domingo, 27 de diciembre de 2009

Adradas


Esta podría ser una crónica de la Soria Feliz; de esa Soria, rural y entrañable, formada por cientos de pueblecitos de peculiar y autóctona idiosincracia. Pueblecitos, como Adradas, que persisten en su resistencia a dejarse llevar por el espejismo de la suerte urbana a la que han sucumbido tantos otros, estando, otros muchos, a punto de claudicar.

No recuerdo exactamente las docenas, por no decir las centenas de veces que he circulado arriba y abajo por esta carretera N-111 que une Medinaceli con Soria capital. La he recorrido con lluvia, con nieve, con niebla y también con un calor de mil demonios -por no decir perseguido por mil danzarines boteros, por referencia al famoso Pepe y sus Calderas- y siempre, desde que comenzara a patearme esta entrañable provincia, he mirado hacia Adradas con la curiosa sensación de contemplar, en la distancia, un pueblecito de postal en el que Cronos, inexorable Señor del Tiempo, ha decidido claudicar en su imparable carrera hacia el futuro, para echarse una breve siesta en el presente, por no decir un breve, brevisimo garbeo por el pasado.

Desde luego la sensación es otra, naturalmente, una vez que se toma, con toda conciencia, la pequeña arteria que la separa de una carretera nacional en proceso de transformarse en una hidalga y distinguida autovía. Se trata de una arteria aquejada de un mal endémico que afecta a muchas, quizás demasiadas arterias de la provincia, necesitadas de la inmediata atención de los cardiólogos del MOPU. Pero seguramente, eso ya lo sepan en las urgencias vasculares gobernadas por la Junta de Castilla y León.

Una vez se alcanza el corazón de Adradas, uno no tarda en darse cuenta de que, aparte de pueblecito de postal, el Señor Cronos, viajero infatigable, después de todo, apenas ha tomado hospedaje en el pueblo; y si lo ha hecho, ha sido para dejar simple testimonio de al menos un símbolo arquitéctonico rural semiderruído a la entrada del lugar, así como algún rastrillo en la mole, inconmensurable y secular, de su amurallada parroquial. Del árbol genealógico de ésta, o en referencia a su románica añada, apenas sobreviven un pórtico de entrada, circunvalado por motivos diamantinos y un par de tristes capiteles, de los que sólo se puede conjeturar que uno de ellos -el de la derecha- debió de rendir tributo un día a la Señora Naturaleza, mostrando motivos de inequívoca procedencia vegetal. Con el capitel de la izquierda, no obstante, ocurre algo similar a lo que consta en millones de cartillas militares, en cuanto al valor se refiere: se le supone, aunque realmente, se ignora. Lo que sí destaca por encima del mencionado pórtico, sobre todo por su inmaculado colorido, es la heráldica eclesial, que muestra una mitra de obispo con una cruz patriarcal a la que escoltan -sólidas, de buena cerradura- las simbólicas llaves de Pedro, con el añadido implícito, y es de imaginar que intencionado, de mostrar hacia arriba los extremos inferiores, como si quisieran hacer bueno el concepto hermestino de que lo que está arriba es igual a lo que está abajo.
Junto a la iglesia, y a falta de arpías, dragones, serpientes, quimeras o sirenas cuya siniestra mirada distraiga la atención del ocio deportivo de los jugadores, un frontón observa con inmutable pasividad el pilón vecinal que en la actualidad posiblemente espere nostálgico un ganado que antaño acudía en tropel a saciar su sed, acuciado por la vara del pastor.
No lejos de allí, separado de la iglesia y el frontón por una enorme casona de piedra, que hace -es de buena ley añadir que sin pretenderlo- las veces de frontera urbanística, un pequeño y cuidado parque infantil, pone de manifiesto lo que a mi juicio el adradense considera su mayor y más preciado tesoro: esos niños que, en el fondo, saben que constituyen su única esperanza de continuidad y de futuro, pues a pesar de las naves industriales, los almacenes e incluso algún caminón de gran tonelaje que se pueden contemplar en las inmediaciones, su principal fuente de recursos, la agricultura, necesita, imperiosamente, sabia nueva.
Quizás sean estos detalles, así como el hecho de ser un enclave situado en las cercanías de dos núcleos poblaciones de cierta importancia -Medinaceli y Almazán- los que ayuden a mantener una imagen de pueblecito feliz y de cierto estatus, que lo diferencian, en mi opinión, de otros pequeños núcleos que se pueden encontrar por las inmediaciones.
No me crucé con nadie en Adradas, aunque sí me pareció atisbar un rostro observando a través de las cortinas de una de las ventanas de la gran casona situada enfrente de la iglesia, cuando regresaba hacia mi coche, dejando atrás el pequeño parque infantil envuelto en jirones de niebla. Tentado estuve de llamar a la puerta e intentar recabar más información del pueblo. Pero el día había amanecido intempestivo, y aunque satisfecha a medias mi curiosidad, aún tenía un largo camino por delante.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Despedida a un entrañable Peregrino: Xavier Musquera


El pasado día 10 de diciembre, un querido amigo, un Maestro Peregrino, nos decía adiós. Xavier Musquera Moreno, dibujante profesional, articulista, escritor e investigador de nuestra España mistérica emprendía, desde esa mágica Barcelona en la que tenía su residencia, su postrer peregrinaje hacia esos mundos desconocidos donde, no me cabe duda, encontrará confirmación a numerosos de los interrogantes que se planteó en vida, muchos de los cuales nos presentó de una manera sabia y metódica, como maestro del buen hacer que era.

Si hace unos meses, presentaba con orgullo la aparición de su nuevo libro, 'Ocultismo medieval' -en el que tengo el honor de figurar en el apartado Agradecimientos como 'la cara amable de Internet, infatigable buscador e impenitente viajero'- hoy, con infinita tristeza, quiero rendirle un pequeño tributo, solidarizándome con el dolor de su familia.

El motivo de hacerlo de aquí, es sencillo. Fue a través de su mención en uno de los primeros artículos de este blog de Soria se hace camino al andar, concretamente el primero que dediqué a la iglesia de San Antón de Bordejé, como Xavier, por esas extrañas casualidades que tiene la vida, localizó por internet la mencionada entrada y me escribió un amable correo. A partir de entonces, Internet se convirtió en una herramienta que fue fomentando nuestra amistad, hasta el punto de ofrecerme su casa si algún día hacía realidad mi deseo de desplazarme hasta Barcelona. No ha podido ser. Como tampoco se ha podido cumplir el ofrecimiento que me hizo este verano de escribir algo juntos, aprovechando el voluminoso archivo fotográfico que poseo, consecuencia de estos casi tres años que llevo peregrinando por esos caminos de Dios.

En realidad, conocí a Xavier, sin saberlo, hace años, muchos años, cuando siendo apenas un adolescente compraba aquélla revista pionera en España, llamada Karma-7, muchas de cuyas portadas, ignorándolo, las habían realizado sus prodigiosas manos.

Hoy, más que a un amigo, siento que despido a un Maestro. Y quiero hacerlo desde la sensibilidad de un poeta, Miguel Hernández que, lejos de levantar polvoredas de estúpido politiqueo, admiro y siento estos versos como míos:

'Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada..'.

Tenía sólo 66 años, la misma edad que mi padre cuando falleció.

Hasta siempre Amigo; descansa en paz, Compañero.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Feliz Navidad y Feliz Camino



Ambrose Bierce, escritor norteamericano con un agudo sentido satírico, definía el día de Navidad como un 'día distinguido y consagrado a la glotonería, las borracheras, el sentimentalismo, la recepción de regalos, el aburrimiento público y la vida doméstica' (1). Mi espíritu satírico, desde luego, no llega a tanto, y mi talento como escritor, tampoco. Pero dentro de mis limitaciones, reconozco que la Navidad conlleva todo eso y aún mucho más. Conlleva hacer balance y sentirse vivo; mirar atrás y pensar en todos esos buenos momentos que hemos disfrutado; en los viejos y también en los nuevos amigos que hemos encontrado; en las aventuras vividas y en la esperanza de llegar a superarlas el año que viene, que tan próximo está. También conlleva pensar que, a pesar de la crisis y de los numerosos reveses de la vida cotidiana, seguimos adelante, confiando, siempre, en mejorar. Personalmente, me enorgullece decir que, a pesar de los sacrificios, de la incertidumbre, del trabajo y de tener que bailar al son de la melodía de unos números que nunca terminan de cuadrar, me siento satisfecho con este año que está a punto de pasar a la Historia. Por eso, sólo deseo que el año que viene, si no es mejor, al menos que sea igual a este; que nos volvamos a encontrar todos con bien; que sigamos en contacto, haciendo de nuestros blogs y comentarios una herramienta de Cultura, Amistad y Solidaridad.
Sin más preámbulos, pero sí agradecido por vuestra compañía, desde este blog de Soria se hace camino al andar, os deseo a todos una muy Feliz Navidad.


(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del Diablo', Ramdon House Mondadori, 1ª Edición, octubre de 2007.


lunes, 16 de noviembre de 2009

Elegía a la Plaza de Morón de Almazán


Venid, dulces anónimos, refrenad vuestras monturas y mientras reposáis antes de perderos otra vez por esos caminos de Dios, dadme la oportunidad de presentarme. Acomodaos, si os place, en estos, mis centenarios escalones, y fijaos en mi figura: ¿habéis visto plaza más luminosa, gitana a la luz de la luna y con un cuerpo de escultura?. Y es que este sol que me dora y me calienta, nutre y acrecienta mi renacentista belleza; porque soy altiva, gallarda y tan señora, que en los escudos de mis calles resplandece, cual estrella, mi añeja nobleza.

Si de Historia os hablara, cuántas cosas, creedme, no os diría; pues incluso antes de mi gestación, fui celtíbera y también romana; odalisca mora y después, sumisa doncella cristiana, siendo los templarios -de las orgullosas órdenes militares que albergué y recuerdo- quienes con su presencia, acrecentaran en el futuro mi fama.

Renacentista, según figura en los anales, del sueño gótico aún conservo la magia que envuelve la iglesia de la Asunción, de una sola nave, capilla pentagonal y en la que proliferan los escudos de los Mendoza, familia noble de armas tomar, cuyos sepulcros se custodian en la iglesia, pues no en vano entregaron buenos diezmos para reposar en lugar de privilegio y santidad.
Y si de nobles y de hermetismo os hablara, creedme, atentos viajeros, que buen testigo fui de las andanzas de mi señor, el excéntrico marqués de Camarasa, que fuera preso en Compostela, acusado de 'meigo dado a los diablos'. ¿No me creéis?. Echad un vistazo, entonces, a la que fue su morada filosofal, farmacia en tiempos y sucursal de Caja Duero en la actualidad, y decidme si acaso no véis los símbolos en los dinteles, que no presagian, digo yo, ciencia benévola y cristiana, sino más bien esotérica e incluso pagana: ved, sobre una de las ventanas, el caballo, el rosetón, la concha y el ave. Y aquéllos otros bajorrelieves que simulan a un león intentando tragarse a la luna, a Sagitario e incluso a un ser fantástico, monstruoso, con la cola en forma de flecha. ¿Y esos símbolos con forma de espiral?. ¡Ah, oscuras cábalas, testigos de tiempos difíciles y credos prohibidos!.
¿Y del Grial?. ¿Acaso no observáis una atrevida referencia, en esa copa custodiada por dos dragones?. ¿Y más allá, por debajo de los ventanales de la iglesia, ese triángulo misterioso, símbolo de Dios?. ¿Y qué me decís de esa ninfa voluptuosa, de cintura estrecha, que ofrece a todo aquél que llega, el agua pura y fresca de su fuente?.
Pero, en fin, dado que la prisa os acucia, aprovechad a partir y que este benigno sol guíe e ilumine vuestro camino; y si con lo que os he contado, no os animáis a regresar, haciendo más pausada vuestra estancia, permitidme que os diga entonces, aunque con cierta desilusión, que quizás habéis perdido algo importante sin apenas daros cuenta: habéis perdido la emoción del misterio.
Sea, pues, y hasta la vista, que aunque dicharachera y deslenguada, nunca veréis plaza más lozana y encantada, que ésta que soy yo: la Plaza de Morón.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Perdices


A unos ocho kilómetros de distancia de Almazán, y en dirección a los campos de Gómara y más allá de estos, a la tierra de Ágreda y las estribaciones del mítico Moncayo, un pueblecito, Perdices, languidece cual cigarra calentándose bajo un sol otoñal que, amparándose en el popular refranillo alusivo a los veranos de San Martín, es incapaz de disimular su recelo a dejarse llevar por el ciclo equinoccial e inmutable de las estaciones, que prevé un largo, gélido y crudo invierno. Supliendo la carencia de atalaya mora o murallas cristianas -aparentemente- su parroquial, de origen románico y advocada, como simbólico pilar, en la figura de San Pedro, se eleva solitaria, como Torre de Hércules, sobre un altozano.

Adosado a su ábside -en cuyos contrafuertes el magíster anónimo, de alguna manera subliminal quiso jugar con la magia del hexágono- el pequeño cementerio guarda con celo el recuerdo de unos deudos para los que un día el tiempo dejó de existir y que, como diría don Antonio Machado, sus ojos volvieron a la tierra cansados de mirar sin ver.

Por inexplicable que parezca, esa ausencia temporal se tranforma en sensación de soledad, apenas se pone los pies en el pueblo. Se trata, posiblemente, de esa literaria calma chicha común a los relatos marineros, en los que el mar, de repente y por capricho, se transforma en una balsa de aceite, sin más animación que la monotonía de un oleaje que apenas levanta espuma. Ésta se transforma aquí en el polvo al que acompañan, también, las piedrecillas que levantan nuestros zapatos al caminar, mientras procedemos a desplegarnos por el perímetro acotado de un templo que, seguramente, sufra la carencia -en ocasiones bendita-, de visitantes.

Amortiguado por la distancia, el viento -sin duda en su faceta cansina y madura, antes de renacer como cierzo- trae hasta nosotros el sonido de los vehículos que, de tanto en tanto, se desplazan por la carretera general, en ambos sentidos. Unas nubes, blancas como la leche y sin señales de maldad en sus entrañas, rompen, como islas evanescentes, la monotonía de un cielo cuyo azul, y a falta de un diagnóstico mejor, parece aquejado de anémica melancolía.
No obstante su naturaleza, de una longevidad que probablemente se remonte a los albores del siglo XIII, su gallardía apenas se ve recompensada por una espadaña que, atípica en la provincia, sugiere manos procedentes de la tierra vecina, donde los hijos de Rómulo y Remo dejaron en el Acueducto un recuerdo refinado de sus siglos de dominación.
Quizás, la iglesia parroquial de San Pedro adolece de cierta falta de refinamiento que la mantienen alejada de la notoriedad de muchas otras; y sin embargo, entre sus escasos detalles ornamentales, consigue transmitir esa genuina sensación a la que a veces recurro, cuando afirmo que hasta un estilo artístico como el románico -en ocasiones tildado de frío, cuando no de aburrido- puede llegar a convertirse en un entusiasta juego de niños.
Lúdicamente interesante, resulta comprobar cómo esa musa esquiva de la iluminación, coqueta e ingobernable para más señas, otorga a su libre albedrío el babélico sentido de la interpretación.
No parece haber dudas acerca de las arpías que decoran los capiteles que coronan los contrafuertes del ábside, así como de su función simbólica, que recueda la fragilidad de ese puente imaginario que separa conceptos como virtud y pecado; los motivos vegetales, que no proliferan en número suficiente como para hacer un glosario particular de la botica medieval del lugar, pero que, sin embargo, siguen, aunque sea de manera modesta, los patrones de ese tipismo folclórico que tanto abunda en este tipo de construcciones, y que, por otra parte, volvemos a encontrar en las ménsulas que, a la manera de gárgolas, adornan los extremos de la espadaña, como cabos especialmente preparados para recibir a unos visitantes, que seguramente se preguntarán a quién representaban las cabezas que se ven también aun lado, cuando el cantero las labró y también, he aquí el rizo interpretativo, si entre los dos barbudos de los extremos, un rostro de fémina ofrece un pequeño atisbo de paz.
Apenas queda recuerdo de nuestra visita cuando, aproximadamente un suspiro después, no sin antes gastarle una pequeña broma a nuestro buenazo Alkaest en la verja del cementerio, abandonamos un pueblo en el que, tal vez por casualidad, no nos hemos cruzado con nadie. Por el camino, indignado sin provocación, como corresponde, un cánido nos escolta. Segundos después, y confundido con el polvo del camino, lo dejamos atrás.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El enigmático dintel de Fuentegelmes

Sólo nos detuvimos un minuto, el tiempo necesario para obtener las fotografías que se muestran a continuación, sin disponer apenas de más tiempo, teniendo -como al parecer, teníamos- cierta prisapor llegar a Bordecorex. Alguien -de cuyo nombre ahora no quiero acordarme, pero al que aprecio sinceramente y al que considero todo un maestro en ésta y en muchas otras materias- detuvo por sorpresa el vehículo en una de las estrechas calles de lo que se podría considerar como el centro de Fuentegelmes, y echando mano de la cámara de fotos, señaló hacia el dintel de una casa de relativa antigüedad.

No hizo falta que mencionara el motivo de tan súbita, repentina parada, porque saltaba a la vista; ahora bien, supongo que, conociendo mi interés por esos, hasta cierto punto, enigmáticos y escurridizos monjes con espuelas que, según Bécquer, fueron los templarios, insinuó con cierta malicia, aunque en modo alguno malintencionada:

- Un Baphomet...

Suponer por suponer, lo único cierto es que en el dintel en cuestón, debajo de la niña bonita -entiéndase, ese caprichoso número quince que suele dejarnos casi siempre colgados en el Bingo- una extraña e interesante grafía, me hizo recordar, por anticipado y en base a una posible y seguramente errónea asociación de ideas, uno de los lugares a los que teníamos previsto acudir al día siguiente y por el que, dicho sea de paso, he sentido siempre una especial fascinación: Tiermes.

La grafía, para más señas, y hablo en presente mientras dure, muestra a dos serpientes que se sitúan en actitud amenazadora, a ambos lados de una cabeza. Por encma de cada serpiente, se aprecia una de las denominadas flores de la vida, símbolo, por otra parte, que cuenta con una más que notable presencia a todo lo largo y ancho de la provincia.
Dejando a un lado una improbable relación con los milites templi, se me ocurre pensar, quizás, en un posile origen que habría que buscar en el yacimiento arqueológico de Tiermes, así como una probable referencia al mito de Elpha, la terrible mujer-serpiente con la que se enfrentó Álamos-Hércules, y que también se menciona en un auténtico clásico de nuestra Literatura: el Cantar de Mío Cid.
Sea como sea, he aquí un curioso y a la vez fascinante enigma, del que no dudo que se podrá hablar más en el futuro. Por lo pronto, una promesa: volver a Fuentegelmes, sacar un reportaje de pueblo e indagar.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Retorno a Caracena


Situado en un lugar desolado de las estribaciones de la Sierra de Pela, no exento de belleza y magia, Caracena es uno de los rincones supervivientes de un auténtico mundo perdido; un mundo, que aún hoy, al cabo de los siglos, permanece amarrado, inmutablemente, a ese puerto imaginario con forma de cuerno de marfil, por el que los antiguos griegos pensaban que venían los sueños.
En realidad, no deja de ser un sueño llegar a un lugar tan aislado, y sin embargo, tan rico en matices.
Increíble, por otra parte, parece el detalle de que un lugar de tales características, acreedor de tanta historia y tantos misterios asociados, apenas cuente con leyendas y tradiciones que, a fuerza de repetirse de generación en generación, la Justicia –en ocasiones tan ciega e injusta como la Historia- haya consentido en otorgar una sencilla, pero objetiva dote de realidad.
Parte de esa dote, y a falta de nuevos descubrimientos que la amplíen y la hagan definitivamente atractiva para esa interesada rama de la Ciencia, que es la Arqueología, se encuentra en un paraje cercano, que responde al nombre de Los Tolmos, donde esa pre o protohistoria, quiso preservar para el futuro los restos de un poblado de la Edad del Bronce. De la época correspondiente a la conquista romana, se sabe que éstos utilizaron como importante vía de comunicación, el cañón formado, conjuntamente, por dos maestros del taller escultórico de la Madre Gaia: el río que lleva idéntico nombre que el pueblo, y ese artista, dotado en ocasiones de un genio endiablado llamado cierzo que, seguramente procedente de las cercanas e insondables cavernas termestinas, emprendió desde el génesis la paciente acción de pulir y rematar la labor que aquél otro empezó.
Herederos de los romanos, los árabes también utilizaron ésta vía, siendo conocido el paso de Almanzor durante la realización de numerosas de las razias emprendidas contra los reinos cristianos situados más al norte. Hasta el punto de que, según la leyenda más extendida y comentada por vecinos y foráneos, el nombre del pueblo se debería, en realidad, al lamento del comandante sarraceno que, cuál Boabdil en referencia a Granada, perdió la plaza cuando los cristianos aprovecharon que la guarnición se encontraba cenando.
Cara cena, pues, para un lugar que, a pesar de todo, tuvo una considerable importancia a partir de las nébulas del siglo XII, en el que ya se comenzaban a atisbar los suficientes indicios como para preveer la realidad de una Reconquista que culminaría dos siglos más tarde con los Reyes Católicos y las famosas lágrimas del mencionado Boabdil.Del siglo XII son, así mismo, los dos magníficos ejemplares de templos románicos que, en envidiable estado de conservación, han sobrevivido a siglos de una historia nacional, que ha conocido los avatares de más guerras que épocas de bonanza, hasta el punto de que fue famoso el comentario aquél que aseguraba que no había habido una generación de españoles que no hubiera conocido una guerra: la iglesia de Santa María y la iglesia de San Pedro.

Siendo contemporáneas, resulta ciertamente desconcertante observar las características de una y otra. La de Santa María, sencilla, de nave cuadrada, tosca torre y celosías de probable origen mudéjar, sin apenas más ornamentos y escasa decoración. La de San Pedro, Monumento Nacional que, entre otras características, ofrece una de las mejores galerías porticadas de toda la provincia; motivos silentes y temática similar, aunque de menor calidad, a la que se puede apreciar en la iglesia de Santa María de Tiermes, detalle por el que algunos historiadores suponen la misma escuela, pero diferente maestro ejecutor.
Es en ésta iglesia, donde los amantes del misterio encuentran abono para todo tipo de argumentaciones y teorías encaminadas a ofrecer una supuesta relación con el Temple. En realidad, no existe una evidencia histórica, no ya que demuestre su presencia en el lugar, que no sería descabellada, sino que realmente tuvieran algo que ver con la iglesia de San Pedro. Los partidarios de tal filiación, basan el noventa por ciento de su tesis, en dos objetos determinados: la extraña figura que sobresale en su ábside, y que a simple vista nada tiene que ver con la descripción cinegética de la caza del jabalí que se observa en la secuencia que la precede, y los fragmentos de una losa sepulcral, que se conservan en el interior del templo.
La figura en cuestión, se identifica con el famoso Baphomet templario, aunque hay autores que observan ciertas similitudes con otra figura no menos enigmática y también relacionada con el esoterismo inherente a los solsticios: Jano. Hay quien también observa, una probable aunque arcaica representación de ese misterio trinitario referido a las edades del hombre.
Por otra parte, la losa a la que hacía referencia, induce a suponer que perteneció a un caballero templario, pues describe que en la pertinente sepultura –en realidad, se ignora dónde se haya ésta- yacía un caballero perteneciente a la secta mala, y el Temple, entre otras cosas, fue juzgado y disuelto por herejía.
Pero sería injusto hablar de un lugar como Caracena, y dejar a un lado esa otra parte, humana, entrañable y vital, que conforman sus múltiples matices. Como la visión del ganado pastando plácidamente en los montes y quebradas adyacentes al pueblo, custodiado por la atenta mirada del pastor, de cuya experiencia la Historia podría sacar buen partido a numerosas anécdotas que ignora y que aquél estaría encantado de contar. La mujer de mediana edad, frente surcada de arrugas y vetas níveas en el cabello, tendiendo puntualmente la ropa en un pequeño prado cubierto de arbustos, situado junto a las ruinas melladas e irreconocibles de lo que en tiempos fuera un hospital para peregrinos. El cubo casi perfecto de lo que debería ser monumento nacional, la cárcel medieval, el desapego de cuyo propietario induce a suponer que con el tiempo, sus sillares pasarán a formar parte de ese montón desmoronado de escombros históricos que jalonan la provincia. Las parras colgadas del balcón, esperando el momento de convertirse en oro líquido que se derrame suavemente por la garganta de su propietario. El río, deslizándose impasible al fondo de los barrancos, dulcemente escoltado por el susurro de los álamos que guardan sus riberas. La excursión hasta el cercano castillo, uno de los mejor conservados de la provincia, co su doble perímetro defensivo, que aún guarda la autoridad fantasmal de uno de sus más famosos propietarios -el obispo Carrillo- y desde cuyas murallas, según las malas lenguas, se despeñaba a los prisioneros sarracenos. La mirada triste y cansina del perro, tumbado al sol junto al vano de una longeva puerta de madera, de doble hoja y regusto ancestral, a duras penas respetada por el tiempo y la carcoma. La ermita de la Virgen del Monte, en completa soledad situada a las afueras del pueblo, esperando la llegada del tercer domingo de junio cuando bajen los romeros a hombros a la titular, cuya imagen, abandonada la trónica majestad románica, recibe, góticamente de pie a propios y extraños en el altar de la iglesia de San Pedro. Por no hablar de los restos de otra pequeña iglesia, de cuyas ruinas alguien se aprovechó para levantar un cobertizo en el que recoger al ganado y guardar los aperos de labranza, y cuya Virgen titula, la de la Estrella, pequeña pero majestuosa, languicede detrás de una vitrina en el monasterio de San Juan de Duero, junto al fragmento de una lápida que en tiempos cubría la sepultura de un judío llamado Abraham Satabi...
Historia y Matices: Caracena, un lugar que no te puedes perder.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Almazán

¿Se llega a conocer alguna vez a las personas?. ¿Y a esa prolongación de ellas, que en el fondo, son las ciudades?. Cuanto más antigua es una ciudad, más difícil resulta llegar a conocerla. Hay una parte de la Historia, que siempre es reacia a la hora de darse a conocer. Comparativamente hablando, se puede decir que las ciudades son, de alguna manera, semejantes a esa novia recatada que no permite que el novio la vea hasta que no se encuentran en el altar. Después, caído el velo imaginario de lo que tradicionalmente se denominaban las vergüenzas y descubierto el misterio del amor a solas, se convierten en algo más que en marido y mujer: se convierten en cómplices. Y como cómplices, comparten entrega y dedicación. He aquí, bajo mi punto de vista, donde radica el quiz de la cuestión.
Yo creo que para llegar a conocer una ciudad, es necesario, cuando no requisito imprescindible, hacerse cómplice de ella. Y no hay mejor manera de conseguirlo, que residiendo en ella, aunque sea sólo unos días, y naturalmente, perdiéndose sin prisa por ese entramado de venas y arterias que parten y confluyen de un lugar que, por sus especiales características, podemos denominar como su corazón.
Corríjaseme si me equivoco, pero en mi opinión, el corazón de Almazán lo constituye, como en cualquier ciudad o pueblo que se precie, su Plaza Mayor. La Plaza Mayor, señalada de mayor a menor importancia por la iglesia románica de San Miguel, el Palacio de los Hurtado de Mendoza y el Ayuntamiento, puede decirse que está tomada por los jesuitas. Es en el centro de ésta -con la mirada broncínea perdida en espacios indefinidos del tiempo, que posiblemente rememoren lejanas historias de evangelizaciones en Ultramar-, donde la estatua del que fuera lugarteniente y sucesor de Ignacio de Loyola, Diego Laínez, asiste impertérrita al continuo devenir de la vida en una ciudad en la que, de restos de muralla para adentro, hace sentir al visitante que el tiempo ha sido burlado por algún poderoso genio, obligándole a detenerse en algunos lugares.
Precisamente el tiempo es culpable, con su paso legionario, de haberse llevado orígenes y etimologías a esas trincheras abismales cubiertas de falsas pistas a modo de sacos terreros, donde el investigador en ocasiones tropieza con ese universo pretérito, gobernado por una musa de bastante mal carácter, y decididamente embaucadora, que algunos denominan suposición.
De tal manera, que acudiendo a ella, aunque no de muy buena gana, resulta curioso observar la falta de consenso existente entre los historiadores, en cuanto al posible origen y significado de su nombre. No está de más reseñar, que por regla general, se acepta la teoría de que el nombre, Almazán, proviene del árabe y su significado vendría a ser el fortificado, siendo necesario remontarse a los tiempos de Abderramán III, personaje al que se considera como su fundador. Otros, seguramente dejándose influenciar por ese enorme vergel que se suponía fue la Península Ibérica, tienden a considerar unos orígenes iberos o euskeras –es constatable la presencia vasca en la región, a medida que ésta se iba reconquistando, alcanzando, posiblemente, mayores proporciones en la zona del Jalón, en pueblos como Judes y Chaorna- y un significado asociado con bosque, e incluso, como han sugerido también algunos autores, con manzano.
Con o sin manzanos, parece certera la evidencia de que el cónsul romano Nobilor acampó aquí durante la campaña de Numancia, por no mencionar ese recuerdo neolítico y celtíbero, cuyas huellas se reparten por los alrededores, como piezas fundamentales de ese puzzle atemporal que constituye la protohistoria: Ambrona, Conquezuela, Miño de Medinaceli, Alcubilla de las Peñas...
Ahora bien, si de infancia protohistórica hablamos, no sería descabellado añadir que el carácter de una ciudad como Almazán, fue madurando a partir de 1098, cuando el rey Alfonso VI la reconquista, procediendo a su repoblación. A partir de aquí, es de constatar la notable presencia de las principales órdenes militares de caballería, como la Orden del Temple y la Orden del Hospital, siendo la cuna donde nació, en 1158, otra de las órdenes que adquiría también parte de gloria años más tarde: la Orden de Calatrava.
De Almazán procedían, así mismo, parte de las huestes que combatieron bajo los pendones de Castilla en la determinante batalla de las Navas de Tolosa, acaecida en julio de 1212, en la que las formidables huestes almohades sufrieron una dolorosa derrota.
Desde sus ahora derruídas murallas, dirimieron diferencias reyes como Sancho el Bravo de Castilla y Pedro de Aragón. Fue cuartel general de Pedro I el Cruel y entregada por Enrique de Trastámara al mercenario francés Beltrand Duguesclin como pago por sus servicios. En ella, residieron los Reyes Católicos en varias ocasiones, e inluso el poderoso Felipe II, muriendo en ella el dramaturgo Tirso de Molina. En 1810 fue incendiada por el general francés Régis Barthélemy Mouton-Douvernet, durante la Guerra de la Independencia, en castigo a la enconada resistencia de sus habitantes. ¿Cómo no pensar, entonces, que cuando uno camina por sus calles, es consciente de que camina sobre siglos de Historia?.
Pero si la Histria ha moldeado en fuego y coraje el carácter de sus habitantes, la religión ha hecho otro tanto, si lo consideramos desde el punto de vista de la multiculturalidad que demuestran sus templos. De ahí que, por ejemplo, en varias de sus iglesias supervivientes -entre las que destacan estilos como el románico, el gótico, el barroco y el renacentista- el arte mudéjar haya dejado fabulosas cúpulas octogonales y estrelladas, de las cuales sobresale, inconmensurable, la de San Miguel, que parece hermana de aquélla otra que se puede admirar en la iglesia del Santo Sepulcro, en Torres del Río, Navarra. Las huellas hospitalarias y el pico de los canteros como marca de identidad, en los muros de la iglesia de San Pedro; la sencilla geometría de los canecillos del ábside de Santa María de Calatañazor, semejantes, a mi modo de ver, a aquellos otros de reminiscencia templaria del monasterio de San Polo...Y también, por qué no decirlo, raíces de aquélla histórica repoblación multipoblacional que todavía deslumbran en los carteles de algunos de sus establecimientos, como ese del bar Las Meigas, sin mencionar ese canto, afable y subyugador cuando cae la noche, de ese río, generoso y persistente, que un día constituyó frontera entre reinos cristianos y moros: el Duero.


miércoles, 28 de octubre de 2009

Alrededores de San Baudelio (un vistazo interior)


Mi última visión de ese increíble lugar que, según Jacques Fontaine -una autoridad en Antigüedad Tardía y la Edad Media- encierra las fantasías barroquizantes del último mozárabe en Castilla, la ermita de San Baudelio, fue una visión surrealista, apocalíptica incluso, si tenemos en cuenta la invasión desenfrenada de que está siendo objeto, una vez convertido en parte mediática de ese gran acontecimiento cultural; de ese gran paseo histórico, denominado las Edades del Hombre.
El puente del Pilar, atípico como pocos, había sustituido la cara melancólica y lacrimosa de años anteriores, por una sonrisa tan radiante, que inducía a pensar que el eje de la Tierra hubiera invertido voluntariamente su rotación, ofreciéndonos una primavera esplendorosa, en lugar de ese misterioso y en ocasiones gélido otoño a que últimamente nos tenía acostumbrados y que, en el caso del año anterior, había sido especialmente desapacible.
En el mapa estelar de la región, Ciruela, Casillas, Caltojar y Bordecorex, parecían diminutas Pléyades, que se desvanecían en la distancia como estrellas fugaces. Más allá de éstas y de las ruinas de aspecto siniestro del antiguo convento franciscano de Piedras Albas, se hallaba la señorial Berlanga, la gran Osa Mayor, tiraba del Carro de todas ellas, aunque cobijada felizmente detrás de su castillo y de sus murallas, entre las que sobreviven -según se cuenta en las tascas, y sólo a partir de medianoche- los fantasmas de sus antiguos inquilinos, entre ellos, tan audaz como lo fuera en vida, don Rodrigo Díaz de Vivar.
Al pie de la ermita, la gente, a empellones en algunos casos, asistía a las Edades del Hombre, guardando largas colas frente a la puerta de entrada con forma de herradura. Hubo quienes, sin embargo, se retiraron al pie del desvío y, seguramente influidos por la sublime soledad del lugar, asistieron, de motu propio, a otro tipo muy diferente de edad: la Edad del Tiempo.
En los campos situados al otro lado de la carretera, en esa frontera natural señalada como un faro por una milenaria colina con inequívoca forma de palangana invertida, un olvido persa había terminado por derrotar la espartana resistencia del pequeño ejército de girasoles, que un mes antes resplandecían abriéndose a los rayos del sol. Aún haciéndose de rogar, y tomando prestada la personalidad de San Martín, por eso del veranillo, el otoño, cual tentador Mefistófeles, rondaba las ramas de álamos y chopos, transmutando el verde de sus hojas por el color marrón y amarillento de la despedida.
En la cúspide de un montículo cercano, tan inmóvil que daba la impresión de haber echado raíces en el suelo, Rafael, cámara en mano, esperaba el momento en el que el sol, liberándose de las nubes que lo ocultaban, le ofreciera una pista de ese mágico momento que implica un atisbo de eternidad; un primigenio Big-Bang, donde a un guiño de Dios, el más preciso de los mecanismos se abrió y expandió, dando lugar al Universo.
Mientras tanto, vehículos y autocares no dejaban de acudir. Sin embargo, algunos seguíamos soñando por los alrededores de San Baudelio...


martes, 27 de octubre de 2009

Bordecorex

¿Tiene la Historia una deuda con Bordecorex?. Si así fuera, cabe en la imaginación suponer lo que sería el descubrimiento arqueológico más importante, después del hallazgo de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes: el descubrimiento de la tumba de Almanzor.
No cabe duda, de que geográficamente hablando, no hay comparación posible, si se exceptúa, como adjetivo de referencia, la extrema -que no exenta de belleza- dureza del lugar. Como Caltojar, Casillas, Ciruela o Fuentegelmes, Bordecorex constituye otra de las piedras preciosas que conforman un regio cinturón imaginario, cuya hebilla, de oro puro, no sería, si no, la aparentemente humilde y no obstante excepcional, ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga.
La muerte oficial del que fuera considerado, con toda justicia, como el azote de los reinos cristianos -de sus cincuenta y dos razias o campañas militares, las más importantes fueron aquellas emprendidas contra Barcelona, Pamplona, Santiago de Compostela y San Millán de la Cogolla- se sitúa en Medinaceli, el día 11 de agosto de 1002. Demasiada precisión, en mi opinión, para no saberse con certeza dónde murió en realidad, después de la escaramuza de Calatañazor -a donde ya llegó enfermo de su última campaña por tierras de la Rioja, y que la propaganda cristiana aireó como una gran batalla- y, lo más importante, dónde fue finalmente enterrado.
Se puede decir, entonces, que con respecto a este fascinante enigma, existe una disputa, histórica y legendaria, entre la señorial Medinat al Salim y la medieval Horcecorex -con tal nombre la menciona la Crónica Silense en la época en que fue reconquistada por Fernando I- aunque personajes de la talla y relevancia de Ximénez de Rada -arzobispo de Toledo y uno de los promotores de la llamada batalla de los Tres Reyes o de las Navas de Tolosa, acaecida en julio de 1212- apostaban por la primera.
Si Medinaceli nos ha dejado testimonio de esa pluralidad cultural formada por judíos, sarracenos y cristianos, Bordecorex ha conservado -no obstante como un legado a punto de desaparecer- esa primigenia esencia medieval, que encuentra en la iglesia románica de San Miguel, su pieza más destacada.



domingo, 25 de octubre de 2009

Villasayas: románico y amabilidad

Cuesta creer que en las estepas que rodean en la actualidad Villasayas, hubiera antaño hermosos montes de pino, aunque estos fueran replantados parcialmente a mediados del siglo XX. A duras penas, y a pesar de los sucesivos añadidos que desvirtúan su verdadera esencia, sobrevive, también, buena parte del románico original de su iglesia parroquial, que se encuentra bajo la advocación de la Asunción de la Virgen.

El pueblo, que en su época de esplendor llegó a contar con más de seiscientos vecinos, se encuentra plácidamente situado a diecisiete kilómetros de Almazán; a unos ocho kilómetros de Barahona -fuera, no me cabe duda, del influjo hechicero de sus famosas brujas, y sus misteriosos, y de hecho, peligrosos pozos airones- y a apenas una treintena escasa de kilómetros de la vecina provincia de Guadalajara y dos de sus principales, cercanos e históricos referentes: Atienza y Sigüenza. De hecho, la iglesia de Villasayas dependió durante siglos del obispado de ésta última población, si bien en la actualidad, lo hace de la Diócesis de Osma.

Cualquier buscador de datos puede averigüar, simplemente tecleando el nombre y apretando un botón en su ordenador, que esos campos de variopinto color -semejantes a pecas en un terreno que alterna llanos, cuestas y barranqueras- producen, como resultado de la paciencia, el mimo y el sudor de los agricultores del pueblo, granos, legumbres y pastos de excelente calidad.

Ahora bien, exceptuando ese detalle, así como aquél otro referente a las peculiaridades del románico subyacente en su iglesia -peculiaridades, sin duda importantes, al menos en lo referido a su pórtico- escasas referencias se encuentran, no obstante, que mencionen, siquiera de pasada, el que en mi opinión es el mejor producto de ésta tierra: sus gentes.

Hay algunos autores -como es el caso de Alejandro Jodorowsky, a la sazón, escritor y psicomago- que, refiriéndose a ese singular universo simbólico constituido por los nombres, opinan que el nombre que se pronuncia, sólo manifiesta la individualidad ilusoria de la persona, siendo de especial relevancia, ese otro nombre, individual y secreto, que acompaña al espíritu en el mismo momento de nacer y determina el valor y las cualidades de la persona durante toda su vida. Superstición o psicomagia, no deja de ser un hecho verídico, que tal creencia hizo mella en numerosas culturas de la antigüedad, sobreviviendo en la actualidad en algunas etnias y sociedades. Por ejemplo, en algunas tribus animistas africanas, donde se considera un completo tabú, pues conocer el nombre oculto de la persona, otorga poderes sobrenaturales sobre él.

¿Existía una forma de pensamiento similar en nuestros abuelos y tatarabuelos, cuando bautizaban a sus hijos con nombres que en la actualidad nos pueden parecer feos, raros o incomprensibles?. Es posible. Ahora bien, se supone que, de origen griego -algunos dicen que germano, y es que, en el fondo internet no deja de ser en gran medida otra pequeña Babel- Edelia significa, textualmente, la agradable, la dulce. En el caso que nos ocupa, y referido a la guía, o mejor dicho, a la persona bajo cuya responsabilidad descansa la lleve y el consentimiento de apertura y visita a la iglesia, nombre y personalidad coinciden, hasta tal punto, que no deja de ser paradójico, comprobar ésta disparidad de caracteres en pueblos situados tan cerca. Me refiero -generalizadon, única y exclusivamente a las personas responsables de la iglesia- a Caltojar y tomo como referencia mi anterior entrada.

La amabilidad, no obstante, vista como un símbolo que no me es desconocido en la provincia -sería muy injusto, si no hiciera esta pequeña aclaración- adquiere en ésta sencilla mujer, en Edelia, características poco menos que mesiánicas, pues da la sensación, al verla, de encontrarse uno frente a una persona feliz, que atrae la simpatía irremisiblemente, primero con una sonrisa, que se eterniza durante toda la visita, y después, con esa mezcla de placidez y orgullo con la que muestra sin reparo todos los rincones del templo, incluido el campanario.

No deja de ser toda una aventura, tener la oportunidad de acceder a un lugar privilegiado y contemplar, en toda su extensión, un pueblo y el entorno que lo rodea. A falta de castillo, la torre de la iglesia constituye un auténtico balcón panorámico donde, si no a vista de águila, sí al menos a vista de paloma -afortunadamente, los excrementos adheridos a los escalones estaban secos como costras- se tiene la oportunidad de echar un somero vistazo a un mundo en cuyas soledades, la Historia quiso dejar episodios de épica magnitud.

En la distancia, una colina con forma de palangana invertida, sirve como punto de referencia para situar un lugar majestuoso y humilde; un lugar, remedo de iglesia y mezquita, que indica que incluso en época de extrema violencia, hubo gente que creyó en esa utópica alianza de civilizaciones: San Baudelio de Berlanga.
Aprovechando dicha referencia, y teniendo siempre presente que esas soledades continúan siendo Caminos del Cid, no es difícil situar mentalmente las poblaciones más emblemáticas: Berlanga de Duero, Casillas, Caltojar, Fuentegelmes, Bordecorex...
Precisamente, de la parte de atrás del pueblo, una pista conduce hasta Bordecorex, atravesando primero el corazón de otro pequeño, pacífico y solitario pueblecito, a cuyos álamos, situados en la frontera que conforman los campos de sembrado y de barbecho, el otoño va pintando canas: Fuentegelmes.
La congoja también constituye un precio a pagar a todo aquél que se atreve a mirar más de cerca, cuando se observan numerosas melladuras que a duras penas disimulan el rojo abrasado por el sol, de los tejados de aquellos villasayeses cuya bendita obstinación hace que el pueblo aún sobreviva con cierta amplitud de habitantes. Son hogares abandonados, cuyas intimidades, una vez hundidas las vigas y amontonados en el suelo los tejados, miran silenciosamente a las estrellas, posiblemente en un intento baldío por localizar aquellas en las duermen el sueño de los justos los que otrora fueran sus moradores.
Pero, sin duda, y en este detalle se puede entender perfectamente el orgullo de Edelia, una estrella más cercana sobrevive con obstinada determinación también, luciendo, cuál enigma, una seña de identidad procedente, con toda probabilidad, de un lugar que metafóricamente, aparte de su nombre real, es conocida como la verde Erín. No se haya en los atlantes que, severamente dañados por el martillo bárbaro de algún Sansón, pleno de músculo pero carente de sensibilidad y de cerebro, vigilan con irreversible mutismo el alfa y el omega de la galería porticada, en cuyo centro, y de cara al exterior, en la denominada clave del arco, tres bajorrelieves representan la Anunciación y el sueño de San José. Ni en los motivos, variados y donde tampoco faltan referencias gráficas a las terribles arpías, que decoran sus capiteles.
Me refiero a ese testimonio, notable y primorosamente labrado que, aguantando milagrosamente los embites del tiempo y la barbarie nos presenta, desde el arte desarrollado en su bifolios, sus grifos y en la enigmática dama que cabalga uno de ellos con una porra en la mano -¿la reina Boadicea?- una posible pista acerca del origen irlandés de sus constructores: la portada.
Una vez franqueado el umbral, y aún deslumbrado por la maravilla que representa la mencionada portada, viene a resultar poco menos que una costumbre, encontrarse con habituales compañeros de las iglesias del Camino -San Roque, San Sebastián y San Miguel- que recuerdan que, a pesar del placer, el tiempo es oro y hay mucho trecho todavía por recorrer.
Próxima parada: Bordecorex.

viernes, 23 de octubre de 2009

Caltojar: arpías y románico


Confieso que el flash de la cámara se disparó por error. Lo supe apenas una fracción de segundo después, cuando percibí que una sombra dantesca profanaba la pétrea y cuasi-perfecta concavidad del ábside, mientras un grito, estridente, amenazante y de proporciones desmesuradas, me indujera a pensar que una arpía había burlado las leyes de la física y aplicándose arbitrariamente una oscura magia medieval, hubiera abandonado su destacada posición en un ignoto capitel. Hasta ese momento, no recordaba que, una vez dejada atrás con tristeza la ermita de San Baudelio -sumida en el caos provocado por su designación como una de las sedes de las Edades del Hombre- hubiéramos decidido entrar en un cine y asistir a la proyección de una nueva secuela de la saga de El Señor de los Anillos, donde hombres, hobbits, enanos, elfos y orcos pugnaban duramente por el control de la Tierra Media.

Después de la bronca, y una vez superado el estupor inicial, sí recuerdo, no obstante, que una frase de una canción de Joan Manuel Serrat se reencarnó en mi memoria, dando lugar a un sentimiento de culpa, que en modo alguno se merecía una acción, en realidad, inocente y totalmente accidental:

- Niño, deja ya de joder con la pelota...

Obvia decir, que a partir de ese momento, tuve un cierto atisbo de solidaridad con la turbación de Adán y Eva y su consiguiente expulsión del Paraíso, y abandonando la iglesia de San Miguel -por fortuna, la imagen de tan inflexible paladín celestial que domina la parte central de su pórtico de entrada, no salió detrás de mí blandiendo su espada flamígera para expulsarme del templo por sacrílego- decidí perderme por ese pequeño y hasta entonces incógnito universo de calles que constituye en sí misma la pequeña población de Caltojar.

Engalanadas, aunque sin aspavientos, para recibir la festividad del Pilar, las calles de Caltojar ofrecían un aspecto melancólico, a pesar de que jóvenes y viejos comenzaban a dejarse ver, en grupúsculos selectivos, cuidadosamente diseminados alrededor del Ayuntamiento y las calles aledañas. En éstas, y dado el evidente estado de ruina y deterioro de muchas de sus casas, en lo que bien se podría considerar como ese otro derrumbe cultural, cada día más acusado en nuestros pueblos, que supone la deserción del medio rural, sobreviven secretos a voces; ecos cada día más lejanos de un modo y de una forma de vida, que pugnan por subsistir y no terminar desapareciendo definitivamente en ese otro océano de ingratitud, que es el olvido. Me refiero, en gran medida, a esa arquitectura típica, definidamente rural -lograda a base de barro, piedra, pizarra y sudor para amasarlas- que, en primer término evidencia la unión entre el hombre y la tierra. O, apurando la expresión, la unión entre el hombre y el medio.

Ahora bien, no deja de ser una gran paradoja, observar cómo, a pesar de su tosca naturaleza, de esa humilde constitución que las caracteriza y a la vez garantiza una genuina nota de personalidad, todas ellas -enteras o en ruinas- se orientan hacia el centro geográfico del pueblo; precisamente hacia el lugar donde, lo que hace ocho siglos debería de haber sido la mejor señal de humildad hacia Dios, se convirtió, sin embargo, en un extraordinario acto de derroche, que el tiempo se encargó de convertir en Arte: precisamente el lugar de donde voluntariamente me había auto-expulsado, temiendo que las malas influencias de una arpía despertaran esa otra naturaleza afín a uno de los conceptos románicos del centauro que, lejos de ser de carácter sagitaria o positiva, obedecía más al instinto animal y de hecho violento que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro. Y el que crea lo contrario, que tire la primera piedra. Me refiero, lejos ya de más preámbulos, a la iglesia de San Miguel Arcángel.

Declarada Monumento Nacional y datada en el primer tercio del siglo XIII, los historiadores han querido ver variados tipos de influencia en su férrea constitución; entre ellas, aquéllas que denotan cierto parentesco cisterciense y, de forma mediática, referencias catalano-lombardas en cuanto a los arquillos que conforman la austera decoración de su ábside.
No obstante, medianamente acostumbrado a admirar la grandeza o la humildad afín a numerosos templos pertenecientes a este estilo arquitectónico, y también al detalle de pensar que, por dimensiones, bien podía haber constituído toda una colegiata en su momento, volvió a impresionarme algo que ya había tenido oportunidad de contemplar -con desigual, aunque parecida fortuna- un año antes: las peculiares marcas de cantería.

Especular sobre quién fue el primer grafitero de la Historia, sería una tarea tan ardua e imposible, como intentar captar en qué momento exacto de la evolución, el hombre tuvo conciencia de su propia condición, atesorando, de paso, un nuevo concepto que habría de perpetuarse hasta la actualidad: la firma personal.

Independientemente de otros conceptos asociados a ella, como el orgullo, la vanidad y el sentido estricto de la posesión, la marca entre los canteros medievales obedecía, entre otros factores, a dejar constancia de un trabajo por el que habrían de percibir un salario determinado, y también como señal de identificación entre ellos. Estas, fueron evolucionando de forma sorprendente, desde simples trazos -algunos, meros arañazos en la piedra- hasta convertirse en dibujos y formas geométricas de indudable trascendencia y complejidad. A este último tipo, pertenecía la marca con la que el gremio cantero dejó constancia de su obra en San Miguel: la espiral o caracol.

Intentando hallar una luz en esos oscuros agujeros de gusano con los que el tiempo tiende a confundir, engañosamente relativo, a todos aquellos intrépidos, cuando no locos, que pretenden vislumbrar siquiera una ínfima fracción histórica inmortalizada en un segundo, asistí, contrito y divertido a un tiempo, al desalojo del sacro recinto.

En los rostros de mis compañeros de aventura, aquéllos otros veneradores lapidum, indignación y perplejidad me confirmaron el trifunfo final de la arpía; centauros-sagitario después de todo, pudo más el interés por el conjunto histórico-artístico en el que nos encontrábamos, que dejarse llevar por unas fuegos pasionales, una vez pasadas a mejor vida las hogueras de San Juan.

Había algunos nubarrones amenazando groseramente al sol, cuando salimos de Caltojar. Eso sí, olvidada momentáneamente la desagradable experiencia vivida en la iglesia de San Miguel Arcángel, la discusión discurrió por otros derroteros más amenos, dignos de una auténtica novela de misterio: ¿era o no -nos preguntábamos todos, como Hamlet- la firma del Magister Muri, aquélla inscripción, disimulada y apenas legible, situada detrás de la iglesia, no lejos del ábside?.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Crónica de un mágico atardecer en Barca



Yo creo en la magia que, en último término, es simplemente el poder de materializar la imaginación en la realidad.
[Salvador DALÍ]
Aún antes de apearme del vehículo, ya tuve la certera sensación de que la tarde, una vez que el sol comenzaba a bostezar intentando refugiarse allá, por esa línea inalcanzable del horizonte donde van a fenecer todas las quimeras, culminaría en un decorado eminentemente mágico, digno de una tragi-comedia shakesperiana. Las sombras comenzaban a perseguir por las paredes y las aceras de las casas, a unos rayos de sol que, rezagados, intentaban hacerse fuertes entre los arcos y capiteles de la cercana iglesia de Santa Cristina, mientras el grueso de la infantería solar intentaba atrincherarse en los campos de alrededor, en un heróico aunque inútil gesto, que pretendía trascender una de las sagradas leyes del Universo.

En la quietud de la tarde, el viento era apenas un susurro que se colaba por los resquicios de puertas y ventanas, levantando pequeñas nubecillas de polvo alrededor de la sólida picota medieval. Bien mirado, y a pesar de los vehículos que, en orden de batería, se encontraban estacionados en la plaza, cualquiera hubiera llegado a la justa, funesta impresión de que ésta habría languidecido en absoluta soledad a lo largo de los siglos, de no haber tenido alguien la feliz idea de circundarla con un pequeño, aunque florido jardín.

Ese mismo viento, bien por capricho bien convertido en cómplice voluntario, si no de un sueño de verano, sí al menos de una enigmática ensoñación de otoño, parecía llevar en volandas ecos de seres inmateriales, cuya frente no había sido ungida jamás con el rito del bautismo. Cómplices, así mismo, del viento, eran esas sombras caprichosas que, emborronando las aceras y transmutándose en arlequines en las paredes, hacían pensar en el repentino despertar de entidades mitológicamente imposibles.

Diríase que Titania y Oberón, liberados de su largo, eterno sopor, acudían, cada uno por separado, a su cita detrás de la iglesia. Suavemente mecidas, las sombras de las copas de los cipreses que se reflejaban en el suelo del pórtico de entrada, semejaban alas de mariposa abatiéndose al paso de los escasos turistas que, seguramente en retirada y procedentes de la zona de Berlanga o de Gormaz, habían recalado en Barca, antes de dar por terminada su aventura cultural.
Los atlantes, esas columnas-estatua situadas en ambos meridianos de la galería, ofrecían un aperitivo cañí basado en el sol y sombra, mientras allá, en lontananza, el sol, herido mortalmente, iba desparramando su sangre por un cielo que ya comenzaba a acusar el triunfo de ese temido ejército compuesto por las sombras.
Irreal, a veces con esa misma recuperación engañosa que antecede en los enfermos terminales al último suspiro, esos campos, tanto de labranza como de barbecho, apuraban hasdta el último aliento de luz.

De regreso, y apenas iluminada por la mortecina luz de las farolas, alrededor de cuyas bombillas danzaban enloquecidamente grupúsculos de hadas que el sortilegio de un perverso hechicero había convertido en polillas, la silueta de la picota inmemorial semejaba ese árbol del ahorcado que, no obstante maldito y solitario, suspiraba a voz en grito por esa antigua ley del talión que, para acallar conciencias, algunos convenían en llamar justicia.

Abandonamos Barca, poco menos que a la vez que el humo de las últimas bocanadas de los cigarrillos se desintegraba en un universo virgen, inexplorado y repleto de misterios. A la salida del pueblo, y con un arcángel como timonel, la Virgen del Pilar, de pie, capitana en su encristalado camarote, se preparaba para una larga travesía nocturna, sin duda atraída por lejanos ruegos de marineros atrapados en aguas revueltas e infernales.

Camino de Almazán, la luna, en su papel de eterna coqueta, guiñaba el ojo a diestro y siniestro, con su cara de gitana -cara recién 'lavá'- y su lunar en la mejilla.

lunes, 19 de octubre de 2009

Retortillo de Soria

Cercano a Tiermes y rodeado de campos somnolientos que maman subterráneamente la leche cristalina de los agostados pechos de la Madre Gaia, un pueblo dormita al melancólico sol otoñal, como si de un caracol se tratara: Retortillo de Soria. De su malherido y anciano caparazón, a duras penas sobreviven unos cuernos con forma de muralla, que a base de llamar la atención sobre su estado de rancio, medieval abolengo -y sólo Dios sabe en virtud de qué suerte, y no obstante merecida prebenda oficial- afrontan una cura de emergencia, según delatan unos andamios que, cual férreas mantis religiosas de metal, se aferran con obstinada determinación a la piedra. Se trata de la llamada Puerta de Sollera, que, guardando detrás de su caparazón las últimas casas del pueblo, resulta, también, el punto de partida de un caminillo rural, arbolado y en pleno proceso de restauración también, que conduce hacia una ermita solitaria, desde la que se avista una considerable extensión esteparia, que caracteriza ésta estribación norte de la Sierra de Pela; una sierra paramérica que se prolonga, a semejanza de una columna vertebral, hacia la vecina provincia de Guadalajara.

Ahora bien, hambrientos, aunque acompañados en mente, que no en espíritu, por el fantasma del chasco culinario recibido el día anterior en el Bar-Restaurante Senderos del Cid, ubicado en la señorial ciudad de Berlanga de Duero, afrontamos un nuevo pero siempre placentero reto gastronómico -del que salimos felizmente satisfechos del Restaurante-Hostal La Muralla, regentado por Aurora y Agapito-, antes de aventurarnos a recorrer unas calles, en cuyo ambiente aún se respira el penetrante olor a leña y carbón, que despiden las chimeneas de varios hogares; el valido de las ovejas en el corral y hasta el canto intempestivo y a deshoras de un gallo con instintos de barítono.


Una penetrante soledad invade estas mismas calles a la hora de la siesta. Calles de longeva edad y naturaleza, con sus casas estrechas y apiñadas y sus fachadas desiguales, donde la cal y la piedra -cuando no, llamativas macetas de irisadas flores- combaten dignamente por sus fueros y derechos. Hay en sus dinteles, grabados anónimos que recuerdan al visitante viejas historias de cultos y supersticiones, que sustituyen a los arcanos, paganos lares protectores del hogar. Pero, sin duda, sorprende el hurto consentido de su histórica picota original, sustituida en la actualidad por un extraño, desconcertante artefacto pétreo, consistente en cilindros superpuestos, que algunos, a falta de nombre mejor, denominan lámpara.


Adosado a su molde circular, se ubica en el lugar donde la persistencia de la memoria histórica se detuvo, parece que para siempre, en aquél 1 de abril de 1939, sacrificando la plaza mayor, por la Plaza del General Franco. Transversal a ella, cual flecha falangista, la calle Primo de Rivera.

Escudos y pilares, lucen rango y privilegio en casonas de rancia idiosincracia, que aunque mudos, heridos de luz y sombra, manifiestan una genealogía de fuerza y firmeza.

En definitiva, median carácter desde su universo de contemplación. Un carácter que, a pesar de todo, viene referido por unas gentes labradas a fuego lento en el crisol milenario de un entorno multicultural, cuyo referente más cercano y a la vez incierto, lo constituye el gran enigma termesino.



sábado, 17 de octubre de 2009

Anoche soñe que volvía a los Arcos de San Juan

Anoche soñé que volvía a los Arcos de San Juan. Recuerdo que en mi sueño, creí escuchar una sinfonía fantástica compuesta de latiguillos, campanillas y cascabeles cuando pisé la grabilla al comienzo de la senda arbolada que conduce al arcano recinto hospitalario. Era el viento, que al colarse entre las ramas de los árboles, hacía que las hojas cantaran como frágiles divas. Me resultó extraño no ver gatos junto a la verja de entrada. Tampoco se veía ninguno solazándose marrullero contra el lomo malherido de un chopo centenario, del que siempre he creído que albergaba duendes junto a su colapsado corazón. Más tarde averigüé el por qué de ésta inusitada deserción felina: estaban todos en un rincón del claustro, dormitando plácidamente al sol. No obstante, creí percibir que algo había cambiado en su estricta, desapegada educación. Si por regla general, siempre eludían cualquier contacto humano que no fuera con el guarda del recinto, aquél que precisamente los mimaba y les echaba de comer, ahora simplemente se limitaban a ignorar a todos aquellos que, caminando como autómatas entre los mágicos arcos del claustro, pasaban por su lado, bloqueando con su sombra los benéficos rayos del sol. Alguno, incluso, se dejaba acariciar el lomo blanquinegro, aunque supuse que sería porque estaba profundamente dormido, entregado a sueños con sabor a ratón y eróticas galanterías a la luz de la luna.

Frente a mi, al otro extremo de la carretera que se dirige a Almajano, y más allá, hacia las misteriosas merindades de Narros, Suellacabras y El Espino -pueblo envías de extinción y receloso de los forasteros-, la visión del Monte de las Ánimas, me sobrecogió. No lo puedo evitar: los lugares asociados a historias sobrenaturales me atraen, a la vez que me estremecen. Como admirador de Gustavo Adolfo Bécquer, he de reconocerlo: siempre que acudo al monasterio de San Juan de Duero -sea en persona o a través del cuerno de marfil de los sueños- no puedo evitar mirar hacia el muñón maldito del Monte de las Ánimas y pensar en las almas condenadas de aquéllos belicosos frailes con espuelas, tal y como Bécquer denominaba a los templarios.



Apenas el otoño había hecho acto de presencia, y la festividad de Todos los Santos estaba a la vuelta de la esquina:

'¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana,
¡tan bella! bajo la luna...

Recordando esos versos de Machado, no pude por menos que preguntarme cómo estaría la luna en esa noche tenebrosa, llena de presagios, rogativas y lamentos. 'La campana de la Audiencia da la una'... ¡Crack!, me sobresalté, cuando, inesperadamente, una ramilla seca crujió bajo mis pies. Sin darme cuenta, estaba vagando por la hierba agonizante del edículo central del claustro. Una lápida anónima, cuya cabecera posiblemente estuviera orientada hacia el este en su día, mirando hacia Jerusalén, aparte de sobresaltarme, me recordó que incluso el frío aliento de la muerte era lo suficientemente poderoso como para colarse e instalarse en un lugar sagrado.
Frente a la sepultura, y en la columna de uno de los capiteles, un cantero anónimo y piadoso había dibujado una rosa con su cincel. Una rosa de piedra, una rosa eterna: el único tributo floral dedicado para siempre al recuerdo de unos monjes-guerreros olvidados hacía centurias.
Luego eché un vistazo a los motivos de los capiteles situados del lado de la iglesia. Entre la inconmensurable botica medieval que la mayoría de ellos lucía como motivo, varias arpías clavaban su gélida mirada, en algún caso desfigurada, sobre mí, mientras que otras bestias de lomos enfermos, leprosos de tiempo, intemperie y descuido, intentaban alzar un vuelo imposible, ofreciendo a la imaginación un mensaje indeterminado y surrealista. Goya hablaba de los monstruos de la Razón; por aquél entonces, y motivado por las circunstancias, yo sólo pensaba en los monstruos del Románico: ¿están ahí para asustarnos, o para decirnos lo que podemos llegar a ser?.
Perfección, peso, medida...palabras que, procedentes de un documental que se proyectaba en el interior de la iglesia, me hicieron recordar aquella famosa frase de Salvador Dalí: 'Pintores, no temáis la perfección, no la lograréis nunca'. Contemplando la perfecta belleza de los Arcos, me pregunté qué hubiera pensado Dalí de aquéllos maestros canteros de origen mudéjar, que cuando terminaron una obra perfecta, poco podían imaginarse que la ignorancia la convirtiera en redil de ganado primero, y espejismo de turistas después.
Desperté cuando ya los rayos del sol entraban generosos por mi ventana, segundos o una eternidad antes de que, declinando, estos mismos rayos dotaran de silencio y tintura africana a unos arcos que, en paz de turistas, se preparaban para recibir, a la luz de la luna, los susurros familiares de sus fantasmales inquilinos. Ahora bien, ¿fue un sueño, o como diría Carlos Castaneda, fui víctima consciente de una mágica ensoñación?.

jueves, 15 de octubre de 2009

Regreso a Termancia




Han transcurrido más de dos mil años desde aquellos idus de marzo del año 141 antes de Cristo, cuando los termestinos empujaron al general romano Quinto Pompeyo y a su ejército contra un precipicio, obligándole a desistir de su empeño de conquistar la ciudad, haciendo que se retirara a las proximidades de Numancia.

Posteriormente, ya en el siglo XII, un auténtico mito nacional, el Cid Campeador, pasa por Tiermes, segun queda reflejado en el Cantar:


Assiniestro dexan Agriza

que Álamos pobló.

Allí (son) los cannos

do a Elpha encerró...


Según afirman Alberto Bescós Corral, Santiago Martínez Caballero y Arturo Aldecoa Ruiz en el monográfico Gentes de Tiermes, editado por la Consejería de Cultura y Turismo y la Junta de Castilla y León, 'Álamos sería un alter ego de Hércules, explicación del origen de la ciudad, y Elpha (Elfa) una suerte de ser maligno o mujer-serpiente similar a las Lamias, tan comunes en la mitología española, ligadas a pantanos, bosques oscuros, cuevas o antros'.


Mitos que, aunque conocidos en la época por caballeros y juglares, se ha perdido la memoria de muchos de ellos hoy en día. Aún así, muchos de los que han sobrevivido a este olvido, como el mencionado de la pérfida Elfa, no dejan de ser percibidos, o mejor dicho, intuídos, cuando uno pisa Tiermes y su fantástico entorno.


La Naturaleza, tan sabia como extraña e incluso excéntrica a veces, juega aquí un papel esencial. Hace, en la misteriosa alquimia de sus estaciones, la Gran Obra Filosófica, jugando con las sombras, los matices, y por supuesto, con la luz.


De la belleza que se desprende de este monumental atanor, da fe la emoción, no sólo del visitante que acude por primera vez a contemplar esta increíble ciudad troglodita, sino también, la de aquél otro que, aún habiéndolo hecho en más ocasiones, sabe que siempre hay motivo y lugar para dejarse sorprender.


Poco importa ver desiertos los graderíos de su circo, allá, en las extremidades de la Puerta del Sol; o las olvidadas cañerías pétreas que ya no llevan agua a las termas donde sus antiguos habitantes se abandonaban al placer del baño y la conversación; tampoco importa si de los abandonados hogares ya no sale humo, ni olores a cocina y condimento; tampoco, si el agua no discurre ya alegremente por el acueducto ni sus galerías subterráneas...Importa saber, que por poco que se agudice el oído, uno puede sentir, latente, como su corazón de piedra, a los antiguos lares protectores del hogar. Es cierto que no los ve, pero sabe que están ahí, atrapados en una remota dimensión del tiempo. Que sus susurros se mezclan con el viento que se cuela entre los recovecos de la roca, llevándose lejos arcanos recuerdos, oscuras magias y olvidados secretos, algunos de los cuales se entretienen allá lejos, meciéndose lastimeramente entre las hojas de una hilera de árboles que ya comienzan a amarillear, vistiéndose de otoño. Otros se pierden aún más allá, junto a unas rocas cuyo color parece transmutarse en fuego vivo a medida que reciben el beso ígneo de los últimos rayos del sol.


Las sombras son un borrón de tinta que conforma extrañas, inquietantes siluetas, cuando los últimos visitantes abandonan el lugar, dejando descansar a los fantasmas, mientras en el horizonte, por las cercanías de la Sierra de Pela, las aspas siniestras de los molinos eólicos parecen agitarse bravuconamente, quizás desafiando a un hidalgo caballero de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...