martes, 24 de junio de 2008

Crónica de una noche de San Juan en Río Lobos


'Una piccola avventura non fa male: una pequeña aventura no hace daño'

{proverbio romano}


'Son las siete y media de la tarde del lunes, 23 de junio de 2008. Me encuentro junto a la ermita de San Bartolomé. Por el camino, me he ido cruzando con algunos excursionistas, que me miraban de soslayo, sin duda preguntándose qué vengo a hacer aquí a hora tan tardía, cuando prácticamente todo el mundo se bate ya en retirada. Pues bien, vengo a pasar la noche más mágica del año: la noche de San Juan.
Si es cierto lo que me han contado, supongo que a medida que avance la noche, no estaré solo. Si no lo es, intentaré pasarlo lo mejor posible, en espera de que amanezca y vea esa tradicional danza del sol que, aseguran, se produce en la mañana del día 24 de junio.
Ahora que no se oyen gritos -la gente suele olvidar pronto el lugar sagrado en el que se encuentran- tengo intención de acercarme hasta la Cueva Grande -la cueva santuario- a saludar a esas entrañables "motitas de polvo", que algunos románticos consideramos orbes y sobre cuya naturaleza pensamos que hay mucho que decir. He de darme prisa, pues, según la tradición, en ésta noche mágica que marca el solsticio de verano, se abren las puertas del infierno -"jauna inferni"- y los espectros, trasgos y demás elementos de ese inframundo mitológico que conforman parte de los paradigmas humanos, quedarán en libertad durantes algunas horas, para proporcionar algún que otro susto a los incautos que se crucen en su camino.
Tomo varias fotos del interior de la gruta -en silencio, a excepción del sonido de los buitres y vencejos, que retumba dentro del santuario como un trueno- pero los orbes, por alguna razón determinada, no parecen ser tan prolíficos como en ocasiones anteriores. Cuando salgo otra vez al exterior, algo decepcionado, me cruzo con tres jóvenes que, atravesando el puente de madera que se tiende sobre el río Lobos, caminan a toda prisa en dirección al aparcamiento. Creo estar, entonces, más solo que la una, como se suele decir; pero según voy escribiendo este pequeño diario de viaje, unas voces comienzan a escucharse en la distancia. ¿Tendré suerte, después de todo?, no dejo de preguntarme.
Poco a poco el sol se va ocultando. Este detalle, comparativamente hablando, me hace sentir como Jonathan Harker preparándose para pasar su primera noche en el castillo de Drácula. Afortunadamente, los voces cobran forma humana; se trata de otras tres personas que vienen por el sendero. Llevan en sus manos bolsas de plástico y botellas de coca-cola. Cuando llegan a la altura de la ermita, se sientan en el banco improvisado ofrecido por uno de los tres chopos secos, concretamente el que está definitivamente vencido sobre el suelo.
Son ahora las ocho y cuarto, y comienza a llover. Los tres se levantan y se encaminan raudos hacia el puente de madera, buscando la protección ofrecida por una terraza formada en el desfiladero sobre el que se asienta la Cueva Grande. No lo dudo, recojo mis cosas y voy detrás de ellos....'.
Hasta aquí, lo que anoté hasta aquél preciso momento. A partir de aquí, la narración se basa en recuerdos; de manera que nadie se extrañe, si comienzo diciendo que los tres -José Antonio, Sergio y Eduardo, así se llamaban- se acomodaron lo más confortablemente posible sobre la hierba, y abriendo las bolsas de plástico, sacaron unas barras de pan, preparándose unos suculentos bocadillos de jamón serrano. Faltaría a la verdad -o al menos a una parte de ella, que en el fondo no deja de ser mi verdad- si no dijera que quisieron compartir sus viandas conmigo. Invitación que decliné agradecido, pues no hace mucho que me había comido un par de sandwiches que, junto con una coca-cola, había comprado en la gasolinera de El Burgo de Osma, cuando paré a repostar.
Eran alrededor de las nueve. Las aves, vencejos en su gran mayoría, sobrevolaban los riscos de esa parte del Cañón en la que nos encontrábamos. Lo hacían en círculos, posiblemente nerviosos al presentir lo que se avecinaba. Recuerdo que en ese preciso momento, mientras se limpiaba las últimas migajas de pan que sobresalían de su boca, Eduardo comentó, demasiado optimista, en mi opinión:
- Tranquilos, el viejo que hemos visto en Ucero nos ha dicho que ésta noche no llovería.
Si hubiera tenido que cantar algo, seguramente lo hubiera hecho en bastos. Lo comento por el palo que vino después.
Hay quien opina que no hay mejor postre después de una comida, que un buen cigarro. Aunque algunos lo aliñen con elementos importados de Marruecos, cuyo olor se detecta a kilómetros a la redonda. Por segunda vez, decliné su invitación. Y aunque es un hábito pernicioso -lo reconozco-, me llevé a los labios un 'fortuna', aliñado, generosamente en Tabacalera, con 10 mg. de alquitrán; 0,8 mg. de nicotina y 10 mg. de monóxido de carbono.
Pronto la conversación derivó por los derroteros del buen humor. José Antonio, gaditano, posiblemente descendiente de esos misteriosos tartesos -en los que incluso políticos como Manuel Pimentel ven los descendientes de la mítica Atlántida-, tenía un sentido del humor realmente digno de esas letrillas de comparsa, que tanta fama dan a los carnavales de Cádiz. Aunque no fue suya la culpa, sino de los mosquitos que, por alguna razón que sólo ellos conocen, lo eligieron como blanco; de manera que fue él quien, recolectando algunas ramitas, encendió una pequeñísima hoguera. En ese sentido, he de agradecérselo porque fue una de las pocas que pude ver en la noche de San Juan.
Aún las sombras se negaban a aparecer. Tal vez por ello, o quizás porque su espíritu inquieto le induce a parecer un 'culo de mal asiento', Eduardo aparecía y desaparecía como por arte de magia. Ahora bien, cada vez que aparecía, lo hacía llevando algo en la mano. La primera vez, fueron algunas ramas. La segunda, las ramas se convirtieron en una lanza que sólo necesitaba un repaso a cuchilla y una punta de acero para parecerse a aquélla otra que, según Cervantes, llevaba el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, junto con la adarga y el perro flaco, corredor.
Cuando se perdió la tercera vez, Sergio -después supe que eran hermanos, aunque no se parecían en nada- explicó:
- Ya de niño le gustaba rastrear. Si hubiera nacido en América, hubiera nacido indio seguro...
Y puedo dar fe de que no se equivocaba. Al cabo de unos minutos regresó con una porquería en la mano.
- Esto es una cagada de lobo -dijo, a modo de presentación-. Lo sé porque una vez hice un curso y el profesor nos dijo que suelen tener esta forma y estar compuestas de restos de piel y huesos...
A José Antonio, dudando de que en realidad se tratara de excrementos de lobo, y haciendo gala de ese humor andaluz tan característico, no se le ocurrió mejor uso que utilizarlo como carburante, a falta de boñigas secas que arden como la yesca. Y nunca mejor dicho, porque aquello -fuera o no una cagada de lobo- era auténtico gas metano. Pronto las llamas comenzaron a adquirir una tonalidad azul innata y a desprender un olor, penetrante y desagradable en extremo, comparable al amoniaco, que hizo insoportable el ambiente.
Las ranas, inquietas, croaban con tal intensidad e insistencia, que por algunos momentos tuve la sensación de asistir a un concierto de auténtico heavy metal, interpretado por algún grupo de rockeros del infierno. No obstante, cada cierto tiempo, volvía el silencio, como si todas ellas, de común acuerdo, hubieran decidido tomarse un descanso antes de comenzar el siguiente repertorio, mientras el tiempo pasaba, lentamente, y no se veía a nadie.
Casi sin darnos cuenta, la noche fue cayendo progresivamente. Aún en la oscuridad, no dejaba de ser todo un espectáculo observar los contornos de los riscos cercanos, que de alguna forma se me antojaban acuarelas pintadas con tinta china.
Desde nuestra posición, y un poco hacia la izquierda de la ermita, se perfilaba el contorno de esa curiosa formación rocosa conocida como el Ojo del Diablo; y algo más allá, el risco donde se asienta la llamada Cueva de la Serpiente. Curiosamente, el cielo aparecía ahora despejado y las primeras estrellas comenzaron a dejarse ver, aunque con cierta timidez.
Dos chicas jóvenes aparecieron por el puente, mochilas al hombro y linterna en la mano, y después de saludarnos, tomaron posesión de la Cueva Grande, donde hicieron, también, un pequeño fuego.
Aproximadamente diez o quince minutos más allá de las once de la noche, en el cielo se veían las suficientes estrellas como para que mi imaginación, engatusada siempre cuando de lo maravilloso se trata, comenzara a ponerse nerviosa, y en compañía de Eduardo, me acerqué hasta la ermita con la cámara en la mano.
Al parecer, las chicas habían dejado dos pequeñas velas en el pórtico, una a cada lado, y contemplar aquéllas débiles lucecitas, hizo que concibiera esperanzas de que quizás, no tardando mucho, tuviera ocasión de contemplar el pórtico lleno de ellas, tal y como me había asegurado Eric unas semanas atrás.
Pero lo espectacular de aquélla noche, a pesar de que las nubes no tardaron en convertirla en una efímera aparición, fue, no me cabe duda, la contemplación de la Osa Mayor, o el Carro, perfectamente definida por encima de la ermita. Incluso para un observador torpe como el que suscribe, al menos astronómicamente hablando, aquélla maravillosa visión hizo que recordara la archi-conocida frase del misterioso Hermes Trismegisto, en cuanto a la relación que existe entre lo que está arriba y lo que se encuentra abajo.
Solitario, cuál ojo de cíclope, a través del ramajo se podía ver el débil resplandor del fuego en el interior de la cueva. Fue más o menos en este punto, cuando la magia se rompió y el cielo volvió a cubrirse otra vez de nubarrones que no presagiaban nada bueno:
- A lo mejor tus druidas se han ido a realizar sus conjuros a los pueblos de por ahí arriba, -comentó jocoso Eduardo, mientras enfilábamos otra vez el sendero del puente para unirnos a los otros.
En efecto, cada cierto tiempo -que en ese momento no tuve la ocurrencia o el acierto de cronometrar, aunque supongo que hubiera sido interesante- la noche se convertía en día. Evidentemente, aquél despliegue de actividad eléctrica, no presagiaba, como las nubes, tampoco nada bueno.
Unos minutos después de que las muchachas abandonaran el cobijo de la cueva, dejando el fuego encendido como un pequeño faro que podía ser visto en la distancia, la luz mortecina de un farol ofreció cobertura a la llegada de una pareja, que se encaminó -cuál barco intentando llegar a puerto antes de que se desencadene el vendabal- directamente hacia la cueva.
En ese momento noté, más o menos ensimismado, que el tiempo entre un relámpago y otro, se acortaba. Por cierto, las ranas también, supongo que presintiendo la terrible tormenta que se aproximaba, estaban ahora en silencio.
En vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, y dado que se presentía una tormenta de considerables proporciones, decidimos volvernos por donde habíamos venido. Camino del segundo aparcamiento, donde habíamos dejado los coches, aún nos cruzamos con algunas parejas, que caminaban hacia la ermita valiéndose de faroles y linternas.
En el aparcamiento, ya se veía cierta actividad. Todos jóvenes, que acudían a celebrar, por lo que pude entrever, la festividad de San Juan Bautista -el único santo del que se celebra su fecha de nacimiento, y no la de su muerte- portando los elementos imprescindibles en el ritual de moda: el botellón.
A la una y cinco minutos, pasaba por la dormida población de Ucero sin cruzarme con nadie. Según podía apreciar, la tormenta iba adquiriendo indicios de celeridad, y por más que deseaba que me pillara lo más lejos posible de allí, el cielo reventó cuando estaba a punto de llegar hacia el desvío de Valdeavellano de Ucero, Cubillas y el altozano donde se asienta el ruinoso castillo, ocupado en tiempos por los enigmáticos monjes-guerreros.
Precedidas por un trueno ensordecedor, las nubes, furiosas, descargaron un auténtico tsunami vertical, anegando hasta tal punto de agua la carretera, que a duras penas me permitía ver por donde iba. Doscientos metros más adelante, cuando un nuevo relámpago iluminó el contorno de alrededor como la luz de un faro desplegándose sobre la superficie del mar, me llevé el susto de mi vida. Parado en mitad de la carretera, blanco como un fantasma y de proporciones semejantes a las de un pequeño pony, un perro de raza San Bernardo -¿casualidad, que fuera precisamente de una raza que lleva el nombre del fundador del Temple, apareciendo como salido de la nada, en zona eminentemente templaria?- me observaba indiferente.
Y digo bien, indiferente, porque, a pesar de que tuve tiempo de frenar, aún permaneció algunos segundos allí quieto, mirándome con cara de jugador de pócker.
Después, y muy lentamente, giró sobre sus cuatro patas cruzando la carretera, encaminándose en dirección a las ruinas del castillo que, aunque no podía verlas, sabía que quedaban hacia la izquierda, justo detrás de mí.
La lluvia caía, sino igual, posiblemente con más fuerza e intensidad. El corazón todavía latía con fuerza dentro de mi pecho cuando continué la marcha, acordándome de una curiosa película, titulada 'Black Dog'.
Protagonizada por Patrick Swayze, la película en cuestión recupera una terrorífica leyenda que circula entre los camioneros norteamericanos: cuando la ambición les hace olvidar las debidas precauciones -como, por ejemplo, respetar los descansos obligatorios- un fantasmal perro negro les espera en un punto indeterminado de la carretera, para cruzárseles, en la noche, y provocar un accidente que, en la mayoría de los casos, resulta mortal.
Por fortuna para mi, el perro, como he dicho, era blanco. No puedo decir lo mismo en cuanto a la ambición, pues es tan grande el deseo de ver, conocer, saber e interpretar, que puede que en algunas ocasiones el entusiasmo haga que me olvide de tomar las oportunas precauciones.
Estas eran, en parte, algunas de las impresiones que se manifestaban en el interior de mi cabeza, mientras dejaba atrás la familiar ciudad de El Burgo de Osma, encaminándome hacia Almazán por una carretera cuyo paisaje impresiona de día por su belleza, pero que, de noche y lloviendo a mares, sobrecoge y hace que el corazón se mantenga en un puño.
De hecho, fue una tormenta de proporciones tan impresionantes, que cuando llegué a mi casa, bien entrada la madrugada, respiré aliviado, repitiéndome a mi mismo que jamás volvería a tentar a la suerte de la forma tan estúpida como la tenté esa noche, conducienco en condiciones tan pésimas.
No hubo druidas en San Bartolomé; ni ruedas mágicas ni danzas alrededor de las hogueras. Tampoco la niebla se dejó ver, y por supuesto, no hubo rastro alguno de los fantasmas de los aguerridos caballeros templarios que, según cuenta la leyenda, cabalgan en su interior en el transcurso de ésta noche mágica. A excepción del concierto de ranas, ningún sonido sobrenatural rompió la paz de una noche que, de no ser por el tiempo, hubiera sido espiritualmente perfecta.
Sin embargo, sí hubo magia. La magia existe en el interior de cada persona, y aunque no asistí a ningún espectáculo enigmático, deslumbrante o iluminador, en ningún momento dejé de sentir que me encontraba en un lugar especial.
He de reconocer, no sin cierta tristeza, que en el fondo esas tradiciones, ancestrales, genuinas y desde mi punto de vista meramente romántico, maravillosas, se están perdiendo. Quizás algún año regrese a San Bartolomé en una noche tal cuál que ésta pasada de San Juan, y sea afortunado testigo de un renacer espiritual de la Tradición. Pero por el momento, y mal que me pese, he de pensar que la celebración de la fiesta del solsticio de verano se ha convertido, sin más, en una simple rondalla de orgía y botellón.