miércoles, 4 de junio de 2008

Soria verde y natural

Poco antes de la primavera del año pasado, comencé mis peripecias por esta provincia, cuya variedad de matices, idiosincracia y belleza, me ha ido enamorando poco a poco. Recuerdo que el año pasado, aproximadamente un día tal que hoy, al visitar por primera vez las ruinas de Numancia, me quedé profundamente impresionado. No podía olvidar que allí, en ese lugar recordado y loado por la Historia, se produjo un drama espantoso, terrible, que en dicho moento, la Naturaleza, con su extraordinaria sabiduría, había maquillado esos restos con la maestría con que sólo Ella sabe hacerlo. Pensé entonces, que no había mejor época para visitar e ir conociendo una provincia, que la primavera.
Y no me equivocaba. Porque, a pesar del tiempo tan atípico que hemos tenido, y de este mes de mayo, particularmente inestable, que nos ha proporcionado más lluvia de la que nunca hubiéramos imaginado -los estadistas, ese gremio de puntillosos que enseguida sacan porcentajes aunque sea de las veces que van y vienen al servicio, no han tenido ningún reparo, en manifestar, maravillados por su descubrimiento, que no se ha conocido en España un mes igual al mes de mayo que acabamos de decir adiós, si no nos remontamos hasta el siglo pasado- y que ha cubierto, casi diríase que milagrosamente, las peligrosas carencias de agua de más de una región.
Atípico o no; molesto para el conductor; desmembrador de cosechas y artífice de algún que otro inoportuno desbordamiento -recordemos, por ejemplo, el Ebro a su paso por Zaragoza y el peligro que su nivel supone actualmente para las instalaciones de la Expo-, en el fondo creo que todos estaremos de acuerdo en que ha sido un mes provindecial, y que el agua con que nos ha regalado nos beneficia y satisface a todos, o a casi todos.
Posiblemente, ésta haya sido una de las principales circunstancias por las que la primavera, casquivana y lujuriosa, nos ha regalado, también, con unas visiones espectaculares. Visiones que, aunque sólo constituyan una ínfima parte de esa belleza que está a punto de amohinar el verano, quiero compartir, aprovechando la oportunidad que se me brinda en el presente blog.
He aquí, pues, un pequeño homenaje a esa eclosión de vida y color, que sólo en un lugar como Soria, puede sentir el viajero que se convierte en auténtica Magia.
¡Buen provecho a todos!.


lunes, 2 de junio de 2008

Pueblos con encanto: Caracena

A medida que me acerco a Caracena, no puedo evitar que una profunda sensación de respeto se adueñe progresivamente de mi. Atrás han quedado lugares no exentos de magia, como Gormaz y su fortaleza califal; La Rasa; Navapalos y su atalaya islámica; Carrascosa de Abajo y Fresno de Caracena, estos últimos con un aviso de 'atención, travesía muy peligrosa', pues el viajero se ve en la obligación de atravesar su 'corazón' para continuar viaje. Pero al final del camino, de este camino que se pierde por bosques, quebradas y desfiladeros de una belleza impresionante, mi entusiasmo aumenta porque sé que voy a un lugar que, aunque poco menos que despoblado en la actualidad, fue puntal de cierta importancia de esa Historia que nunca deberíamos olvidar, pues a partir de ella se consolidó nuestra nación: la Reconquista.
Imposible, pues, despreciar esos muñones de piedra y vigas vencidas que se levantan a la entrada del pueblo, sabiendo que una vez fueron morada y hogar de familias cuya sangre se remonta a aquellos tiempos lejanos, duros y tremendamente difíciles en que los reinos españoles, de común acuerdo, se fijaron el objetivo de rechazar y expulsar al invasor árabe que, desde principios del siglo VII y aprovechando la decadencia, así como las continuas pugnas por el poder que había dentro del imperio visigodo, invadieron la Península, extendiéndose como un tsunami incontenible que lo arrasaba todo a su paso.
Estamos en el siglo XII, aproximadamente, cuando este pueblecito era una importante vía de comunicación -ya desde la época romana, de la que sobrevive todavía su puente- formando parte activa contra los reinos cristianos, desde los tiempos de las campañas o razzias llevadas a cabo por el gran caudillo Almanzor, apodado, con toda justicia, 'el Victorioso'. Desde luego, en un lugar así, no podían faltar, como era de esperar, sus tradiciones y leyendas; en especial, aquélla que se refiere al curioso origen de su nombre.
En efecto, insiste la tradición popular -transmitida oralmente a lo largo de generaciones-, que la plaza fue conquistada por las tropas cristianas, aprovechando que la guarnición musulmana estaba cenando, ajena por completo a lo que se les venía encima. Al parecer, después del combate, y una vez conseguida la rendición de la plaza, uno de los prisioneros exclamó, con evidente amargura: '¡Cara cena nos costó!'.
Pero por alguna razón determinada, este sorprendente lugar -repleto de magia, historia y rutas espectaculares por las que perderse-, fue foco de una actividad humana que se remonta, cuanto poco, a época prehistórica. De tal manera, que han llegado hasta nosotros los restos, al menos de un poblado -formado por casas de adobe y ramajes- situado en el paraje conocido como 'Los Tolmos'. Se puede añadir, que dichos restos, han sido fechados en la Edad del Bronce. Observamos, pues, que éste carismático lugar, en el que actualmente sobreviven apenas ocho vecinos, tiene en su memoria una larga, larguisima historia, que sin lugar a dudas, merece ser tenida en cuenta, recordada, y por encima de todo, contemplada con el respeto que se merece, pues hubo un tiempo, incluso, en que sirvió como motivo de confrontación entre los obispados de Sigüenza y Osma.
Tal y como sucediera en el yacimiento de Tiermes a primera hora de la mañana y en el Cañón del Río Lobos unas horas más tarde, las nubes -compactas y grises- se ciernen también sobre Caracena, amenazando con descargar un auténtico diluvio.
A excepción del pastor y el rebaño de ovejas, que pacen con característica glotonería la yerba fresca que hay en una colina situada en las inmediaciones, no se observa ninguna señal de actividad en el pueblo.
No obstante, no estoy solo, como pudiera pensarse. Apenas me alejo unos metros del coche -que dejo aparcado en la Plaza Mayor, enfrente de la picota o rollo gótico- varios vehículos aparecen, traqueteando por el empedrado de las estrechas calles, realizando sus ocupantes la misma operación.
Siendo la primera vez que piso Caracena, no estoy seguro si la iglesia románica cuya torre destaca en la distancia, y hacia la que me dirijo, es la de San Pedro. No tardo en salir de mi error, cuando en la explanada, enfrente del pórtico de entrada, un cartel me indica que se trata de la iglesia de Santa María, fechada en el siglo XII, aunque en un principio era conocida, según reza el mencionado cartel, como Santa María del Barrio Gormaz.
Este, sin duda, es un detalle de suma importancia, pues contrasta, de una forma rotunda con la terrible plaga que ha azotado y continúa azotando a la provincia, a lo largo de los años: la despoblación, hasta el punto de que Soria constituye, a día de la fecha, una de las provincias con mayor índice de despoblación de España. Pero, sin duda, ofrece una idea aproximada de la importancia que ésta villa tuvo en el pasado.
De un románico posiblemente menos espectacular que el desplegado en la construcción de la iglesia homónima de San Pedro -por ejemplo, carece de galería porticada y denota una gran austeridad de adornos ornamentales-, la iglesia de Santa María despliega, no obstante, en su estructura, detalles de interés; como, por ejemplo, su nave cuadrada y el ábside semicircular, donde aún se pueden apreciar elementos de origen propiamente mudéjar.
Poco más o menos enfrente del ábside, levantado al pie del precipicio formado por el cañón bajo el que discurre el río Caracena, aún es posible contemplar los restos de un pequeño fortín, también fechado en el siglo XII, capaz en su día de albergar una pequeña guarnición, con sus caballerías, armas y provisiones. La vista, pues, desde este lugar, es sencillamente espectacular, ofreciendo un testimonio de primera mano, relativo a la importancia y precisión con la que se elegían los emplazamientos y también por qué las atalayas levantadas durante el periodo sarraceno constituían, de por sí, elementos estratégicos de sorprendente efectividad. A este respecto, y para aquella persona que desee profundizar un poco más en el tema, les recomiendo no dejar pasar la oportunidad de echar un vistazo a un estupendo blog, realizado por un paisano de la comarca: http://diariodeunburgense.blogspot.com/ O también, hallará interesante información al respecto, en ésta otra dirección: http://berlanga.blogia.com/
Continuando mi exploración del lugar, leo con interés un cartelito que hay pegado en la puerta de entrada de la iglesia, y que anticipa, tanto a propios como a extraños, la proximidad de la romería de la Virgen del Monte, prevista para el día 15 de junio.
La lluvia vuelve a hacer acto de presencia, cuando mi mano se cierra sobre el pomo de la puerta del único bar que hay en el pueblo, sin olvidar que es aquí donde Marina -nos encontramos unas horas antes en el Cañón del Río Lobos, a mitad de camino de la ermita de San Bartolomé, donde estuvimos charlando animadamente, por increíble que parezca, bajo un auténtico diluvio de agua- me ha indicado que preguntara por Mª Ángeles y le pidiera ver las dos iglesias, 'la de abajo también'.
Gracias a este afortunado encuentro, mi viaje a Caracena hace que tenga en cuenta algunas cosas concretas por las que preguntar; como, por ejemplo, la losa que, al parecer, contiene la leyenda del caballero de la secta mala.
El habitáculo del bar es pequeño, y, no obstante, empapado como estoy, el fuego que arde en la chimenea me parece providencialmente reparador.
Por su aspecto, la pareja de mediana edad que hay sentada en una de las dos mesas que se aprecian en el bar, me parecen turistas que, al igual que yo, esperan que la lluvia les ofrezca la posibilidad de una pequeña tregua, para explorar, lo más cómodamente posible, el extraordinario lugar en el que se encuentran.
Detrás de la barra, un muchacho de apenas catorce o quince años, lee ensimismado un libro de cierto volumen, en cuanto a páginas se refiere. Es un detalle que me agrada. Cuando se levanta para preguntarme qué deseo tomar, lo deja encima de una de las cámaras frigoríficas, y de esa forma -curioso como soy por naturaleza, sobre todo, tratándose de Literatura- tengo oportunidad de leer el título: 'Harry Potter y la Orden del Fénix'.
Mientras me llevo a los labios el botellín de cerveza sin alcohol, no dejo de observarle, pensando que la magia del niño mago es capaz de traspasar fronteras, llegando a los rincones más insospechados. Como anécdota, no puedo, tampoco, olvidar lo curiosa que es la vida, que, cuál rueda de molino, gira y gira sin parar. ¿Sospecharía alguna vez su autora, J.K. Rawlings, mientras redactaba las páginas del primer libro de Harry Potter, estando poco menos que en la ruina, que su prodigiosa imaginación estaba a punto de catapultarla a la cima, llevándola incluso a superar la fortuna de la reina de Inglaterra?. No obstante, en el caso del chaval en cuestión, pienso que todavía no ha despertado a comprender la verdadera magia del lugar en el que se encuentra. Siento tener que molestarle, pero con lluvia o sin lluvia, he de continuar mi exploración del lugar, de manera que, lamentándolo de veras, le saco una segunda vez de su ensoñación, preguntándole si hay alguna persona que pueda enseñarme el interior de las dos iglesias.
El muchacho asiente, y alzando la voz, grita un nombre, que ahora mismo, por más que lo intento, no consigo recordar. Segundos después, descendiendo los escalones que llevan del bar al piso superior, otro muchacho -posiblemente de edad similar, aunque más alto y con gafas- corre a buscar a un tal Gonzalo, siguiendo las indicaciones del primero.
Gonzalo, posiblemente pase algunos años de esa sutil frontera de los treinta que, de manera encubierta al principio, va acercando al hombre, sin embargo, inexorablemente a su cita con las primeras canas. Lleva un gabán verde, tipo militar, media melena y dos enormes llaves en la mano. Junto a él, varios turistas esperan a que abra la puerta de la iglesia de San Pedro, para colarse y escudriñar en su interior.
Entro en la iglesia en último lugar, y mientras los demás se desperdigan por su interior, me dirijo -como atraído por un poderoso imán- hacia un retablo de posible ascendencia barroca, en el cuál, majestuosa, hierática, y sobre todo sublime, la imagen en madera policromada de una virgen románica desafía con su misterio el paso de los siglos. Se trata de la Virgen del Casar, o del Casado, y conociendo mi especial predilección por este tipo de imágenes marianas, por un momento, todo lo demás pasa a tener una importancia relativa.
Fiel a mi costumbre de preguntar, Gonzalo no tiene inconveniente alguno en comentar lo poco que se sabe de ella. Naturalmente, y como era de esperar, su autoría y naturaleza son un completo misterio. Se trata, por lo poco que pude entrever, de una virgen que perdió la titularidad cuando la iglesia de Santo Domingo -de la que aún sobrevive una de las paredes que actualmente forman parte de un cobertizo para el ganado situado en la colina, en el camino hacia el castillo- se declaró en ruinas. Durante un tiempo, su lugar de residencia fue la iglesia de Santa María, aunque, por razones de seguridad, según Gonzalo -antes de llegar al pueblo, a un lado del camino, se encuentra la ermita de Nª Sª del Monte, en cuya puerta un cartel avisa a los expoliadores de que no contiene objetos de valor- se decidió su traslado a la iglesia de San Pedro.
Por encima de ella, es difícil no dejarse impresionar por la figura crucificada de un soberbio Cristo gótico, detrás del que se aprecia una alegoría pictórica de la ciudad de Jerusalén, en la que destaca -como en la gran mayoría que he podido apreciar en diferentes iglesias de la provincia- dos símbolos inequívocos: el Sol y la Luna.
Apoyado en el suelo, en una esquina del retablo, otro Cristo más pequeño y de origen barroco, ofrece testimonio de la variedad artístico-religiosa que se puede contemplar en el interior del templo. Vuelvo a recabar la ayuda de Gonzalo, cuando observo en el suelo una losa de color negro, en la que todavía se pueden apreciar parte de sus inscripciones originales, y que puede pertenecer, según costumbre, a personajes notables de la época.
Errado en mi suposición inicial de que ésta pudiera ser la losa del 'caballero de la secta mala', Gonzalo me lleva hasta el final de la nave, donde me señala tres pedazos de la losa -que como los fragmentos de las Tablas de la Ley que Moisés rompió en un arranque de furia cuando descendió del Monte Sinaí- se exponen colgadas de la pared. En efecto, a la luz proporcionada por el mechero, aún se pueden leer algunas palabras; entre ellas, por supuesto, aquellas que hacen referencia a la 'secta', así como la añadidura 'mala', y que proporcionan los pilares que sustentan la creencia de que perteneció a la tumba de un caballero de la Orden del Temple. Si a esto, añadimos el detalle del famoso canecillo del ábside que representa una extraña cabeza con tres caras, y que algunos interpretan como una posible alegoría al misterioso 'baphomet', la polémica está servida.
Más allá, detrás del altar, y situada en uno de los lados de la base que sustenta el Retablo Mayor, se encuentra la talla más venerada de Caracena, así como de los pueblos de alrededor. Próxima su romería -el día 15 de junio, como he comentado más arriba- Nª Sª la Virgen del Monte constituye, bajo mi punto de vista, y en virtud del abandono del sedentismo propio de la gran mayoría de vírgenes románicas, un extraordinario ejemplar de transición, cuyo simbolismo se basa más en el papel de Madre de Dios en un sentido virginal, que en el papel encubierto de receptora, Virgen Pariturae o, más comúnmente, como representatividad de la Gran Diosa Madre.
Una vez a solas, y dado que la lluvia no permite otros desplazamientos de investigación por los alrededores, Gonzalo accede a mostrarme el interior de la iglesia de Santa María, en uno de cuyos laterales se ubica, como era costumbre antiguamente, el pequeño cementerio.
Por la forma del ábside y la altura de las columnas, se diría que, aún a pesar de su datación en el siglo XII, en el templo comienzan a apreciarse elementos de posible transición a otro de los estadios arquitectónicos más sugestivos, misteriosos e innovadores de esa oscura, legendaria Edad Media: el gótico. Pero claro, no siendo un experto, esto sólo es una impresión particular.
Dispone, también, de varios retablos de probable origen barroco, entre los que destacan dos figuras que inmediatamente llaman la atención: una curiosa imagen mariana de época -aunque no románica ni gótica, sino muy posterior- y una talla perfectamente conservada de San Roque, de época también.
De la virgen, no hay ningún dato disponible, ni siquiera el nombre. Dadas su características faciales, no es de extrañar que Gonzalo se refiera a ella como 'la virgen que parece mora'. Está coronada, mantiene una postura levantada y sujeta al Niño con su mano y brazo izquierdos. Por el color rojo de su vestido y la capa verde, podría tratarse de una Inmaculada. De su cuello cuelga un voluminoso rosario. El Niño, desnudo, padece la amputación de su brazo derecho, así como también de la mano izquierda. Ahora bien, se trata de una figura que llama y mucho, la atención, y tengo la impresión de que hay un misterio asociado con ella.
Con respecto a la figura de San Roque, y dado que porta los atributos de peregrino, es fácil confundirlo en un primer momento con Santiago el Mayor. No obstante, el perro que le acompaña constituye el mejor testigo para sacar al observador de su error. Como símbolo esotérico de iniciación, muestra su rodilla izquierda -rercordemos este importante detalle en algunas tallas del Arcángel San Miguel- y señala una herida abierta en el muslo.
Hay también otro Cristo gótico, que llama poderosamente la atención por tener un rostro plácido, aunque cubierto de gotas de sangre a consecuencia de la corona de espinas. En la representación de la ciudad de Jerusalén, aparte de los tradicionales símbolos del Sol y de la Luna, aparecen, así mismo, formas semejantes a llamas, lo que podría referenciar la toma de la ciudad en época de la Primera Cruzada o su posterior reconquista por el sultán Saladino.
Como colofón descriptivo, comentar la existencia de una Dolorosa, totalmente vestida de negro, cuyo rostro, hundido de dolor, impresiona.
De regreso al bar, y después de un par de botellines -en mi caso, repito que sin alcohol- así como de una interesante conversación acerca de la vida del lugar, regreso al coche y vuelvo por donde he venido. La lluvia, no obstante, no parece tener intención de ofrecer una tregua. Sin embargo, en mi pensamiento, una consigna toma la fuerza de una promesa: partir para volver.

domingo, 1 de junio de 2008

Tiermes en primavera

'La mente humana se halla prisionera de un código secreto que se encuentra encerrado en su inconsciente y que concuerda muy poco con la realidad consciente. Al igual que existe un orden físico preestablecido que se refleja en el comportamiento del átomo y en la órbita de las estrellas, debe existir también un orden dentro de la mente del hombre'.
[Levi-Strauss, antropólogo (1)]

Tal vez no fuera el mejor día para la aventura, pero ésta dejaría de serlo, si no se afrontaran ciertos riesgos y uno se dejara tentar por el ambiente confortable del hogar por temor a mojarse. ¿Locura?. ¡Quizás!. Pero hermosa, al fin y al cabo, y en el fondo muy instructiva. Como creo que no existe mejor música que aquélla que genera la sabia Naturaleza, he decidido no ambientar el vídeo que se presenta, como tengo por costumbre, con música sugestiva, tipo Enya o Lorena McKennit. Esto, bajo mi punto de vista, hará que el lector se familiarice, quizás, un poco más con las afirmaciones que se desarrollarán a lo largo de la presente crónica, ofreciendo, a aquéllos que no lo conozcan, la oportunidad de hacerse una idea de cómo es Tiermes, sobre todo en una época tan esplendorosa y sublime como es la primavera.
Comienzo la crónica, pues, diciendo que apenas pasaban unos minutos de las nueve de la mañana de ayer sábado, 31 de éste inusual mes de mayo -que seguramente revalide el viejo refrán popular referente a lo de quitarse el sayo, cuando no, al caprichoso veranillo de San Martín- cuando un auténtico diluvio se centró sobre Montejo de Tiermes. Si hubiera sido una persona aprehensiva o supersticiosa, hubiera pensado que el zorro que me encontré muerto en la carretera y aquéllos nubarrones, negros como la pez, eran auténticos presagios de mala suerte que, como una desafortunada tirada de cartas del Tarot, me instaban a dar media vuelta y volver por donde había venido sin pérdida de tiempo.
Continué, sin embargo mi camino, intuyendo más que viendo realmente una carretera anegada en agua. Aproximadamente tres kilómetros más adelante, a la derecha, tuve oportunidad de ver varios coches aparcados en el estacionamiento de La Venta de Tiermes, y supuse que sus ocupantes estarían bajo cubierto, disfrutando de un opíparo desayuno, en espera de que el tiempo mejorara; al menos lo suficiente, como para atreverse a acercarse hasta el yacimiento y dar un paseo al aire libre.
Bajo un punto de vista eminentemente personal y avaro, aquélla circunstancia me alegraba lo suficiente como para preveer evitar una incómoda multitud que no me permitiera disfrutar de la visita con la intimidad que la ocasión requería y que la cámara de vídeo agradecería, al no tener que grabar otro tipo de sonidos que los que realmente quería que aparecieran en la película.
Trescientos metros más adelante, aunque en ésta ocasión hacia la izquierda, con excepción de un Peugeot 206 de color gris -que probablemente perteneciera al encargado- frente a la puerta del Centro de Interpretación y Museo, no se apreciaba indicio alguno de visitantes. Ya se veía en la distancia, situada como un faro en lo alto de la colina, la estructura, románica, arcana y de gran belleza, de la iglesia de Nª Sª de Santa María. Según me acercaba al aparcamiento, un coche descendía por el camino en dirección contraria; ese fue, de momento, el único rastro humano con el que me crucé, antes de iniciar en solitario mi recorrido.
Para un amante del Arte en general, y del románico en particular, hubiera sido un verdadero sacrilegio pasar de largo y no detenerse unos minutos a repasar las características exteriores de una construcción que ya tuviera oportunidad de conocer en mi anterior visita, producida en el mes de febrero.
¿Cómo no detenerme a contemplar una segunda vez, la curiosa simbología pétrea desplegada, por ejemplo, en esa flor de seis pétalos -o 'flor de la vida'- grabada, bien visible, en el pórtico de entrada?. ¿Cómo, continuar mi camino, evitando el hechizo de las figuras representativas de sus numerosos capiteles?.
Mientras el eco de mis pasos resonaba en el empedrado de la galería -en el exterior, la lluvia, menos arrolladora, dejaba oir una sinfonía menos románica y completamente fascinante en su naturalidad- no podía dejar de pensar mientras los contemplaba, y hablando de sinfonías, en las curiosas investigaciones realizadas en el Monasterio de Ripoll, por cierto profesor alemán -de nombre Marius y apellido Schneider- y sus portentosas teorías encaminadas a demostrar que los animales representados en los capiteles de los claustros románicos eran la representación simbólica -valga la redundancia- de notas musicales.
¿Qué extraña, evocadora música -me preguntaba, sumamente intrigado- no representarían esos centauros-sagitario, unidos en el mismo capitel, a las arpías con rostro humano?. ¿Qué nota ocultaban, por ejemplo, esos caballos alados, o quizás grifos, que intentaban levantar el vuelo en otro capitel?. ¿Tendría cabida en la partitura oculta, la famosa escena de la Resurrección de los muertos?. ¿O el enfrentamiento, lanza en ristre, de los dos osados caballeros?. ¿Habría una continuidad musical, por ejemplo, en ese canecillo del ábside, que representaba a un ave, en cuyo pico, atrapada, se debatía una serpiente?. ¡Cuánta sabiduría oculta y perdida!.
Sumido en tales pensamientos, con la capucha del anorak echada sobre la cabeza, abandoné el refugio proporcionado por la galería de la iglesia de Nª Sª de Santa María, descendiendo a paso ligero el camino que lleva al yacimiento.
La soledad, a medida que me acercaba a la Puerta del Sol y los restos de lo que se considera -al menos oficialmente- corresponden a lo que en tiempos fuera un antiguo circo o un anfiteatro, era absoluta, a excepción del trino de los pájaros. Las gotas de lluvia golpeaban rítmicamente contra la dura piedra labrada de lo que se cree fueron sus graderíos, y mientras tomaba planos con la cámara, poco me costaba imaginármelos repletos de la flor y nata de la sociedad termense, vestida de gala, asistiendo entusiasmada a un espectáculo social, fuera éste de la índole que fuera.
Cerca de las denominadas termas, atisbé por la oscura abertura de la Casa de las Hornacinas, inducido, sin duda, por la curiosidad de contemplar un hogar rústico, troglodita y netamente matricense. Observando los huecos labrados en la pared del habitáculo -posiblemente de ahí la derivación añadida 'de las hornacinas'- me preguntaba, curioso, qué lares no presidirían ese hogar, al menos en las primeras épocas, y por qué esa pared de ladrillos que impedía atisbar aún más en su interior.
A medida que avanzaba en mi exploración, recorriendo el yacimiento por los senderos marcados, en dirección al impresionante desfiladero rocoso donde se perfilaba lo que en tiempos fuera la Puerta del Oeste, el viento que se colaba a través de las imnumerables aberturas y pasadizos practicados en la roca, se me antojó como un extraño lamento. Para entonces, la soledad, aún más pronunciada y absoluta que al principio, parecía etéreamente cargada de recuerdos; de ecos y reverberancias de un pasado que se negaba a desaparecer, y que, plantándome cara desde la característica rosada de su pétrea constitución -que, comparativamente hablando, recuerda el color rosado de la carne-, me retaba, susurrándome al oído: 'mirarás y volverás a mirar; te marcharás y regresarás; pero nunca, nunca descubrirás mi secreto...'.
Recordando las leyendas, así como el inigualable poema de Mío Cid -posiblemente más apreciado en el extranjero que en nuestro propio país-, llegó un momento en el que -sin duda influenciado por la soledad que imperaba en kilómetros y kilómetros a la redonda- creí percibir, támbién, el sonido perturbado de la respiración de la pérfida Elpha, la mitológica mujer serpiente -vencida por el héroe Álamos-Hércules- que oculta en su laberíntica guarida subterránea -recordemos las connotaciones simbólicas del laberinto en numerosos pueblos de la antigüedad-, sueña, posiblemente, con el momento de despertar de su profundo letargo y volver a imponer, como en el pasado, su reinado de terror.
Mito, leyenda, tradición...un auténtico conjuro de elementos cuya simbología, a falta de su clave correspondiente -como la clave perdida de los maestros constructores medievales-, perderá para siempre los restos antediluvianos de una más que probable verdad.
No ocurría lo mismo con las conducciones y canales que, excavados titánicamente en la roca, continuaban cumpliendo, eterna e impertubablemente, la misión vital para la que habían sido concebidos. En efecto, el agua corría a través de ellos alegre, impetuosamente, sin temor a que dicho ímpetu reventrara ninguna cañería, con el consiguiente desperdicio del primordial líquido, como ocurre tan a menudo hoy en día.
La lluvia, más intensa cuando ascendía los escalones de ésta colosal Puerta del Oeste, no impedía, sin embargo, que echando un vistazo hacia atrás, tuviera una visión magistral de la campiña que se extendía a mi alrededor.
Poco menos que extasiado frente a aquélla reverberancia de la naturaleza en plena expansión y creatividad -tuve un atisbo de comprensión, referente a la importancia que ésta tenía en la obra de Van Gogh, o 'el loco del pelo rojo', como también es conocido- pisé sin darme cuenta algo que, cuando crujió, me produjo un leve respingo.
Bajo la suela de mis zapatillas, los restos de un drama: la mitad de un pequeño cráneo de conejo y algunos huesillos en los que se apreciaban todavía residuos de piel blanqui-gris, denotaban que allí alguien -posiblemente un águila o un buitre- se había dado un auténtico festín.
La vida, pues, siguiendo inexorable su curso; mostrando varias de sus múltiples facetas; lo hermoso y lo trágico; fortaleza contra debilidad; nacimiento y muerte; en definitiva, supervivencia y evolución.
Hubo un ligero amago de tregua por parte de la nubes, cuando, totalmente chorreando e instalado otra vez en el confortable habitáculo del coche, dejé atrás el yacimiento de Tiermes y la iglesia románica de Nª Sª de Santa María, con un agridulce sabor de boca, pensando que allí, detrás de mi, quedaba el mudo aunque sólido testimonio de un mundo perdido cuyos secretos, lejos aún de manifestarse a la luz del sol, permanecían inexpugnablemente ocultos, posiblemente en esos lugares de imposible acceso, donde las leyendas sitúan los auténticos tesoros de Tiermes.
Descendiendo a pie por la ladera, un grupo de peregrinos caminaba hacia el yacimiento con paso desenfadado, y aunque las gotas de agua resbalaban copiosamente por sus rostros, en la determinación de su mirada creí percibir parte de esa fuerza interior que induce al alma a negarse a yacer tumbada, empujándola a continuar. Tiermes, pues, en el fondo, y mientras haya peregrinos, no estará nunca completamente solo.

(1): Extracto sacado del artículo de Concha Palacios, 'Cuando los capiteles se ponen a cantar', publicado en el número 64 (octubre de 1981) de la desaparecida revista Mundo Desconocido.