sábado, 1 de noviembre de 2008

Caltójar: interiores de la iglesia de San Miguel Arcángel

'Nunca se podría elevar la razón para contemplar lo invisible si la imaginación no se hiciera presente y le mostrara las formas de las cosas visibles...'
[Ricardo de San Victor, + 1173]



{}

martes, 28 de octubre de 2008

Monasterio de Santa María de Huerta: el Arte y la Batalla de las Navas de Tolosa (entrada novelada)

Sus pasos resonaban por el empedrado del claustro con ecos secos y monótonos -'clok, clok, clok'- semejantes, por poner un ejemplo, al sonido producido por las gotas de agua al caer sobre la pila de la ducha cuando no se deja bien cerrado el grifo. De haberse visto en los siglos XVI ó XVII, bien podían haber sido confundidos con dos héroes inolvidables de la atrevida picaresca española de la época: el ciego y su lazarillo. En realidad, el anciano no estaba ciego; pero, a juzgar por su caminar, lento, como arrastrando los pies, el servicio que le estaba prestando el niño que caminaba cogido de su mano y tiraba de él, bien podía suplir, con creces, dicha función.
Pese a todo, el anciano caminaba erguido, ayudándose de su bastón, el cuál sujetaba con su otra mano. De tal manera, que no era extraño que la sombra que proyectaba su silueta sobre el suelo del milenario monasterio, tuviera el curioso efecto de hacer que pareciera que se valía de tres piernas para caminar.
La tarde comenzaba a declinar, y en los pasillos del claustro, luz y sombra se alternaban en un contraste que al niño, a veces, y a juzgar por su mirada, le infundía respeto, cuando no temor. Quizás por ese motivo, centraba más su atención en las columnas y capiteles -labrados estos últimos con motivos sencillos, de influencia vegetal, entre los que no faltaban las piñas y su curioso simbolismo- que brillaban como las arenas del desierto al incidir directamente sobre ellos la luz del sol.
Aunque callaba, el anciano comprendía perfectamente las inquietudes sentimentales del muchacho, pues no en vano, él mismo las experimentó la primera vez que su padre le trajo de visita al monasterio. De eso hacía toda una vida, desde luego; pero algunas cosas no cambian nunca. Tal vez en eso radique la importancia de mantener siempre vivas las tradiciones familiares, pensó para sus adentros.
A pesar de su aparente esplendor, los monasterios nunca habían vuelto a ser lo mismo desde la desamortización llevada a cabo por Mendizábal, durante la cuál el pueblo, enfebrecido, dio rienda suelta a siglos de ira y envidia frente a la prosperidad y bonanza de las comunidades religiosas. Pero en opinión del viejo, y a diferencia del cercano Monasterio de Piedra, aún quedaba la suficiente riqueza artística en Santa María de Huerta, como para hacer que el niño comenzara a mirar el Arte con otros ojos, alimentando, de paso, un sentimiento de orgullo por su tierra y todas las maravillas que guardaba. No era una cuestión de darle una clase de Historia, larga, tensa, docta y aburrida; pero sí de hacerle comprender la importancia que la provincia había tenido hace siglos, cuando fue bastión y frontera ante el invasor musulmán.
Por supuesto, esperaba que éste le hiciera preguntas; muchas preguntas; montones de preguntas; tantas preguntas, como sólo un niño puede hacer. Y aunque sabía que no podría contestar a todas, siempre le quedaba el recurso de decir que quizás la respuesta -como afirmaba la canción de Bob Dylan- estuviera en el viento.
Con el viento -siempre le había gustado esa metáfora- también descubrió la magia de la luz. Como no podía ser menos, ocurrió durante aquélla primera visita. Las primeras visitas a un lugar suelen ser siempre especiales, como ese primer amor que dicen que nunca se olvida, porque siempre deja huella. Ocurrió al poco de entrar precisamente al lugar al que se dirigía ahora con su nieto: el refectorio o comedor de los monjes.
Casualidad o no, aquélla primera vez también declinaba la tarde, y aunque el sol comenzaba a planear sobre la línea del horizonte -posiblemente buscando otro hemisferio, aunque su padre siempre decía que dirigiéndose hacia ese lugar tan lejano donde Colón encontró su huevo- aún se colaba la suficiente luz a través de las vidrieras, como para hacer que los dibujos contenidos en éstas -símbolos geométricos en su gran mayoría- se proyectaran graciosamente sobre las paredes desnudas, en una danza silenciosa, genuina por su originalidad, y desde luego dotada de cierto aire de sugerente misterio.
En efecto: cruces, círculos, cuadrados, rombos y triángulos se mezclaban unos con otros, hasta el punto de llegar a semejar un grupo de danzarines derviches entregados a una mística, divina rotación musical, siguiendo siempre el compás de un invisible y pitagórico director de orquesta.
Era imposible no dejarse llevar por los recuerdos, de manera, que el viejo buceó en ellos a pulmón descubierto; y lo hizo de tal forma, que lo que para un buzo hubiera sido un descenso de 60 metros en mar abierto, para él constituyó una mirada atrás de sesenta años, ni más ni menos que toda una vida.
¿Cuántos años tenía entonces?. ¿Diez?. No, doce, si tenemos en cuenta que dentro de una semana cumpliría setenta y dos. Así, de una manera posiblemente tan relativa a como Einstein acarició el concepto de tiempo, el espacio se plegó en su memoria; de tal forma, que apenas tuvo problema alguno para verse a sí mismo allí plantado, en mitad del enorme refectorio, dejando que la luz jugara con él, tatuando de símbolos su cuerpo de niño, mientras su padre permanecía detrás de él, observándole en silencio.
A veces, las figuras se revestían de un extraño halo, donde el color negro original de sus bordes se transmutaba en un color violeta que, a su vez -supuso que en base a esa singular propiedad de la materia, que ni se crea ni se destruye, pues tan sólo se transforma, según explicaba su maestro- explotaba, como una supernova, en diferentes tonalidades rosadas. Pero de entre la variada gama de colores, destacaba, tanto por su intensidad como por su pureza, el blanco.
Entonces no fue capaz de pensar en ello; pero ahora, al cabo de los años y en base a las historias escuchadas de labios de amigos y parientes, comparaba esa luz blanca con aquélla otra que muchas personas afirman ver al final de un túnel oscuro, después de una experiencia traumática de la que no se espera volver.
Tuvo la certeza de que su nieto estaba experimentando lo mismo, cuando se fijó que permanecía inmóvil, con la boca abierta y las mejillas sonrosadas, contemplando extasiado cómo los símbolos se reflejaban en su pequeño cuerpecillo: un círculo a la altura de la frente; una cruz en el pecho; una forma romboidal deslizándose como una sombra chinesca por su brazo...
Pero lo más prodigioso estaba aún por llegar. Ni siquiera sería necesario abandonar el refectorio. Bastaba con permanecer en el mismo sitio, darse la media vuelta y mirar hacia lo alto.
- Es el segundo rosetón. El principal se encuentra sobre el pórtico de entrada de la iglesia, -explicó el viejo, viendo señales de interrogación en los ojos del pequeño. Acto seguido, urgó con mano temblorosa en el interior del bolsillo de su chaqueta.
- ¿Qué es un rosetón, abuelo?, -preguntó el niño, mirando hacia ese lugar donde la luz incidía con tal fuerza, que de haberse tratado de un globo terráqueo, hubiera marcado sin duda el casquete polar, dado su intenso color blanco.
Apenas se veían los radios que dividían la cirfunferencia en doce partes iguales, coincidiendo en un pequeño punto que señalaba el centro exacto de ésta. A pesar de que simbólicamente parecía constatado que el rosetón representaba la rosa alquímica o mística, aludiendo, sin duda, a la Virgen, él comparaba el punto central con la figura de Jesucristo y los radios, con los doce Apóstoles, desplegados por el mundo, portadores de la Palabra del Hijo de Dios.
- Se trata de un recurso arquitectónico destinado a atraer la luz del sol -dijo, no obstante, añadiendo a continuación: para que te hagas una idea, los rosetones y las vidrieras eran los recursos de que se valían en la Edad Media para iluminar los templos, aparte de las velas, que suponían un gasto considerable y dejaban huellas en las paredes.
El niño asintió, sin dejar de observar el rosetón. Después de unos segundos, comentó:
- Como las lámparas que tenemos en casa.
- Eso es, -dijo el viejo, sonriendo complacido. Sólo que éstas no se funden jamás, ni gastan energía, ni hay que cambiarlas cada cierto tiempo...Pero, espera, te mostraré algo interesante...
Como por arte de magia, cuando sacó la mano del bolsillo, un pequeño objeto de forma rectangular brilló durante unos segundos, deslumbrando al niño, al rozar la luz su pulida superficie. Cuando los volvió a abrir, confundido, observó que su abuelo portaba en la mano un pequeño espejo. Un espejo corriente, similar a esos que se meten en el neceser de viaje junto con las maquinillas, la espuma de afeitar, la colonia y la toalla.
- Ven, acércate, -dijo el abuelo, situando el espejo de manera que hiciera un ángulo de 45 grados entre el rosetón y el lugar donde había situado a su nieto. Sin darle tiempo a éste para hacer la pregunta que sus labios, entreabriéndose, daban a entender, explicó: los espejos son un enigma, siempre mostrando el mundo al revés. ¿Sabías que los pueblos antiguos les atribuían poderes mágicos?. Y es posible que no les faltara razón al hacerlo, porque a veces, sólo a veces, muestran cosas que ni siquiera el ojo humano puede captar a simple vista. A lo largo de los tiempos, ha habido muchos personajes que han utilizado el cristal para diferentes menesteres, aunque la mayoría buscaba el poder que otorga el anticiparse en el tiempo y conocer el futuro...

{}