El nevero árabe de Medinaceli


Utilizados hasta hace relativamente poco tiempo -aunque en algunos pueblos de Aragón y los Pirineos continúan en vigencia, como puso de manifiesto Peridis en alguno de los capítulos de la serie 'Las claves del románico'- los neveros constituyen otro de los elementos legados por la cultura árabe, que permaneció asentada en la Península durante muchos siglos, una vez derrotado el ejército visigodo del rey Rodrigo en la famosa batalla del río Guadalete, acaecida en el año 711.

Soria, sin duda, es una de las provincias que más recuerdan ésta presencia, como atestiguan la gran cantidad de fortalezas y torres de vigilancia, así como los nombres de numerosos pueblos, distribuídos a todo lo largo y ancho de su geografía provincial.

Medinaceli, la Occilis celtíbera o la Medinet al-Salim sarracena, es uno de esos lugares emblemáticos, donde esa presencia continúa aún vigente, ofreciendo al visitante una excelente visión panorámica de su histórico y arcaico esplendor. No en vano, de ella partieron numerosas de las expediciones de conquista y saqueo del caudillo árabe Almanzor, el 'azote de los reinos cristianos', y en ella asegura la Tradición que murió y fue enterrado, rodeado -como no podía ser menos- de sus incalculables tesoros.

También asegura la Tradición -recogida en su momento por Juan García Atienza, infatigable 'Perquisitore' de la España mágica- que en Medinaceli se ocultó -entera o en parte- la famosa 'Mesa de Salomón', puesta a salvo poco antes de la conquista musulmana del reino de Toledo.

Para quien no haya tenido la oportunidad de pasear por sus calles, empedradas y estrechas, que aún conservan buena parte de su encanto y sabor medieval, tal vez todo esto se les antoje un cuento. Porque, al fin y al cabo, ¿qué lugar de la Península no tiene su correspondiente leyenda, y en cuál de ellos, un inmenso tesoro moro no está esperando al valiente que se atreva a ir a buscarlo, enfrentándose con el terrible sortilegio que lo proteje?.

No obstante, aquél que pasea tranquilamente por ella y se deja impregnar por su hechizo, llega un momento en el que intuye -aún a pesar de no haber escuchado a los gallos cantar al amanecer, como el poeta norteamericano Ezra Pound- que cualquier cosa es posible.

La última vez que estuve allí -mejor dicho, que estuvimos allí, pues una infatigable compañera de aventuras venía conmigo- regresábamos más o menos satisfechos de nuestra cita con el solsticio de invierno en el Cañón del Río Lobos. Quien recuerde esa fecha, recordará también que el día amaneció gris y que el cielo, cubierto de oscuros nubarrones, no le dio ninguna oportunidad al sol. Pero aún así, sin poder comprobar in situ la posibilidad de que un rayo de sol -preciso y puntual, como ese, por ejemplo, que atraviesa el rosetón de la catedral de Chartres, señalando un punto preciso, en una fecha y una hora determinadas- nos ofreciera una grata sorpresa en el interior de la ermita de San Bartolomé, nuestra experiencia fue, sin embargo, rica en matices, y desde luego, memorable.
Una lluvia fina y persistente nos acompañó durante gran parte del camino de regreso, aunque no nos impidió -una vez repuestos con una frugal comida, acompañada de su correspondiente café, caliente, oloroso y humeante- pasear un rato por la ciudad, a duras penas cobijados bajo la sombra de un paraguas cuya extensión no daba para los dos.
Aunque sabía de su existencia, no había tenido oportunidad de verlo hasta entonces. En realidad, se puede achacar mejor a una cuestión de olvido, pues tengo la costumbre de detenerme siempre en Medinaceli, bien sea para desayunar, comer o repostar. Previamente, pasamos por un curioso edificio en ruinas -que enseguida me llamó la atención- cuyo cartel informaba que, aunque de incierto origen; influencia oriental y posible sinagoga judía en tiempos, fue Parroquia, no obstante, hasta 1558, año en el que se convirtió en 'morada de devotas y aristocráticas mujeres', según se puede leer en el cartel informativo colocado al efecto por la Junta de Castilla y León. Me refiero, a San Román, lugar que en el pasado, dicho sea de paso, albergó los Cuerpos Santos de los Patronos de Medinaceli, mártires de África.
El nevero se encuentra, precisamente, en las cercanías, bajando una pequeña hondonada que linda con un descampado que, al parecer, se utiliza para verter basura, desmereciendo por completo el entorno. Su forma no deja de recordar -comparativamente hablando- la casamata de un búnker, y como tal, su función era la de proteger o conservar. En este caso que nos ocupa, y supuestamente situado en el lugar teóricamente más frío de la ciudad, la ladera norte, los árabes almacenaban la nieve durante el invierno, para después, en verano, guardar allí las frutas, hortalizas y otros alimentos perecederos, donde se conservaban frescos y a salvo de la descomposición. Constituía, pues, todo un avance tecnológico y una clara señal de madurez científica, formando parte de esa extraordinaria cultura que, vista desde un lado meramente humanista, contribuyó también a extender por la Península el Arte, la Ciencia y el Progreso en la época, y cuya denominación -Al Andalus- aún despierta admiración.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Interesante ese nevero arabe. He estado muchas veces en Medinaceli, pero jamas vi ese nevero, Por supuesto que sera destino para mi proxima vista a tierras de Medinaceli.

Diario de un burgense.
juancar347 ha dicho que…
Te lo recomiendo. Es muy interesante de ver y está en perfecto estado.
Anónimo ha dicho que…
la de almanzor y los tesoros ocultos es una de esas historias que se repiten con distintos protagonistas en otros tiempos y latitudes, o incluso que se reivindican como propias en otras coordenadas. por ejemplo, en sierra magina reclaman para sí albergar, si no la tumba, sí el tesoro oculto de este caudillo. nadie lo ha encontrado, claro, sería matar la gallina de los huevos de oro.
un slaudo,
el de tiermes.blogia.com

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