viernes, 19 de junio de 2009

QUO VADIS, NUMANCIA?

Anoché soñé que volvía a las ruinas de Numancia. Pero a diferencia de otras ocasiones, en mi sueño las contemplaba desde un lugar diferente; un lugar denominado Peñarredonda. No me preguntéis por qué, pero en el sueño, era consciente de que allí, hace milenios, acampó una parte considerable del ejército invasor al mando del ejecutor de Cartago, el orgulloso general romano Escipión, conocido, también, como el Africano.
Resulta curioso, cuando no significativo, añadir que en mi sueño -lúcido, como sólo puede llegar a ser un sueño con ciertos visos de realidad- participé en una entrañable romería, antes de que mis pies pisaran por primera vez éstas solitarias parameras impregnadas de tantos recuerdos y de tanta Historia, y sobre las que tantas cosas podrían contar los pastores de antaño: aquellos por cuyas venas ha circulado siempre la auténtica sangre numantina y conocen los secretos de la tierra y del viento.
Recuerdo -como si recordar, a veces, no fuera también un sueño-, una mañana soleada, excesivamente calurosa en las horas posteriores al mediodía y una comitiva -engalanada, aunque alegre e informal- siguiendo la imagen del santo patrón: San Antonio de Padua.
En mi sueño, yo también formaba parte de esa comitiva. Estaba casi al final de la misma. Vestía un niqui blanco, a rayas; pantalones tejanos azules, cuyo logotipo -Lee- me traía a la memoria el apellido de un famoso general de la Guerra de Secesión norteamericana, y mocasines de color marrón, sin apenas tacón y muy cómodos para andar por el campo. De mi hombro, como era costumbre en mis desplazamientos en la vida real, colgaba una bolsa de color negro que contenía todo el equipo fotográfico: otro pequeño universo de sueños, formado por cámaras digitales, baterías y pilas, que todavía contenían en sus tarjetas gráficas destellos aislados de memoria, relacionados con otras gentes y otros lugares; en definitiva, con otros sueños y otros universos.
Encabezando la comitiva, la imagen del santo era transportada, según la tradición, por cuatro mujeres solteras a las que, caso de cumplirse, San Antonio otorgaría un afortunado matrimonio. ¡Cómo recuerdo unas risillas y algún que otro sonrojo femenino!.
De alguna manera, conocía el nombre del sacerdote: Don Carmelo. Y sabía, también, que llevaba muchos años oficiando la ceremonia, de manera que sus pies habían hollado numerosas veces aquéllas espectrales estepas numantinas.
En lo alto de un cerrillo, y en lugar rocoso, una pequeña ermita, de porte humilde y abolengo románico -aunque muy modificado con el tiempo, y en modo alguno equiparable a la ermita de los Santos Mártires, antiguamente de San Miguel- mantenía sus puertas abiertas, esperando un calor humano que se perpetuaba de un año para otro, sellando el vínculo de una ancestral celebración.

Fue después del ágape -aún creo saborear un exquisito plato de marmitako-, aproximadamente a esas horas en que grillos y cigarras prolongan su canto trovadoresco, como corresponde a unos cortejadores impenitentes de damas, cuando el viento, procedente de ese lugar ignoto donde los Titanes intentan en vano liberarse de las cadenas que les atan eternamente a la tierra, comenzó a susurrar lamento y poesía.
El lamento tenía voz humana y nombre propio: Mª Jesús Perex. Lo realmente curioso -cuando no desconcertante- de este tipo de sueños, vuelvo a repetir, es que el soñador es plenamente consciente de todos y cada uno de los detalles del sueño. ¿Hasta qué punto se mezclan elementos oníricos y reales?. Es un enigma. Pero en el sueño, Mª Jesús Perex interpretaba el papel de Directora de la Cátedra de Historia Antigua de la UNED, y gentilmente se prestaba a darnos una lección magistral sobre el terreno, mostrándonos, de paso, los lugares elegidos por un nuevo enemigo, seguramente más devastador que el ejército de Escipión: el cerco de la especulación urbanística.


Había tanta expresividad, tanta fuerza emotiva en sus palabras, que me estremecí. Durante unos momentos, incluso el sueño se convirtió en hechizo y abandoné el lugar en el que me encontraba -un punto de las parameras, determinado por una columna blanca- ocupando otro detrás de la empalizada numantina. Desde luego, seguía escuchando la voz de María Jesús, pero ya no la veía a ella. Frente a mí, desplegados en perfecto orden de batalla, un número indeterminado de legiones, esperaba la orden de sus comandantes para avanzar. ¿Hasta dónde llega el valor y qué es en realidad el miedo?. Visto desde la perspectiva en la que me encontraba, sentí que entre ambos sólo podía existir un factor determinante: la desesperación.

Desde aquélla parte de la empalizada -en realidad, uno de los motivos de la causa y efecto del asedio- la más precisa máquina de guerra del mundo antiguo, se preparaba para un asalto que, en teoría, habría de ser fácil. Fue en este punto donde experimenté la épica de la historia, mucho más vívida y real, que aquéllas otras tragicomedias griegas que actuaban sobre el sentimiento del repertorio en fastuosos graderíos: lluvia de flechas; proyectiles ígneos que caían sobre los tejados; gritos de agonía y muerte; elefantes pertrechados para la guerra -bestias monstruosas nunca vistas hasta entonces por los numantinos- haciendo retumbar el suelo en su avance; cohortes de soldados, escudos al frente y lanzas en ristre, avanzando inexorablemente, una vez y otra; humo, griterío, enfrentamientos cuerpo a cuerpo, festín de buitres y alimañas.

Desde mi lugar detrás de la empalizada, asistí al dolor inconmensurable de los ritos funerarios, cambiados en su forma original por necesidad: los niños enterrados en el suelo de los hogares; los cadáveres de guerreros y adultos, apilados en piras y convertidos en cenizas. Las armas de los difuntos, que tradicionalmente se rompían y se enterraban con ellos, vueltas a utilizar por otros guerreros, ante la falta de todo tipo de suministro; el hambre, terrible, dando lugar a actos impropios de canibalismo. Y después de años de desesperada resistencia, el fin.

- Hacia allí -decía María Jesús, en el momento en el que mi conciencia onírica regresó con el grupo- hacia la izquierda de las ruinas, es donde se tiene proyectado levantar el Polígono Industrial Soria II y la Ciudad del Medioambiente.

Recuerdo que pensé, llegados a este fatídico punto, que tanto el Ayuntamiento, como la Junta, estaban empeñados en conseguir lo que ningún nigromante hubiera intentado jamás, ni siquiera aunque le hubieran pagado su propio peso en oro: resucitar el fantasma de Escipión y destruir Numancia y su entorno una segunda vez.

Desperté con una inaudita mezcla de sentimientos. Por un lado, me sentía desolado al comprobar que en pleno siglo XXI, y gracias a las acciones desmesuradas y terriblemente fatídicas de algunas personas, civilización y barbarie venían a convertirse poco menos que en sinónimos. Pero también me quedaba la esperanza de que un golpe a tiempo de sensatez, mantuviera a las excavadoras lejos de aquella tierra que, aún al cabo de los siglos, son el mejor testimonio y la mejor herencia, no sólo para que el escolar soriano comprenda y viva su propia historia, sino para que esa historia sea comprendida y vivida por el resto del mundo.

Vuelvo a repetir: al igual que al santero de Gaya Nuño, me gusta ir a Numancia cuando zumba el viento, cuando cae frío de las alturas, cuando todos los elementos cooperan en hacer triste, espantosa e inerme a la ruina...

Sólo me resta añadir, que no hubiera podido describir esta experiencia, si en el sueño no hubiera recibido, también, una amable invitación de Álvaro de Marichalar. Por ello, así como por las atenciones recibidas, le doy mis más sinceras gracias.

domingo, 14 de junio de 2009

Soria: ¡no te la puedes perder!

- Despertad, mi señor Don Quijote. Está amaneciendo y el camino es largo...
- Cierto, mi fiel Sancho. ¿Hacia dónde dices que nos dirigimos?.
- Vamos a Soria, mi señor, tierra de mil y una aventuras.
- ¡Hum!, no recuerdo que mi buen amigo Cervantes la mencionara en su hidalga novela.
- Cierto, mi señor, pero como dice el refrán y sabe bien vuesa merced, nunca es tarde si la dicha es buena...
- Dices bien, mi buen Sancho. Partamos, pues, sin más pérdida de tiempo.
- ¡Ea, burro, ande!.
- Adelante, Rocinante, sigamos el camino que nos marca el horizonte. Hay mil y un entuertos que desfacer en esta tierra.

- Y bien, mi señor Don Quijote, ¿qué os parecido la ciudad de Medinaceli?.

- Gloriosa, como afirma su nombre árabe: Medinat al Salim, la Ciudad del Cielo.

- ¿Y el arco romano?. ¿Y el castillo de Almanzor?. ¿Qué me decís de su Colegiata? ¿Y de su nevero?. ¿Y de las ruinas de San Adrián?. ¿No es, acaso, todo un primor su plaza mayor, de estilo renacentista?. ¿Y los murales romanos de su Aula Arqueológica?. ¿Y el monumento a Ezra Pound, ese poeta norteamericano que oía cantar a los gallos al amanecer?...

- Maravilloso, Sancho, maravilloso. Pero te olvidas de un detalle...

- ¿De cuál, mi señor Don Quijote?.

- ¡Ah, truhán!. ¡Qué pronto has olvidado cuánto ha agradecido tu estómago los exquisitos dulces de las hermanas clarisas!.

- Cierto, mi señor. Pero ya lo dice el refrán: a Dios rogando y el estómago llenando...
- ¡Calla, malandrín!. ¿Qué ven mis ojos?. Rápido, Sancho, mis armas. Veo al frente un ejército de gigantes...

- Pero, mi señor, no son gigantes. Son molinos de viento...

- Extraños molinos, vive Dios, que parecen el brazo de un gigante y tienen los dedos de la mano afilados como cimitarras...

- Los llaman eólicos, y según dicen, proporcionan energía barata y no contaminante.

- ¡Por las barbas del Profeta, extrañas brujerías éstas de hoy en día, que causan espanto a la vista y destruyen el paisaje!.

- Mirad, mi señor, ya llegamos...

- Fijáos bien, mi fiel escudero: ¿será en nuestro honor que estas gentes tan amables cubren sus calles de banderolas de colores, en número tan generoso que parece que celebraran el triunfo en una gran batalla?.

- Son el preludio a las fiestas de San Juan, mi amo. ¿No os parece que el sol brilla de otra manera en vísperas del solsticio de verano?.

- ¡Pardiez, mi buen Sancho, que razón no os falta!. Ved cuantos pañuelos de colores se agitan en las ventanas para dar la bienvenida al visitante...

- Son flores, mi señor Don Quijote. Soria es la ciudad del color y de las flores. ¿Véis a vuestra izquierda?. Es la Alameda de Cervantes, un parque dedicado a nuestro patrón, y como el resto de la ciudad, está engalanada y dispuesta para recibir al domingo de Calderas...

- ¿Y esa fortaleza de muros semiderruídos que veo a mi derecha?. ¡Que se prepare su señor, si no es un caballero de Ley y de Fe demostradas!...

- Ved, señor, que no se trata de una fortaleza. Es la iglesia de San Francisco. Se cree que fue el propio San Francisco de Asis quien la fundó en 1214.

- Un lugar piadoso, entonces, a fe mía.

- Muy cierto, mi señor, muy cierto. Tan piadoso es, que los historiadores piensan que en algún lugar de su interior recibió cristiana sepultura el rey mallorquín Jaime IV, que falleció en Almazán en 1315...

- Ah, pero qué ven mis ojos: alguaciles del soberano de este reino...
- No son alguaciles, mi buen caballero, sino policías que velan por la seguridad de la ciudad, de sus habitantes y también de los visitantes que se acercan hasta ella con la intención de saborear su magia y su tradición...
- ¡Rediós, que un caballero no necesita un ejército, pero bueno es saber que hay gente dispuesta a acudir en su ayuda en caso de un apuro!. Decidme ahora, escudero: ¿a quién pertenece ese retrato que muestra la faz de un hombre de cabello largo, bigote fino y perilla recortada?.
- Os referís a Gustavo Adolfo Bécquer, mi señor. Poeta laureado por sus célebres Rimas y Leyendas y sus Cartas, escritas desde la celda que ocupó en el Monasterio de Veruela. ¿Véis aquél monte pelado y desierto que se alza a la izquierda del viejo puente de piedra, bajo el que discurren alegremente las cantarinas aguas del Duero?. Es el Monte de las Ánimas...
- ¿Por qué te santiguas, escudero?. ¿Qué mal temes que no pueda solucionar el filo de mi lanza?.

- Dicen que en la Noche de Difuntos, los huesos descarnados de los caballeros templarios, así como los de los nobles con los que combatieron por una cuestión de tierras, se levantan de sus tumbas y prosiguen su encarnizado combate, aterrorizando funestamente a todo aquél que se cruce en su camino...

- ¡Paparruchas, Sancho!. ¡Paparruchas!.

- Seguidme, mi señor. Ved con vuestros ojos tamaña maravilla que se encuentra justo enfrente de tan siniestro monte...

- Decidme, mi fiel Sancho: ¿qué palacio encantado es éste que estamos pisando?. ¿Son acaso los arcos del Palacio del Paraíso?.

- Mi señor, es el Monasterio de San Juan de Duero. Fue construído en los siglos XII-XIII por los caballeros de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Observad que sus arcos, de estilo mudéjar, son únicos en su género. No hallaréis obra igual en toda la geografía peninsular...

- A fe mía que esos caballeros merecen estar en la gloria de Dios por semejante hazaña. Fijáos, Sancho, ¿quién será ese caballero solitario que escribe embelesado sentado en un banco, allá, en la orilla derecha de tan generoso río?.

- Os referís, sin duda, a Don Antonio Machado, mi señor. Nadie como él supo cantarle a Soria. No se extrañe, vuestra merced, de que esté mi frente arrugada, pues yo vivo en paz con el mundo y en guerra con mis entrañas...

- Pero, ¿qué decís, mi buen escudero?. ¿Habéis perdido, acaso el juicio?.

- Quía, mi señor. Son versos de tan querido poeta. También cantaba aquellos otros que decían así: he vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, trás las murallas viejas de Soria -barbacana hacia Aragón, en castellana tierra-. Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla, tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas...

- Vive Dios, mi buen Sancho, que tienes tantas sorpresas como barriga...

- Ya lo dice el cantar, mi amo: para estar siempre alegre, es preciso beber y yantar. Pero dejadme, mi señor, dejadme que os enseñe ese camino de enamorados que alaba el poeta. Es ese mismo camino, donde él se haya sentado, que comienza cuando uno atraviesa la Puerta de San Polo, antiguo monasterio templario, y termina en aquélla ermita que véis colgada de la roca, cuál fantástica luminaria...

- A fe mía, escudero, que es una hermosa ermita. Pero, dime, ¿cuál es su cuna y su advocación?.

- Su cuna es de las más humildes, mi señor, pues en sus inicios era una simple gruta. Se llamaba San Miguel de la Peña. En el siglo XV se descubrió un cuerpo santo, que decían ser de San Saturio, un piadoso y noble godo que repartió toda su fortuna entre los pobres y se retiró a este lugar buscando la paz de Dios. Dada la vocación que tal descubrimiento provocó entre las humildes gentes de Soria, y dados, también, los milagros atribuídos al Santo, siglos después se construyó la planta superior, aquélla que tiene forma de octogono, pasando San Saturio a ser patrón indiscutible de la ciudad, y de hecho, el santo más querido en toda la provincia...

- Presto, vayamos, pues, a presentar nuestros respetos a tan noble Señor...

- Observad, Sancho. Veo la planta de otra hermosa iglesia en lo más alto de aquél cerro, al lado de lo que parecen unas murallas arruinadas...

- Cierto es, mi señor Don Quijote. Veis el Cerro del Castillo y las antiguas murallas de la ciudad. Junto a ellas, la iglesia de Nª Sª del Mirón, una virgen digna de elogio -junto con la del Espino, cuya iglesia está situada en la otra parte de la ciudad, pegando al cementerio- y con merecida fama de milagrera...

- Vayamos entonces, sin tardar, a presentarle nuestros respetos, pues no se ha de decir jamás que Don Quijote fue un bribón, que estuvo en Soria sin visitar a tan bienhechora Señora, la Virgen del Mirón.

- Bien hablado, mi hidalgo señor. Entrad y contemplad qué cuadros tan hermosos y cuán alto su valor: la Natividad, María Magdalena, Santiago Matamoros, San Antonio de Padua, Santa Teresa de Jesús... Pero mirad allí, a vuestra derecha; la ocasión la pinta calva para admirar una de las pocas representaciones de cuerpo entero de San Saturio. Y por encima de él, aunque de menor tamaño, una genuina imagen de su discípulo San Prudencio, ataviado con las vestiduras de obispo, ya que llegó a serlo de Tarazona, ciudad aragonesa, como bien sabéis, situada muy cerca del Moncayo.

- Decidme, Sancho, si aquélla hermosa y engalanada dama que ven mis ojos en el retablo situado detrás del altar, es la Dulcinea de los Cielos, por más señas, la que llaman del Mirón...

- La misma, mi señor, ataviada con su manto de verde y grana, regia corona ceñida a su frente y orbe en la mano.

- Una vez presentados mis respetos a tan galana Señora, vayamos, Sancho, hacia la Plaza Mayor. Creo ver dos enormes fieras amedrentando a la gente...

- Calmaos, caballero Don Quijote, que son leones mansos. Fijáos cómo conviven con las palomas...¿Véis?. Guardando eternamente el Ayuntamiento.

- Veo mucha nobleza en ese escudo. Rápido, decidme, Sancho, ¿a quién pertenece?.

- Es el escudo de los Doce Linajes. Mirad bien, mi señor. Está dividido en doce partes iguales, que representan a las doce familias nobles que repoblaron Soria allá por el siglo XII: Calatañazor, Barnuevos, San Llorente, Velas, Chancilleres, Cancilleres, Santa Cruz, San Esteban o Santisteban, Morales blancos o someros, Morales negros u hondoneros, Salvadores blancos y Salvadores negros...Pero acerquémonos hasta la Plaza del Rosel y los veréis al detalle uno por uno.

- A fe mía que hay Historia, y si éstas piedras hablaran, cuántas hazañas e hidalguía describirían, pues en sus armas se ve que rebosan nobleza y valor...Pero, ¡albricias!. ¿Qué ven mis ojos?. ¡Un palacio encantado!. Presto, Sancho, que seguro que hay alguna dama en apuros, pues veo unos gigantes intentando robar el blasón...

- Deteneos, mi señor, que no son gigantes malandrines, sino maceros arquitectónicos que sostienen el escudo de los condes de Gómara, pues a ellos perteneció tan emblemático edificio, mandado levantar por don Francisco López del Río en el siglo XVI, y que hoy en día es la sede del Palacio de Justicia. Pero seguidme, mi buen amo. Subamos por la calle de la Aduana hacia la iglesia de Santo Domingo...

- Hinquemos rodilla en tierra, mi fiel escudero, porque a fe mía que tenemos frente a nosotros un hermoso templo, que merece contemplación y devoción.

- Su origen se remonta al siglo XII, mi señor. En él celebraron sus nupcias Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra en 1171. Ved, mi amo, cuán hermosa portada, posiblemente modelo de la fachada de la iglesia de Nuestra Señora de Poitiers. Observadla mejor, mi señor Don Quijote. Fijáos con cuanto esmero el artista cinceló las escenas de la Asunción de la Virgen, la Anunciación, la Natividad y la Adoración de los Magos. Ved, también, entre otros muchos detalles arquitectónicos, la Pasión y la Resurrección de Nuestro Señor en aquélla última arquivolta, cerca de los veinticuatro Ancianos del Apocalipsis...

- Muy cierto, Sancho. ¡Qué destreza debió de poseer en sus manos tan portentoso cantero!. ¿Y qué maravillosa magia es esa que hace como si flotara en el aire una de las rosas más hermosas que jamás haya visto?.

- Habláis del rosetón, amo, con sus ocho radios y sus cuatro círculos concéntricos, una alegoría alquímica y virginal, de transformación y renacimiento.

- ¿Y toda aquélla gente, Sancho?.

- ¿Os referís a aquéllos que se arremolinan a la entrada de la Concatedral de San Pedro?. Gente inteligente, mi buen amo. Ahí quería yo llegar, pues reservaba para vuestra merced el acontecimiento principal que pone el broche de oro en la visita a tan emblemática ciudad: las Edades del Hombre. Una exposición única, universal, que todos deberíamos ver, al menos una vez en la vida.

- Démonos prisa, entonces, y aguardemos nuestro turno, que Don Quijote no se ha de perder semejante espectáculo.

- Ea, pues, y no se hable más, que aunque fuera sin Edades, a Soria siempre merece la pena tornar.

'Fantasias de un Caminante': Soria, 13 de Junio de 2009