miércoles, 11 de febrero de 2009

Acerca de Fray Tomás de Berlanga

Habiéndose constatado -al menos así de rotunda se muestra la historiadora Estrella Figueras en un artículo publicado en El Mundo-Diario de Soria, el pasado sábado, 7 de febrero- que la primera isla donde desembarcó el descubridor de las Galápagos fue Floreana, situada al sur del mencionado archipiélago, Berlanga de Duero vuelve a estar de moda. Así lo confirman las entusiásticas declaraciones de su alcalde, Don Álvaro López, quien no ha dudado en confirmar que la firma de hermanamiento entre ambas localidades tendrá lugar, previsiblemente, el próximo 29 de marzo, día en el que se celebra la festividad de Fray Tomás en Santa Cruz de Galápagos.
Recordemos que Fray Tomás, considerado justamente por la Historia como 'el descubridor de las Galápagos', se topó fortuitamente con éstas, cuando se dirigía hacia el Perú. Cuenta la historia, que aparte de otros objetos traídos de ese nuevo y fascinante mundo -recordemos que las Galápagos están declaradas como Patrimonio de la Humanidad, algo de lo que debiera de tomar buena nota el Ayuntamiento de Soria y la Junta de Castilla y León al proyectar barbaridades urbanísticas, como la que se pretende llevar a cabo en Numancia- los vecinos de Berlanga aún conservan, disecado, el caimán que éste se trajo en su regreso a España. El terrorífico reptil, -'el lagarto', como popularmente es conocido- puede verse en el interior de la Colegiata de Nª Sª del Mercado, edificada en el primer tercio del siglo XVI a expensas de los Marqueses de Berlanga, aprovechando las piedras de varias iglesias románicas cuyo vestigio, por desgracia, se ha perdido.
No obstante, y aparte de tan novedoso acontecimiento, Berlanga de Duero es una ciudad que siempre está de moda. A ello contribuye, notablemente, su espectacular castillo amurallado, cuyo cuerpo principal se asienta sobre un acantilado cuyo pie es recorrido, sinuosamente, por las aguas del río Bordecorex; su tradicional picota gótica, situada enfrente de la ermita de la Virgen de la Soledad; el aspecto medieval, que aún conservan muchas de sus calles, donde los escudos nobiliarios ofrecen un digno testimonio de historia y tradición; el Palacio Ducal, en tiempos residencia fortificada de los Señores de Tovar, o la Puerta Aguilera, única que se conserva de aquellas otras situadas entre las murallas que en tiempos rodeaban la ciudad.
En las cercanías, y situada en un monte en tiempos cubierto por un frondoso bosque y hoy día azotado por el viento, se encuentra la soberbia ermita mozárabe de San Baudelio, una de las sedes previstas -junto con la concatedral de San Pedro y la ermita de San Miguel, en Osma- para la celebración de las ya, en vísperas, Edades del Hombre.



martes, 10 de febrero de 2009

Pueblos de la tierra de Gómara: Ojuel

Mucho más precipitada, incluso, que mi visita a Peroniel del Campo, el demonio de la aventura también me indujo a detenerme, de regreso a Madrid, en el pueblecito gomarense de Ojuel. Bien es cierto que su imponente iglesia románica -bajo la advocación de San Pedro Apóstol- me llamó poderosamente la atención cuando me dirigía hacia Almenar.
Situada al pie mismo de la carretera nacional 234, para un amante del románico resulta imposible pasar por su lado, y no detenerse a indagar en sus encantos. No paré en la ida, pero sí es cierto que pensé hacerlo en la vuelta. Cumplidos parte de mis objetivos en Almenar, y tal y como he afirmado en mi anterior entrada, la tarjeta de visita de una previsible tormenta en ciernes, me sorprendió, en forma de agua nieve, apenas puse los pies en el suelo de Peroniel, habiendo aparcado el coche justo enfrente de la iglesia románica de San Martín.
Para cuando llegué a Ojuel, el agua nieve pareció aumentar ligeramente de intensidad y unos oscuros nubarrones -semejantes, permítaseme la licencia poética, al oscuro plumaje de las golondrinas de Bécquer- se acercaban peligrosamente al pueblo, amenazando con tomarlo al asalto de nieve. Por supuesto, y como era de esperar, ese hermano mayor y gruñón en que a veces se convierte el cierzo, no tardó, también, en hacer su aparición, y aunque frustrado, pero obstinado, me detuve apenas unos minutos para sacar la breve colección de fotografías que se muestran en el vídeo que ilustra la presente entrada.
Los elementos de interés de la iglesia parroquial de San Pedro, al menos exteriormente y referidos al ámbito de los canecillos que ilustran y decoran su pórtico de entrada, apenas dejan ya entrever la gloria artística que los animó en su día; pero entre ellos, aún se aprecia ese tipo particular de cabeza goda o celtíbera, que es muy común a otras muchas iglesias de la región, como por ejemplo, las que decoran la iglesia de Los Mártires, en Garray. No en vano, y de la misma manera que en Peroniel del Campo, por Ojuel también se supone que pasaba la calzada que unía Bilbilis con Numancia.
Entre la pequeña variedad arquitectónica de las casas, me llamó entrañablemente la atención, una casona de piedra situada junto a la iglesia -enmarcada al frente por unos campos en los que destacaba ese típico color rojizo amarronado que a veces induce a los poetas a pensar que guarda en sus entrañas la palidez del sol en el ocaso- en la que se podía apreciar el chamizo -como dirían en Asturias, que a veces la sangre tira- pegado al hogar, seguramente con los aperos de labranza en su interior, y hasta es posible que, en algún otro caso -pues salvo el sonido del viento, no se oía nada más- sirvieran también de refugio al ganado, despreocupado y retozón en su colchón de paja.
No había rastro humano alguno, aunque es posible que algunos ojos suspicaces acecharan desde detrás de alguna ventana. No obstante, y a juzgar por el humo que salía perezoso de varias chimeneas, y que el cierzo despanzurraba a su antojo enviándolo ora en mi dirección, luego en dirección contraria, no era difícil suponer que la vida se abría paso tranquilamente al calor del fuego en el hogar.
En fin, no me cabe duda de que Ojuel, cuando la nieve cubre sus campos y los tejados de sus casas, desarrolla ese tipo de vida, feliz y tranquila en el invierno, que heredaron de sus antepasados numantinos, señores del valor y de la estepa.

lunes, 9 de febrero de 2009

Almenar y el castillo cuna de Leonor

Apenas pasan algunos minutos de las diez de la mañana, y tras una breve conversación con el párroco -que me ha indicado la dirección de la ermita de la Virgen de la Llana, aunque se ha reservado, supongo que con cierta desconfianza, que él tenía la llave del cuarto donde se conservan el arcón y las cadenas de la leyenda del cautivo de Peroniel- me encuentro deambulando ensoñadoramente por esa tierra de nadie -pongámoslo entre comillas- que constituyen los campos que separan la ermita del imponente castillo.

No deja de ser una aventura emocionante pisar esta tierra cargada de Historia -y parcialmente cubierta por una espesa mortaja de rocío- mientras el cierzo, juguetón, brama a ratos, salivando una gelidez que golpea la cara y acuchilla las manos con zarpa de fiera, como diría para la ocasión un caballero legionario.

Anclado sobre la colina, el castillo se recorta sobre un cielo ceniciento. A pesar de ser uno de los mejores conservados de la provincia -no en vano, hablamos de una propiedad privada- ni estandartes ni banderolas se dejan mecer al viento. En la actualidad los visitantes, ilustres o humildes, se recrean extramuros, excepto aquellos que tienen la suerte de contar con la connivencia del dueño. Pero alrededor del castillo, todo es silencio. A medida que me acerco, tengo la impresión de que detrás de las arpilleras o de los ventanucos, unos ojos me observan con atención. Pero esa impresión no tarda en desaparecer, sustituída por la curiosa mezcla de emoción que me embarga al saberme cerca del lugar que sirvió de cuna a Leonor, esposa y musa indiscutible de Don Antonio. Sí, amigos, me refiero a Don Antonio Machado, aquél poeta inmortal, gracias a cuya influencia, cada vez que paso por Soria, no puedo evitar detenerme unos minutos en las riberas del viejo Duero para volver a ver 'los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio...'.

Como tampoco puedo olvidar, obviamente, que hasta un castillo tiene raíces. Aseveran los que entienden, que en su niñez, el castillo de Almenar fue una torre de vigía sarracena que, conectada con otras torres afines, nació para guardar el camino hacia Aragón. De esa torre, a cuyo alrededor el tiempo, unido al capricho de los hombres, hizo brotar almenas y murallas, ya no existe rastro alguno. Aunque seguramente quedara algún vestigio, allá por los siglos XII ó XIII, pues el castillo ya es mencionado en la leyenda de los Siete Infantes de Lara.

Dentro de lo que cabe, bien se puede decir que tanto leyenda como literatura fueron generosos con él, pues algunos años más allá de ese siglo XVIII en el que fue abandonado por sus entonces propietarios, otro poeta inmortal -Gustavo Adolfo Bécquer- lo utilizó como musa para varias de sus leyendas.

Y hasta es posible, como ocurre en otros lugares, que de muros para adentro, subsista alguna sombra incombustible de esa larga serie de moradores ilustres que en el ínterin de los tiempos, con su presencia, contribuyeron a darle abolengo, y hasta es posible que, como se dice en la Real Academia Española de la Lengua, a darle también esplendor.

Tal vez si escucháramos con atención a ese inconstante cierzo, que a veces te golpea y otras te acaricia, consigamos escuchar los gritos rayanos en la locura de Carlos II el Hechizado; o las confidencias de alcoba del rey Felipe V y su esposa, Doña Mª Luisa de Saboya. O, remontándonos más allá en el tiempo -que por algo la imaginación es siempre un recurso utilisimo en la mano del escritor- las conversaciones del primer señor de Almenar: Don Hernán Bravo de Lagunas.

Supongo que, después de todo, el Santuario de Nª Sª de la Llana no podía tener mejor y más celoso guardián.

domingo, 8 de febrero de 2009

Peroniel del Campo: breve visita al pueblo del cautivo

Cuando salí de la ermita de la Virgen de la Llana y dejé atrás Almenar, con su castillo oteando como un águila encima de la colina, el tiempo dejó de ser relativamente cortés, pues aunque frío, se había mantenido estable durante toda la mañana. De regreso a Soria, el agua-nieve comenzó a hacer acto de presencia, y aquélla circunstancia, lejos de tranquilizarme, me obligaba a una rápida retirada, pues aún tenía frente a mi una considerable distancia hasta Madrid. No obstante, a medida que me acercaba hasta el desvío que conducía a Peroniel del Campo, el pueblo de nuestro celebérrimo cautivo, el insaciable demonio de la aventura se impuso, una vez más, y aunque la visita fue breve, paré unos minutos: el tiempo suficiente para echar un pequeño vistazo y comprobar in situ algunos datos. En efecto, no tardé en divisar la imponente mole de la iglesia románica de San Martín, Y no muy lejos de allí, los muñones ensombrecidos del llamado 'castillo del Moro'. E incluso, algo apartada del pueblo, junto al pequeño cementerio, la ermita de la Virgen del Perpetuo Socorro...No divisé, sin embargo, esas huellas de restos de construcciones que, se supone, formaban parte de la muralla defensiva del pueblo; ni tampoco esa cruz patada que dicen que se encuentra en la fachada de la iglesia; eso sin mencionar la que también dicen que se halla en su interior...En fin, reconozco que abandoné Peroniel con la miel en los labios. Pero no importa: ahora tengo una disculpa para una visita más prolongada.