jueves, 10 de julio de 2008

Rutas del Temple 1: Castillejo de Robledo


'Recorrer nuestra geografía para buscar posibles huellas templarias se convirtió en una aventura fascinante. Si la historia había dedicado sus esfuerzos al estudio de las órdenes autóctonas como la de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, y les había dedicado gran atención, no sucedía lo mismo con la Orden del Temple...'.

[Xavier Musquera: 'La aventura de los templarios en España' (1)]

No le falta ni un ápice de razón a mi estimado amigo Xavier Musquera, cuando hace tal aseveración. Posiblemente, nos encontramos aquí con otra abominación de las injusticias históricas que, unida a la cometida por el rey francés Felipe IV -en connivencia con el Papa Clemente V, de nombre Bertrand de Got- aquél fatídico viernes, 13 de octubre de 1307, consienta, de alguna manera, en avivar aún más la llama de la leyenda y del misterio que envuelve todo lo que a la Orden del Temple se refiere.

A lo largo de mis vivencias por la provincia, en las que no han faltado ni faltarán búsquedas personales de ese Temple que tan activamente participó en la Reconquista y cuyas huellas -menores a medida que va pasando el tiempo- aún puede descubrirse a este lado de la frontera del Duero, he podido percatarme de que, si bien la documentación histórica no la hace justicia por su rareza y escasez, la Tradición oral, sin embargo, la satisface cumplidamente. No resulta raro, por tanto, encontrarse en más de un lugar con el comentario: 'fue o ha sido de templarios'.

En el caso de Castillejo de Robledo, dicho comentario, sin embargo, huelga por completo. Cualquier visitante, sea veterano o primerizo, que pone los ojos en la iglesia de Nª Sª de la Asunción, sabe -sin necesidad de documentación escrita que lo corrobore- que en ese lugar, los monjes-guerreros tuvieron en tiempos una considerable presencia. Basta sólo echar un vistazo a ese maravilloso pórtico de madera de estuco, pintada con los colores blanco y negro de la Orden, para darse cuenta de ello.

Pero las huellas de su presencia, cobran una notable fuerza; una más que evidente notoriedad, en su interior. Las pinturas que poco a poco van apareciendo entre la cal de sus muros, cuentan viejas historias. Historias que, algunos, identifican con ese episodio vergonzoso de la humillación de las hijas del Cid a manos de los condes de Carrión, pues no en vano, Castillejo de Robledo está considerada como la villa o el lugar donde acaeció la famosa afrenta de Corpes.

No obstante de este detalle, lo espectacular aguarda un poco más allá, en ese ábside genuino y único que aún conserva el revestido ajedrezado en rombos negros y blancos -los colores del Baussant, o estandarte por el que los hermanos freires daban la vida alegremente- que lo cubren por completo, y al que guarda, eternamente, sin descanso, un terrible animal mitológico, que algunos identifican con una serpiente de dos cabezas y otros con un dragón.

En la actualidad, no es posible visitar la iglesia por dentro, pues entre los meses de octubre y noviembre de 2007, comenzaron a ejecutarse los trabajos de remodelación del tejado, y aún tardará algún tiempo en estar lista. Pero siquiera, dejarse caer por allí, no estaría exento de interés pues, a pesar de los andamios y el material de la obra, en el ábside pueden contemplarse a gusto los dos canecillos más eróticos del románico soriano y degustar un buen cocido y un excelente vino en la Venta de Corpes, que por algo Castillejo figura y figurará siempre en un lugar de honor dentro de esos Caminos del Cid, que tanto interés histórico y cultural tienen aún hoy en día.

(1): Ediciones Nowtilus, S.L., 2006.

domingo, 6 de julio de 2008

Itinerarios Culturales 2: San Baudelio de Berlanga (Vídeo Nº2)


Había en sus caras una visible nota de decepción; un mudo reproche por haberse desplazado hasta tan lejos para ver algo que, a priori, no parecía tan sensacional como les habían contado. Por la matrícula del coche en el que viajaban, supe que venían de Vitoria. Lo siguiente que supuse -tal vez sea demasiado suponer-, es que quizás 'huían voluntariamente' de una fiestas de San Fermín que, a fuerza de costumbre -ocurre a menudo con gente que vive en la costa, que prefieren aprovechar sus vacaciones haciendo turismo de interior- habían terminado aburriéndolas y buscaban otra cosa. De lo que no me cabe duda, era de que en realidad se trataba de tres peregrinas que, bajo mi punto de vista, estaban aprovechando unos días de vacaciones para alimentar su espíritu.
La ermita todavía estaba cerrada. Aún faltaban algunos minutos para las diez, hora oficial de apertura, y el guarda todavía no había llegado.
Al principio, cada uno por nuestro lado nos desperdigamos por los alrededores, escudriñando todo aquello cuanto se apreciaba en torno nuestro. Fue precisamente en el punto álgido de la montañita que se levanta detrás de la ermita, donde coincidí con una de ellas, y mientras el sol bostezaba perezosamente por el este, nos detuvimos unos minutos a charlar.
Puedo decir acerca de ella, que tenía el cabello negro, ensortijado; y en su rostro, de matices greco-latinos no exentos de interés y ojos del color del carbón recién extraído de las profundidades de la mina, parecía haberse asentado para siempre, como huésped, una sonrisa. Me resulta imposible pronunciar su nombre. No es que se trate de un secreto o su pronunciación conlleve dificultad, pero ocurre que, después de todo, posiblemente no consideramos importante presentarnos. Supongo que tampoco hacía falta, aunque a partir de este punto, comencé a ser simplemente 'el madrileño'.
En cierto modo, resultaba divertido: ella preguntaba y yo contestaba, intentando hacer lo mejor posible el papel de cicerone involuntario que me había caído en suerte. De esa manera tan sencilla, le comenté algunos aspectos de la ermita, entre los que no podían faltar algunos retazos de amargura relacionados con la desafortunada historia de sus pinturas.
Evidentemente, junto a la sección The Cloister's del Museo Metropolitano de Nueva York, salió también a relucir el nombre del Museo del Prado, de Madrid:
- Es que en Madrid os lo quedáis todo, -reprochó, aunque como ya he dicho antes, sin perder ni un ápice de esa sonrisa que parecía haberse hospedado para siempre en su cara.
¿Qué podía decir?. Ciertos privilegios del Centralismo no tienen por qué gustar a todo el mundo. Tampoco me gustan a mi. No obstante, pasada esa nube de tormenta, y contestando a su siguiente pregunta, me vi explicándole que Andaluz -cuya iglesia románica de San Miguel Arcángel conforma otro plato fuerte de la zona- se hallaba a unos 15 ó 20 kilómetros de distancia.
- ¡Eh, chicas, venid!. ¡Este madrileño sabe mucho!, -llamó en voz alta a sus compañeras, que se encontraban cerca de la puerta de entrada con forma de herradura.
¿Cómo calificar lo que vino a continuación?. ¿Fe?. ¿Locura?. ¿Pasión por la vida, o simplemente esa clase particular de entusiasmo que hace al mundo avanzar y sirve como título a este blog?.
La idea se le ocurrió a mi interlocutora, y la expuso alegremente cuando sus compañeros estuvieron a nuestra altura:
- Nosotras podemos ir andando, y luego tú nos recojes con el coche...
A la conductora, sin embargo, no le pareció muy genuino; pero, mientras se ponían de acuerdo, apareció el guarda y todos nos encaminamos hacia la entrada. Lo único que puedo afirmar, no obstante, a ciencia cierta, es que la expresión de sus rastros, una vez en el interior de la ermita, no dejaba lugar a la duda: era, sencilla y llanamente, de admiración.
No podía ser menos, porque, bajo mi particular punto de ver y entender algunas cosas, ahí precisamente radica la verdadera magia de San Baudelio: que nunca decepciona a nadie.
Ignoro si realizaron a pie el peregrinaje hasta Andaluz. Nos despedimos en Berlanga de Duero. Yo pasé de largo, mientras ellas paraban y apuntaban sus cámaras hacia las murallas y el castillo.

Itinerarios Culturales 2: San Baudelio de Berlanga (vídeo Nº1)


'A media ladera, enterrada en parte, y a ocho kilómetros de Berlanga, está la modesta ermita de San Baudelio. Exteriormente se ven dos cuerpos rectangulares, cubiertos, en distintas alturas, por vulgares tejados. Los muros son mampostería, con ángulos y guarniciones de huecos, de sillarejo. Estos son: una puerta de arco de herradura con doble archivolta; una pequeña ventana con igual arco en el testero del cuerpo menor, y otra ventanita insignificante en el mayor. La orientación es de NE a SO; hacia aquel viento está la cabecera o ábside...'.

[De un artículo de José Garnelo, publicado en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, Tomo XXXII, II Trimestre de 1924]


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Este párrafo forma parte de uno de los primeros estudios que se conocen, basados en la desconcertante, aunque maravillosa ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga. La obra, publicada en 1908, lleva por título 'Historia de la Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media', y su autor D. Vicente Lampérez y Romea, arquitecto e historiador del Arte español y profesor de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. En ella, se incluían, también, los dibujos originales realizados un año antes por D. Aníbal Alvarez, gracias a los cuales, disponemos de una genuina visión de época, de cómo era, en realidad, el tesoro que se ocultaba en su interior, antes del expolio acaecido un par de décadas después.

Porque resulta inevitable hablar de la ermita de San Baudelio de Berlanga, siquiera sea de pasada, sin decir que su historia moderna, es una historia de mezquindad; una historia de ignorancia, a la que hay que añadir un crespón de luto por la pérdida de una parte brillante de un Patrimonio artístico que incluso hoy día, y en muchos aspectos, no termina de protegerse y valorarse como debiera, quedando, en muchos casos, a merced de ladrones y traficantes.

Modesta a primera vista, tal y como la describió el erudito D. Vicente en 1908, el cerro pelado sobre el que se asienta -antiguamente, un tupido bosque la cobijaba, salvaguardándola de la barbarie anexa a la Reconquista- es batido constantemente por un viento que a veces parece susurrar palabras de bienvenida en los oídos del visitante, y otras, con malhadada animadversión, despedirle destempladamente.

No obstante pasado por alto este detalle, y confiando en que lo sencillo no tiene por qué estar necesariamente en indisposición con lo bello, basta sólo con atravesar esa puerta mozárabe con forma de cerradura, para dejar escapar un suspiro de incontenida emoción al contemplar los restos que esa historia ingrata y mezquina a la que nos referíamos, no pudo malograr.

Es cierto que no se puede ver la entrada tirunfal de Jesús en Jerusalén, a excepción de la cabeza del asno sobre el que montaba, situada al frente, sobre los escalones de piedra que conducen al coro; ni el ángel y los soldados junto al sepulcro; tampoco la escena de las tres Marías, y algo más allá, a Jesus obrando el milagro de devolverle la vista a un ciego; ni la resurrección de Lázaro; ni las bodas de Canaán, o las tentaciones de Jesús en el desierto...

Entonces, se preguntará más de uno y no sin razón, ¿qué es lo que se puede ver?.

Pues bien, se puede ver, nada más entrar, una maravillosa palmera -poco menos que única en su género- que, como pilar central, como nexo de unión entre el cielo y la tierra, sustenta el techo de la ermita, valiéndose de sus brazos extendidos, sobre los que aún se ven rastros de esa pintura original que hace siglos los embelleció, dotándolos de una mística significativa.

Así mismo, verá una pequeña mezquitilla a su derecha, por debajo del coro, envuelta siempre -cuál las brumas que dicen ocultan la sagrada isla de Avalón- entre claroscuros de luz. Allá al fondo, en uno de los rincones, divisará una estrecha abertura, cuadrada, de cuyo interior apenas vislumbrará nada, si no está provisto de una linterna. Se trata del acceso a las cuevas que, como una matriz, se extienden por debajo de la ermita y en tiempos albergaron a hombres santos que gestaron un acercamiento a Dios, sumidos voluntariamente en el retiro y la oración.

Incluso el visitante amante de las bendiciones, aún podrá franquear el umbral del ábside, y arrodillarse humildemente frente al pequeño altar de piedra; allí, el propio San Baudelio -mártir francés del siglo IV, que se supone nacido cerca de Orleáns- un hombre de aspecto anciano, aunque saludable, de cabello y barba blancos, no tendrá inconveniente alguno en satisfacer su deseo, mientras los primeros rayos del sol -si accede temprano a la ermita- se cuelan alegremente a través de la pequeña ventana, iluminando esa hermosa alegoría del Espíritu Santo, representada en forma de paloma.

Quizás después de recibir la bendición del santo, y de vuelta otra vez al recinto principal, sienta la tentación de echar un nuevo vistazo a la palmera y se percate, intrigado, del reducido habitáculo que se oculta entre sus ramas. Resulta más que posible, entonces, que motivado por la curiosidad, se acerque hasta la entrada e intente obtener alguna información del guarda, que previamente le ha preguntado a qué Comunidad Autónoma pertenece. Y posiblemente, sólo digo posiblemente, no quede satisfecho cuando éste le diga que servía para ocultarse...

En fin, son tantos los matices, los misterios e interrogantes que conlleva una visita a la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, que enumerarlos todos e intentar comentarlos, restaría una parte importante de esa magia, de ese hechizo tan especial, que consigue que todo aquél que va una vez, aproveche cualquier otra ocasión que se tercie para volver.