Almenar y el castillo cuna de Leonor

Apenas pasan algunos minutos de las diez de la mañana, y tras una breve conversación con el párroco -que me ha indicado la dirección de la ermita de la Virgen de la Llana, aunque se ha reservado, supongo que con cierta desconfianza, que él tenía la llave del cuarto donde se conservan el arcón y las cadenas de la leyenda del cautivo de Peroniel- me encuentro deambulando ensoñadoramente por esa tierra de nadie -pongámoslo entre comillas- que constituyen los campos que separan la ermita del imponente castillo.

No deja de ser una aventura emocionante pisar esta tierra cargada de Historia -y parcialmente cubierta por una espesa mortaja de rocío- mientras el cierzo, juguetón, brama a ratos, salivando una gelidez que golpea la cara y acuchilla las manos con zarpa de fiera, como diría para la ocasión un caballero legionario.

Anclado sobre la colina, el castillo se recorta sobre un cielo ceniciento. A pesar de ser uno de los mejores conservados de la provincia -no en vano, hablamos de una propiedad privada- ni estandartes ni banderolas se dejan mecer al viento. En la actualidad los visitantes, ilustres o humildes, se recrean extramuros, excepto aquellos que tienen la suerte de contar con la connivencia del dueño. Pero alrededor del castillo, todo es silencio. A medida que me acerco, tengo la impresión de que detrás de las arpilleras o de los ventanucos, unos ojos me observan con atención. Pero esa impresión no tarda en desaparecer, sustituída por la curiosa mezcla de emoción que me embarga al saberme cerca del lugar que sirvió de cuna a Leonor, esposa y musa indiscutible de Don Antonio. Sí, amigos, me refiero a Don Antonio Machado, aquél poeta inmortal, gracias a cuya influencia, cada vez que paso por Soria, no puedo evitar detenerme unos minutos en las riberas del viejo Duero para volver a ver 'los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio...'.

Como tampoco puedo olvidar, obviamente, que hasta un castillo tiene raíces. Aseveran los que entienden, que en su niñez, el castillo de Almenar fue una torre de vigía sarracena que, conectada con otras torres afines, nació para guardar el camino hacia Aragón. De esa torre, a cuyo alrededor el tiempo, unido al capricho de los hombres, hizo brotar almenas y murallas, ya no existe rastro alguno. Aunque seguramente quedara algún vestigio, allá por los siglos XII ó XIII, pues el castillo ya es mencionado en la leyenda de los Siete Infantes de Lara.

Dentro de lo que cabe, bien se puede decir que tanto leyenda como literatura fueron generosos con él, pues algunos años más allá de ese siglo XVIII en el que fue abandonado por sus entonces propietarios, otro poeta inmortal -Gustavo Adolfo Bécquer- lo utilizó como musa para varias de sus leyendas.

Y hasta es posible, como ocurre en otros lugares, que de muros para adentro, subsista alguna sombra incombustible de esa larga serie de moradores ilustres que en el ínterin de los tiempos, con su presencia, contribuyeron a darle abolengo, y hasta es posible que, como se dice en la Real Academia Española de la Lengua, a darle también esplendor.

Tal vez si escucháramos con atención a ese inconstante cierzo, que a veces te golpea y otras te acaricia, consigamos escuchar los gritos rayanos en la locura de Carlos II el Hechizado; o las confidencias de alcoba del rey Felipe V y su esposa, Doña Mª Luisa de Saboya. O, remontándonos más allá en el tiempo -que por algo la imaginación es siempre un recurso utilisimo en la mano del escritor- las conversaciones del primer señor de Almenar: Don Hernán Bravo de Lagunas.

Supongo que, después de todo, el Santuario de Nª Sª de la Llana no podía tener mejor y más celoso guardián.

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