oberón, liberados de su largo, eterno sopor, acudían, cada uno por separado, a su cita detrás de la iglesia. Suavemente mecidas, las sombras de las copas de los cipreses que se reflejaban en el suelo del pórtico de entrada, semejaban alas de mariposa abatiéndose al paso de los escasos turistas que, seguramente en retirada y procedentes de la zona de Berlanga o de Gormaz, habían recalado en Barca, antes de dar por terminada su aventura cultural.
Los atlantes, esas columnas-estatua situadas en ambos meridianos de la galería, ofrecían un aperitivo cañí basado en el sol y sombra, mientras allá, en lontananza, el sol, herido mortalmente, iba desparramando su sangre por un cielo que ya comenzaba a acusar el triunfo de ese temido ejército compuesto por las sombras.
Irreal, a veces con esa misma recuperación engañosa que antecede en los enfermos terminales al último suspiro, esos campos, tanto de labranza como de barbecho, apuraban hasdta el último aliento de luz.

De regreso, y apenas iluminada por la mortecina luz de las farolas, alrededor de cuyas bombillas danzaban enloquecidamente grupúsculos de hadas que el sortilegio de un perverso hechicero había convertido en polillas, la silueta de la picota inmemorial semejaba ese árbol del ahorcado que, no obstante maldito y solitario, suspiraba a voz en grito por esa antigua ley del talión que, para acallar conciencias, algunos convenían en llamar justicia.

Abandonamos Barca, poco menos que a la vez que el humo de las últimas bocanadas de los cigarrillos se desintegraba en un universo virgen, inexplorado y repleto de misterios. A la salida del pueblo, y con un arcángel como timonel, la Virgen del Pilar, de pie, capitana en su encristalado camarote, se preparaba para una larga travesía nocturna, sin duda atraída por lejanos ruegos de marineros atrapados en aguas revueltas e infernales.

Camino de Almazán, la luna, en su papel de eterna coqueta, guiñaba el ojo a diestro y siniestro, con su cara de gitana -cara recién 'lavá'- y su lunar en la mejilla.

lunes, 19 de octubre de 2009

Retortillo de Soria

Cercano a Tiermes y rodeado de campos somnolientos que maman subterráneamente la leche cristalina de los agostados pechos de la Madre Gaia, un pueblo dormita al melancólico sol otoñal, como si de un caracol se tratara: Retortillo de Soria. De su malherido y anciano caparazón, a duras penas sobreviven unos cuernos con forma de muralla, que a base de llamar la atención sobre su estado de rancio, medieval abolengo -y sólo Dios sabe en virtud de qué suerte, y no obstante merecida prebenda oficial- afrontan una cura de emergencia, según delatan unos andamios que, cual férreas mantis religiosas de metal, se aferran con obstinada determinación a la piedra. Se trata de la llamada Puerta de Sollera, que, guardando detrás de su caparazón las últimas casas del pueblo, resulta, también, el punto de partida de un caminillo rural, arbolado y en pleno proceso de restauración también, que conduce hacia una ermita solitaria, desde la que se avista una considerable extensión esteparia, que caracteriza ésta estribación norte de la Sierra de Pela; una sierra paramérica que se prolonga, a semejanza de una columna vertebral, hacia la vecina provincia de Guadalajara.

Ahora bien, hambrientos, aunque acompañados en mente, que no en espíritu, por el fantasma del chasco culinario recibido el día anterior en el Bar-Restaurante Senderos del Cid, ubicado en la señorial ciudad de Berlanga de Duero, afrontamos un nuevo pero siempre placentero reto gastronómico -del que salimos felizmente satisfechos del Restaurante-Hostal La Muralla, regentado por Aurora y Agapito-, antes de aventurarnos a recorrer unas calles, en cuyo ambiente aún se respira el penetrante olor a leña y carbón, que despiden las chimeneas de varios hogares; el valido de las ovejas en el corral y hasta el canto intempestivo y a deshoras de un gallo con instintos de barítono.


Una penetrante soledad invade estas mismas calles a la hora de la siesta. Calles de longeva edad y naturaleza, con sus casas estrechas y apiñadas y sus fachadas desiguales, donde la cal y la piedra -cuando no, llamativas macetas de irisadas flores- combaten dignamente por sus fueros y derechos. Hay en sus dinteles, grabados anónimos que recuerdan al visitante viejas historias de cultos y supersticiones, que sustituyen a los arcanos, paganos lares protectores del hogar. Pero, sin duda, sorprende el hurto consentido de su histórica picota original, sustituida en la actualidad por un extraño, desconcertante artefacto pétreo, consistente en cilindros superpuestos, que algunos, a falta de nombre mejor, denominan lámpara.


Adosado a su molde circular, se ubica en el lugar donde la persistencia de la memoria histórica se detuvo, parece que para siempre, en aquél 1 de abril de 1939, sacrificando la plaza mayor, por la Plaza del General Franco. Transversal a ella, cual flecha falangista, la calle Primo de Rivera.

Escudos y pilares, lucen rango y privilegio en casonas de rancia idiosincracia, que aunque mudos, heridos de luz y sombra, manifiestan una genealogía de fuerza y firmeza.

En definitiva, median carácter desde su universo de contemplación. Un carácter que, a pesar de todo, viene referido por unas gentes labradas a fuego lento en el crisol milenario de un entorno multicultural, cuyo referente más cercano y a la vez incierto, lo constituye el gran enigma termesino.