sábado, 3 de mayo de 2008

Pueblos con encanto: Calatañazor

Cuentan algunos, al amparo del calor que les proporciona la leña del hogar, cuyo humo escapa en fumarolas a través de esas curiosas chimeneas que aún conservan sus milenarias raíces celtíberas -y que con un poco de imaginación, recuerdan el pico del sombrero clásico de una bruja de cuento- que su espíritu aún vaga, algo más de un milenio después de su muerte, por los montes y quebradas que bordean este pinturesco pueblo, donde el cantar -maliciosamente, como el cantar de la Dolores- dice que perdió el 'atambor'; o lo que es lo mismo, donde perdió su buena suerte.
Por supuesto, cuando se habla de este tipo de historias -siquiera aunque sea para comentarlas de pasada-, interviene un factor determinante, pero que, paradójicamente, actúa de diferente manera en cada persona: la fe o creencia.
Creer o no creer -que nadie piense que estoy plagiando a Shakespeare, aunque su genio en ésta ocasión me venga de perlas- es una cuestión tan indudablemente personal, que yo no sería capaz de meterme o intentar influir en la creencia de los demás.
Ahora bien, si alguien está dispuesto a seguirme en ésta nueva aventura y conoce Calatañazor, no se sorprenderá en absoluto si afirmo, convencido, que en un pueblo así, cualquier cosa es posible. De hecho, todo el que va, puede regresar orgullosamente después a su lugar de origen, diciendo que ha visto al gran caudillo árabe Al Mansur 'el Victorioso', más conocido como Almanzor. O al menos, su cabeza: esa parte fundamental del cuerpo humano, donde muchos pueblos de la Antigüedad -incluidos los celtas- pensaban que se encontraba el alma.
Se le localiza, subiendo la calle principal, un poco más arriba de las llamativas casonas con soportales -sabiamente reconvertidas en pequeños mesones y hostales- y de la iglesia-museo de Nª Sª del Castillo, situada enfrente de una pequeña plazuela desde la que, paradójicamente, su mirada se encuentra siempre con el entrañable rótulo que cuelga en la pared a la altura de la puerta, y posiblemente sea más oscuro aún que su tez, que indica que en ese lugar se venden 'cosas de pueblo'. Siempre he creído en ese incalculable tesoro de saber que constituyen los pueblos y sus cosas, y como Gila, también reconozco que 'debajo de una boina, se esconde un gran filósofo'.
Foráneo de origen asturiano, el dueño de la tienda permanece largos ratos sentado en un banco de madera situado a un lado de la puerta, viendo a la gente pasar. Aún acostumbrado a la afluencia masiva de visitantes, y en ocasiones aburrido de que le pregunten siempre por la apertura de la iglesia -en cuya puerta principal puede leerse un cartelito con el horario de dicha apertura, así como con la coletilla 'según disponibilidad del encargado'- no resulta difícil, sin embargo, mantener una conversación con él, que a medida que se alarga, va resultando agradable e incluso muy instructiva.
Al poco de comenzar ésta, resulta evidente la poca simpatía que siente por el mencionado encargado, cuyo sueldo, así como las propinas que se guarda en el bolsillo, estarían más acordes a las necesidades 'de alguno de los muchos jóvenes en paro de la provincia'. Porque el encargado, aparte de estar jubilado y cobrar -según él, su buena pensión- reside en Madrid.
- ¿Cómo se puede tener a una persona así, que no lo necesita y encima vive en Madrid, al cargo de esto?.
Desconcertante. No obstante, dado que no entra dentro de las intenciones de éste cronista hacer 'política' -ni siquiera a nivel mancomunal- agradecí el sitio cedido en el banco y el tiempo de conversación, continuando la visita calle arriba, en dirección a los restos del castillo.
No hay mejor lugar para intentar imaginarse una épica batalla medieval, que contemplar el entorno donde ésta se desarrolló, desde un punto de privilegio como es la torre de un castillo. Desde la torre del castillo de Calatañazor -apenas un fantasma mellado, que por casualidad recuerda lo que realmente fue una vez- lo difícil es no extasiarse con la vista y pensar que ese espléndido valle que se divisa, y al que todos se refieren como 'Valle de Sangre', tuvo en su día una importancia tan grande en la Historia de España.
También, resulta difícil, casi imposible, no revivir esa batalla decisiva -batalla que más de un historiador apunta a una escaramuza entre la vanguardia de las tropas de Sancho García y la retaguardia de Almanzor, cansada de su campaña por tierras de La Rioja, donde arrasaron San Millán de la Cogolla- y afinando el oído, escuchar los gritos enfurecidos de los contendientes; el relincho de los caballos; el entrechocar de espadas y cimitarras; el lamento del león Al-Mansur al ser mortalmente herido -¡Inshallach! ¡Dios lo quiere!- y la precipitada retirada de las tropas sarracenas hacia Bordecorex y, finalmente, Medinaceli: la Madinet al-Salim, que será la última ciudad que verán los ojos de Almanzor, una vez, como decíamos al principio, perdido su atambor.
No lejos de allí, y aproximadamente a un kilómetro de distancia, en un cerro conocido como Los Castillejos, donde arquéologos e historiadores sitúan la antiquisima Voluce, otra de las principales
ciudades perteneciente al periodo de la dominación romana de la Península, tampoco resulta difícil imaginarse la lucha y posterior huida de sus habitantes, empujados por las invasiones bárbaras, así como su asentamiento en el cerro donde actualmente se asienta Calatañazor.
Qalat al Nusur, el 'castillo del azor' o 'castillo de los buitres', un lugar especial, donde Tiempo e Historia parecen haberse conjurado en una extraña, hechicera alianza, que hace que su nombre perdure en los anales de las grandes gestas; de esos poemas épicos, como el Cantar de Mío Cid, que engloban entre sus versos un sentimiento nacional, apenas superado en ningún otro país europeo, y que ofrecen el mejor testimonio del carácter de un pueblo.
La tarde declina cuando abandono las alturas de la antigua fortaleza, caminando sin prisa -terco ante la idea de abandonar un lugar que hechiza al poco de encontrarse en él- por unas calles ahora en silencio -libres del yugo que a veces somos los turistas- pero donde antaño, y hasta en el más oscuro de sus callejones, se escuchó con orgullo un grito de victoria y libertad.

jueves, 1 de mayo de 2008

Pueblos con encanto: Castillejo de Robledo


A pesar de que el vídeo fue tomado a finales del mes de agosto del año pasado, y recuperado por obra y arte de un inapreciable programita informático de recuperación de archivos borrados o dañados -no es la primera vez que la tarjeta gráfica de la cámara me juega una mala pasada- es difícil sustraerse al encanto tan especial que derrocha un pueblo como Castillejo de Robledo.
Pero el encanto de un pueblo sería decididamente superficial, si no se incluyera la idiosincracia y el importantísimo valor vital que tienen sus habitantes.
No puedo sustraerme a ésta última conclusión cada vez que recuerdo Castillejo de Robledo; inmediatamente, asociado a su nombre, acude a mi mente la imagen bonachona, dicharachera, divertida, y por encima de todo, derrochadora de simpatía de Francisco, el custodio de la iglesia románica de Nª Sª de la Asunción.
La última vez que visité Castillejo de Robledo -allá por el mes de noviembre- no pude entrar al interior de la iglesia, porque estaban rehabilitando el tejado. Pero sí tuve ocasión de volver a charlar unos minutos con él, y comprobar que el tiempo, aunque atípico y sin terminar de asentar, no había enfriado ni un ápice su sentido del humor:
- Aún hay gente que se cree que eso de ahí es la tumba de las hijas del Cid -comenta, ladino, señalando hacia un rectángulo de cemento que se levanta enfrente de donde un pequeño mojón recuerda la Afrenta de Corpes del celebérrimo Cantar de Mío Cid, que hace que me venga a la mente, también, una notable frase que Federicho Schlegel -orientalista alemán nacido en Hanover en 1772- pronunció al respecto, allá por el año 1811:
'España, con el histórico poema de su Cid, tiene una ventaja peculiar sobre otras muchas naciones; es éste el género de poesía que influye más inmediata y eficazmente en el sentimiento nacional y en el carácter de un pueblo. Un solo recuerdo como el del Cid es de más valor para una nación, que toda una biblioteca llena de obras literarias hijas únicamente del ingenio y sin un contenido nacional'.
- ¡Hombre! ¿Y lo contentos que se van, pensando que han fotografiado algo importante?, -responde, poniendo cara de santo, cuando le reprocho cariñosamente esa mentirijilla.
Y es que Francisco, curtido en las mil y una lides de toda una vida, es un espíritu burlón, que no se cansa de decir que cuando era joven, provocaba hasta terremotos en la región. Desayunaba, comía y cenaba con vino. Ese vino sacrosanto de la comarca, agradable al paladar y leña para el estómago, que actualmente le tiene prohibido ese juez implacable que es, en ocasiones, el señor doctor.
Hay tristeza en sus ojos, y por un momento se advierte un ligero movimiento en sus labios, como si recordara el último chato que estos saborearon. Y no es de extrañar esta tristeza, porque las cepas de Castillejo, al igual que las raíces de su gente, son verdaderos triunfadores frente a un clima que hace del invierno un enemigo implacable, que ataca con saña en un lugar que hace frontera con Segovia y Burgos.
Tampoco me cabe duda de que algo especial tiene que tener esa tierra, para que se instalaran en ella unos caballeros legendarios, que nunca elegían sus emplazamientos al azar, y por el contrario, sí por una muy buena razón. Me refiero, naturalmente, a la Orden del Temple. Y no tengo más remedio que hacerlo, porque son los primeros que acuden a la mente cuando se menciona el nombre del pueblo. Es imposible no ver sus huellas, cuando uno penetra en el interior del templo y observa sus colores destacando -al cabo de los siglos- en la geométrica concavidad de su ábside.
Del castillo, situado a unos cien metros aproximadamente de la iglesia, poco se puede decir; salvo que los restos que aún se mantienen en pie, solitarios y yermos en lo alto de la colina, persisten en su negativa a desaparecer, plantando cara a los organismos oficiales que parece que es ahora cuando comienzan a comprender la importancia histórica de una provincia como Soria que, aún a pesar de sus carencias, siente con orgullo la gloria de un pasado histórico espectacular.
Sabiendo que la morbosidad es una cualidad innata en el ser humano, no sería objetivo terminar la presente entrada, sin hacer referencia, siquiera, al elemento que más curiosidad despierta en turistas y visitantes: los dos canecillos de alto contenido sexual que permanecen, burlonamente, al igual que Francisco, en lo más alto del ábside de la iglesia, desafiando al tiempo y al pudor.
- Todos vienen buscando siempre lo mismo -comenta éste, no sin cierta 'nostalgia', agregando con contundente objetividad: claro, ahora eso ya no tiene tanta importancia; las cosas han cambiado mucho, pero antes...
Declina la tarde cuando dejo a Francisco navegando por el mar de los recuerdos, seguramente recordando esos tiempos en los que, según él mismo cuenta, 'había que quitarse de encima antes de...', y posiblemente también aquéllos otros en los que la bota, aparte de leña para el fuego de su estómago aterido, era, sin duda, una inseparable compañera, de la que también había que saber apartarse 'antes de'...
De cualquier forma, sería injusto terminar esta entrada dedicada a Castillejo de Robledo, sin recomendar el cocido tradicional que se puede degustar en la Venta de Corpes, y que a buen seguro, complacerá con mucho al estómago más exigente, sin menospreciar, en absoluto, platos típicos del lugar, como las almorzaderas (en tiempo de matanza) y el cordero.

martes, 29 de abril de 2008

San Esteban de Gormaz: la Virgen del Castillo

La descubrí por casualidad hace algunas semanas, viendo uno de los capítulos dedicados al 'Camino del Cid' y presentado por el actor Manuel Galiana. 'La frontera del Duero', tenía por título dicho programa y el recorrido, entre otros, se centraba en la hermosa población de San Esteban de Gormaz.
Naturalmente, dado mi interés por la imaginería mariana medieval, no podía dejar pasar la ocasión de acercarme hasta dicha población e intentar arañar -en base a fotografías y tomas de vídeo- algunos de los 'secretos' de tan singular y misteriosa imagen.
El primer intento, lo realicé el sábado, 19 de abril, cuando marché de ruta sin preocuparme de las previsiones meteorológicas, que anunciaban lluvia en prácticamente toda la Península. Llegué a San Esteban de Gormaz, alrededor de las once de una mañana que había despertado plomiza, con los cielos cubiertos de espesos y negros nubarrones, que amenazaban con dejar caer toda el agua que durante el invierno -atípico- había pasado de largo.
Como cabía esperar, el primer atisbo de ésta antigua e importante población, lo constituía el impresionante peñón sobre el que se asientan las ruinas de una antigua fortaleza califal que, comparativamente hablando, semeja una especie de arca varada sobre la montaña, dominando desde su altura las grandes extensiones de terreno que hay a su alrededor.
No era la primera vez que los requerimientos de mis rutas me llevaban hasta San Esteban de Gormaz; de manera que, dejándome llevar por la costumbre, me adentré despreocupadamente por sus estrechas calles, dirigiéndome hacia la parte alta de la ciudad, donde se asientan dos joyas inigualables del románico soriano: la iglesia de San Miguel y la iglesia de Nª Sª del Rivero.
Levantada en el siglo XI, no muy lejos de la fortaleza califal, encaminé mis pasos en primer lugar hacia la iglesia de San Miguel, pensando que en ella encontraría la talla de la Virgen del Castillo, pues hasta entonces aquélla decana iglesia había servido de museo. Cerrada a cal y canto, la guía había dejado una nota en la puerta, en la que informaba que se encontraba en la iglesia de Nª Sª del Rivero, enclavada, no obstante, en las cercanías. Hacia allí me dirigí, no sin antes volver a echar un vistazo a cierto capitel intrigante -de los pocos en los que aún se pueden apreciar, con cierta holgura y nitidez sus motivos primigenios- que muestra una serpiente enroscada de interesantes proporciones y especulativo significado.
No puedo, si no, continuar añadiendo que mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré con que aquélla hermosa iglesia que había visitado en todo su esplendor durante el pasado mes de agosto, estaba despojada de bancos y elementos decorativos, a excepción del Retablo Mayor en el que descansa -hermosa y soberana- una Virgen que cuenta con una gran devoción popular, debida, en gran medida, a los numerosos milagros que se la atribuyen: la Virgen del Rivero.
De una u otra manera, aquello, pese a todo, constituyó un 'factor suerte' digno de tener en cuenta, pues me permitió fotografiar a placer -he de añadir, que no hubo impedimento alguno, y a cierta distancia el foco del flash tampoco podía constituir un elemento de riesgo- los hermosos frescos románicos, que aún se conservan en parte en el ábside, y ofrecen una idea del esplendor artistico que en su día tuvo el interior de la iglesia.
Con elegante amabilidad, la guía atendió mis requerimientos de visitar San Miguel, y acompañados de otra visitante que se nos unió, nos encaminamos hacia allí los tres, en mi caso por segunda vez.
Al igual que en la iglesia de Nª Sª del Rivero, en San Miguel también se estaba procediendo a una rehabilitación, como se demuestra en la fotografía de la entrada anterior, donde se aprecia el suelo de la zona absidal en la que se ubica el altar, totalmente levantado. A excepción de algunas losas y algunas estelas funerarias, todos los objetos que se podían contemplar en verano, ya no estaban, incluida la Virgen del Castillo. No obstante, esto no significó, en modo alguno, que mi vista no mereciera la pena; por el contario, me permitió admirar y fotografiar también otros originales frescos románicos, de cuyos pormenores hablaré en otra ocasión.
- La Virgen del Castillo -me confió la guía- se encuentra actualmente en la Parroquia de San Esteban.
Hacia allí me encaminé algunos minutos después. Cuando llegué, la Parroquia de San Esteban estaba cerrada, por lo que tuve que volver una semana después, concretamente el sábado pasado, día 26.
Asistí, lo más discretamente posible al acto de la liturgia que se estaba celebrando y cuando ésta finalizó, busqué al párroco. Lo hallé en la sacristía, y explicándole lo que hacía, así como el interés que sentía hacia la Virgen del Castillo, solicité su permiso para fotografiarla; solicitud que atendió con una amabilidad y una generosidad encomiables, detalles ambos por lo que le estaré siempre sumamente agradecido. Vayan, pues, mis más sinceras gracias al párroco de San Esteban, cuyo nombre -mea culpa y pido perdón- olvidé preguntar, dejándome llevar por el entusiasmo del momento.
Se trata, sin duda, de una hermosa talla, cuya edad debe de remontarse a finales del siglo XII o principios del siglo XIII, que -dado su excelente aspecto actual- ha debido ser restaurada no hace mucho tiempo y que, a diferencia de otras tallas de la época, no parece haber sufrido mutilación alguna en sus miembros.
Los colores, tanto del vestido de la Virgen, como el del Niño, son el dorado -abundante- ribeteado de rojo y capa sobre los hombros, colores tradicionales, junto con el verde, en este tipo de representaciones artisticas.
A diferencia de otras tallas, la Madre luce un tocado blanco en la cabeza. Destaca, y es un detalle que se observa en la gran mayoría de tallas románicas, la poca conexión existente entre los rasgos de la Madre y los rasgos del Hijo, resultando aquí de una llamativa evidencia, el contraste entre el cabello negro de la Madre y el cabello rubio del Hijo.
Éste, hace la señal de bendición -detalle bastante común- con su mano derecha, manteniendo un libro cerrado -señal esotérica para algunos autores- en la mano izquierda. A la Madre, le falta el símbolo -fruto, bola o pomo son los más generalizados- que presumiblemente debía de tener en la mano derecha. Con la izquierda, mantiene sujeto al Niño.
Apenas existen referencias acerca de ésta talla, salvo que estuvo muchos años en el castillo. No obstante, se trata de una excelente talla románica, que merece un lugar de honor dentro de la variada gama correspondiente a la imaginería mariana medieval de la Península Ibérica en general, y de la provincia de Soria en particular.
Curiosamente, existen varias tallas que llevan la denominación 'del Castillo'. Aparte de la presente, las más evidentes son las dos que se encuentran en el pueblo de Calatañazor.