domingo, 25 de enero de 2009

Maneras de vivir: Numancia

No resulta ninguna quimera, ni siquiera ninguna licencia poética, la popular aseveración del Santero de San Saturio -inmortal personaje de Gaya Nuño- cuando afirmaba desde las páginas de tan maravilloso libro, que 'me gusta ir a Numancia cuando zumba el viento, cuando cae frío de las alturas, cuando todos los elementos cooperan en hacer triste, espantosa e inerme la ruina'. La última vez que estuve en Numancia, mientras paseaba ensoñadoramente por lo que otrora fueran sus calles, reconozco que no dejaba de pensar en estas palabras. El viento zumbaba, aunque ligera y pausadamente, sin llegar en ningún momento a amenazar con convertise en ese hermano mayor y vocinglero llamado cierzo. Aunque la mañana había amanecido fresca -no olvidemos que estamos en invierno- las nubes le habían dejado un pasillo al sol y sus rayos, más bien tibios, animaban a pasear.
Es cierto, así mismo, que apenas había visitantes, a excepción de una pareja de Logroño, a juzgar por la matrícula de su coche, y aquél detalle, lejos de decepcionarme, como debiera -no olvidemos, tampoco, que precisamente otro de los males que aqueja a Numancia, es la falta de visitantes- por una vez, me auguraba un recorrido de lo más íntimo y personal.
Las ruinas se veían hermosas, y hacia donde quiera que posara la mirada, un esplendoroso manto blanco aún daba suficiente testimonio de la intensidad de las últimas nevadas.
Situados en lo alto del trecho de muralla defensiva reconstruída por los arqueólogos, la pareja de Logroño inmortalizaba su visita a tan emblemático lugar, posando alternativamente. A escasos metros de ésta, varias casas de típica arquitectura celtíbera, cuyos tejados de ramas y paja aún se veían parcialmente cubiertos de nieve, mantenían abiertas sus puertas, invitando a echar un vistazo. Constituía una oportunidad única de disfrutar a solas de un hogar celtíbero y hacerse una idea aproximada de cómo eran sus vidas, sus costumbres, en definitiva: su manera de vivir.
¿Acaso eran tan diferentes de nosotros?, -me dije, a los pocos segundos de penetrar en una de ellas y ver cómo distribuían las diferentes estancias del lugar -entrada, salón-dormitorio, despensa- no tan diferente a como lo hacemos aún hoy. El mobiliario, escaso pero práctico y ordenado, dejaba cierta amplitud en la vivienda; amplitud que ya quisiéramos aquellos que todavía vivimos en pisos de justitos metros cuadrados.
Perfectamente ordenadas también, las armas del guerrero colgaban dispuestas de la pared: lanza, espada, escudo, cuerno y una piel de animal -probablemente de lobo- que le servía al hombre de capa y protección contra el frío. En una repisa de madera sujeta a la pared, podían observarse algunas vasijas bellamente decoradas. Y a la altura del suelo, cerca del triclinium o camastro, un plato de arcilla al que sólo le faltaban los restos del último guiso.
Pero sin duda, lo que me dejó un poco confuso, fue ver en la despensa la liebre y las truchas que colgaban de la pared. Fue una ensoñación tan real, que por un momento pensé que estaba allanando el hogar de un hombre que no tardaría en entrar por la puerta y pedirme todo tipo de explicaciones.
Algo más real y cercano, era ese entorno, infinito, natural, con cierta nobleza mágica, que se veía a través de la ventana, y cuya belleza inducía una curiosa sensación de paz.
Abandoné la casa numantina como quien se marcha de la casa de un amigo, y a medida que me encaminaba hacia la salida -por cierto, la pareja de Logroño continuaba tirándose fotos mutuamente algo más allá, entre las columnas de una casa de aspecto patricio- no dejaba de pensar: ¿es que acaso estamos tan ciegos, que no vemos lo que estamos a punto de volver a destruir?.
Supongo, querido Santero, que la próxima vez que me acerque hasta Numancia, posiblemente el aire sea igual de fresco, pero desde luego no será tan puro ni ayudará a pensar, después de que el humo de las fábricas, el ruido y la polución generada por el tráfico en el polígono, así como las heces generadas por la Ciudad del Medio Ambiente revivan por segunda vez el cerco de Escipión.