martes, 20 de noviembre de 2007

Ven a Soria...¡y sal, si puedes!

domingo, 18 de noviembre de 2007

Gente de la provincia: un tesoro humano que descubrir



'Hoy como ayer, mañana como hoy,

y ¡siempre igual!

Un cielo gris, un horizonte eterno,

y ¡andar...andar!'

[Gustavo Adolfo Bécquer]


Introducción
Cuando emprendo viaje por la provincia, generalmente tengo claro a dónde quiero ir y qué es lo que espero encontrar. Como buen 'cazatesoros' -el epíteto se lo debo a mi amiga Teresa- soy un rastreador de pistas, siendo éstas tan variadas, como variada e insaciable es, en el fondo, mi curiosidad. Son tantos los tesoros; tantas las maravillas por ver, descubrir, sentir y valorar que, residiendo a más de doscientos kilómetros, no tengo más remedio que lanzarme a la carretera con las primeras luces del alba, si quiero aprovechar -lo más intensamente posible- las pocas horas que me restan entre la ida y la vuelta.
Tales prisas, por supuesto, hacen que apenas tenga tiempo para 'explorar' lo que, en mi opinión, es el mayor tesoro que uno se puede encontrar en la región que visita: sus gentes.
Por eso, la presente entrada está dedicada a una de esas piedras preciosas que constituye, en su justa medida y proporción, parte de ese inmenso tesoro humano que, en nuestra ignorancia, solemos, generalmente, infravalorar; o, en su defecto, dejar pasar sin más pena ni gloria.
No sé si Restituto Martínez tendrá ocasión de ver su foto en el Blog, o incluso de llegar a saber alguna vez que alguien ha hablado de él. Posiblemente, ya no le distraiga ni la televisión, si es que alguna vez lo hizo, aunque quizás continúe siendo un incondicional de la radio, como muchas otras personas de su edad. Pero no importa: estoy seguro de que cuando nos despedimos, estrechándonos la mano en la puerta de la iglesia, supo enseguida que mis gracias fueron totalmente sinceras. Sin tener nada más que demostrar, sólo me resta añadir en la presente introducción, las siguientes palabras:
Restituto, ¡va por usted, y muchas gracias otra vez!.

1
Sábado, 17 de noviembre. Detenido junto a la puerta de la iglesia, echo un vistazo a mi alrededor. No se ve un alma. Son cerca de las diez de la mañana, y al parecer, en Fuentelcarro los vecinos todavía duermen. Abro la bolsa que, como un fiel compañero, me acompaña siempre en todos mis desplazamientos. En su interior, las herramientas de trabajo, inertes, esperan el momento de verse liberadas de su encierro y ponerse a trabajar frenéticamente. Hago un breve recuento visual, comprobando que llevo todo lo necesario: las cámaras, el cuaderno de notas, pilas, tarjetas gráficas, baterías de repuesto...Incluso un paquete de tabaco que compré temprano en Medinaceli, cuando me detuve -como de costumbre- a tomar café, estirar un poco las piernas y repostar.
Hace frío, aunque el día, claro y despejado de nubes, augura un tiempo excelente, inhabitual de un mes como noviembre. Saco de la bolsa una de las cámaras -la Nikon, excelente, llegado el caso, para interiores-, y dando una vuelta alrededor de la iglesia, tomo algunas fotografías desde diferentes ángulos.
Se trata, en mi opinión, de un edificio tosco y austero; sin arquivoltas, capiteles, canecillos o cualquier otra aparente floritura que denote una ancianidad e influencia románica que pueda ser valorada artísticamente, incluso por un amante aficionado de este estilo. Pero a juzgar por la información de que dispongo, el verdadero 'tesoro' artístico, así como histórico, se encuentra, sin ninguna duda, en su interior.
Este detalle, me trae a la memoria parte de la interesante conversación que mantuve el día anterior con Montse, una amiga cuyas inquietudes parecen estar en sintonía con las mías y que, refiriéndose a la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, me comentaba con mirada soñadora:
- Comparativamente hablando, San Baudelio es como una granada: no ves la belleza de su fruto hasta que no la abres y penetras en su interior.
Tales eran, repito, mis reflexiones, mientras rodeaba curioso la iglesia de la Virgen del Portillo, aguardando a que algún vecino asomara por la puerta de su casa, para abordarle en busca de información.
Por fortuna, el 'milagro' no tardó en producirse. Para entonces, los rayos del sol iluminaban buena parte de la fachada parroquial, y aunque comenzaba a agradecer aquélla fuente gratificante de calor, me encaminé sin dudar hacia una casa de paredes inmaculadamente blancas, que aún permanecía en la sombra, en el preciso momento en el que su propietario, cerrando despacio la puerta y escondiendo a continuación las manos en lo más profundo de los bolsillos de su pantalón, se disponía, supuse, a dar su habitual paseo matutino por los alrededores del pueblo.
2
Se trataba de un señor mayor, de aproximadamente un metro sesenta de estatura, sonrisa franca, ojos oscuros, vivaraces como los de un zorro y las nieves del tiempo alojadas -igual que esas otras que perduran durante todo el invierno en las cumbres solitarias del Moncayo- para siempre en el escaso cabello que circundaba su cabeza.
Calzaba unas confortables zapatillas de felpa, a cuadros -de 'esas de toda la vida', convencionales, pero ideales para llevar los pies abrigados- donde se entrecruzaban colores como el marrón, el negro y el gris.
- Vamos al sol, que a la sombra no hay quien pare, -recuerdo que fue lo primero que sus labios dijeron cuando me acerqué a él, y después de desearle los buenos días, le preguntara por la persona con la que tenía que hablar para poder visitar la iglesia por dentro.
- Los de esa casa tenían una llave, -dice, señalando con la mano en dirección a una casona de dos plantas, de buen aspecto y paredes pintadas de un agradable color café con leche, en uno de cuyos laterales se hallaba aparcado un Audi con matrícula de Barcelona-, pero ya no están. Les tocó la lotería el año pasado -comenta a continuación, añadiendo como si tal cosa: cien millones...
Reconozco que el hombre ni siquiera se inmutó cuando sus labios terminaron de pronunciar ésta cifra. Y no obstante, yo -apenas durante una fracción de segundo- vi estrellas de colores revoloteando a su antojo por mis pensamientos, pensando en todas las cosas que podría hacer con semejante cantidad de dinero en el Banco.
A pesar de todo, volví inmediatamente a la realidad, cuando el viejete, iniciando un movimiento en dirección a la carretera que -como la flecha de Cupido- atraviesa en dos el corazón del pueblo, exclamó:
- Mi hijo tiene otra llave. Mira, por ahí viene...
En efecto, un Seat Ibiza de color blanco acababa de girar una calle más arriba y bajaba renqueante la cuesta, dirigiéndose hacia la salida del pueblo. El viejete le hizo una seña con su mano menuda -a través de cuya delgada piel podía apreciarse el color violáceo de las venas- deteniendo el conductor el vehículo cuando llegó a nuestra altura.
Una vez puesto en antecedentes de mis deseos, el hombre paró el motor del coche y apeándose, hurgó en los bolsillos de su pantalón, sacando un manojo de llaves. No tardó en localizar la que buscaba, e indicándome que le acompañara, nos encaminos los tres hacia la puerta de la iglesia.
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Hubo un momento, sin embargo, en el que pensé que mis deseos se verían frustrados, pues -seguramente por efecto del frío o a consecuencia de la humedad- la madera de la puerta se había quedado encajada por la parte de abajo, obstinándose en no ceder. Por fortuna, aunque no antes de considerables esfuerzos -todo hay que decirlo- ésta terminó cediendo y el rayo de luz que penetró en su interior iluminando los bancos, iluminó, también, todas y cada una de mis expectativas.
Enseguida descubrí, a poco de echar un primer vistazo, el conjunto de maravillosas figuras marianas que Teresa había localizado a través de Internet y cuyas imágenes me había remitido por correo electrónico, apenas un par de días antes.
Después de despedirme y dar las gracias al hombre que tan amablemente había accedido a abrirme la iglesia, éste se marchó, mientras yo -depositando la bolsa en uno de los bancos- me dispuse, cámara en mano, a no perder detalle alguno de todo cuanto me rodeaba, siempre bajo la supervisión del viejete, que permanecía en el umbral de la puerta, como una flor abriéndose a los rayos del sol.
4
Un detalle que enseguida me llamó la atención, fue lo curioso, limpio y organizado que estaba el interior del templo. Incluso había jarrones con flores frescas, y tanto sobre el altar, los bancos y las hornacinas, no se apreciaban rastros de polvo, o de cualquier otro elemento que sugiriese -siquiera remotamente- una idea de abandono o dejadez.
De vez en cuando, el hombre hacía algún comentario. Fue así como, aparte de su nombre -Restituto Martínez, nombre cuyo santo, según él, no parecía 'ser muy fuerte'- comencé a enterarme de algunos avatares de su vida, mientras no perdía detalle de los objetos que me habían inducido a emprender viaje.
Recuerdo que me hallaba poco menos que embelesado, observando y fotografiando el maravilloso retablo sobre el que brillaba con luz propia una no menos maravillosa talla en madera de Santa Ana, portando en sus brazos a la Virgen y al Niño -trilogía excepcional de una Sagrada Familia, compuesta de abuela, madre y nieto- cuando Restituto me comentó -como si fuera lo más natural del mundo- que el próximo día 9 de diciembre cumpliría 91 años.
Tal longevidad -pensé, admirado- constituía todo un desafío al saber estar en el mundo; máxime, cuando apenas unos segundos después, añadió, con gesto ligeramente mohíno:
- Hace poco estuve cinco días ingresado en el hospital. La única vez en mi vida que he estado en un hospital...
Reconozco que apenas supe qué decir, mientras tomaba unos primeros planos de una excelente representación de Cristo crucificado, sin dejar de observar el instrumento de su calvario que, para echar más leña a aquél conjunto de asombrosas obras de Arte, invitaba inmediatamente a la especulación simbólica por su inequívoca forma de Tau.
Incluso creí distinguir varias cruces patadas -señal inequívoca de un posible recuerdo de la presencia de los Milites Templi en la zona- coronando el marco de los pequeños retablos colocados en fila en la pared izquierda, cuando Restituto continuó diciendo:
- Mi mujer murió hace tres años...
Hubo un momento en el que me sentí ligeramente desconcertado, dudando entre continuar mi exploración del lugar, o mostrar mi faceta más humana y solidaria con aquél simpático abuelete que -por capricho, aburrimiento o porque simplemente yo también constituía una novedad para él- veía la oportunidad de desahogarse hablando, sin que le importara en absoluto hacerlo con un completo desconocido.
De alguna manera, esa aparente y espontánea confianza me hizo sentir orgulloso, e incluso más cercano con aquellas sencillas gentes, cuya humilde idiosincracia no dejaba de ser -bajo mi particular punto de vista- toda una lección de saber vivir, que deberíamos aprender los habitantes de las grandes capitales, quienes nos pasamos prácticamente toda la vida ignorándonos entre sí.
Aquél 'sentido de la vida', primordial y sencillo, como decía, me hizo recordar un antiguo axioma, que da por hecho que cada persona, sin duda, es en sí misma todo un mundo.
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Frente a la hornacina encristalada que guarda la imagen de la Virgen del Portillo, bajo cuya advocación se encuentra la iglesia, Restituto, con toda su buena voluntad, no pudo evitar dejarse llevar por la tentación de explicarme:
- Fue un regalo que una maestra de Manresa donó al pueblo hace sesenta años.
De menor importancia histórica, desde luego, la imagen de la Virgen del Portillo, sin embargo, no dejaba de tener -en mi sincera opinión- una belleza digna de tener en cuenta también.
Pero mi objetivo, el auténtico motivo que acaparaba toda mi atención, se hallaba a un metro escaso de ésta, gloriosa, inconmensurable, resguardada bajo un manto de color blanco ribeteado de oro que conseguía resaltar aún más, si sabe, su hermosa tez morena, coronada por una impresionante corona. Frente a mí, tan cerca que podía tocarla con los dedos con sólo extender la mano, se hallaba toda una Majestad, una maravillosa virgen románica que, posiblemente y sin precisar la ayuda del carbono 14, su edad podía remontarse a los siglos XI ó XII.
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Restituto, en su feliz ingenuidad, apenas se sorprendió cuando, excitado por la emoción, intenté explicarle el maravilloso tesoro que tenían en la iglesia. Ni siquiera conocía el nombre de aquélla Virgen. Tampoco el de otra figura de parecida influencia románica, de madera policromada, que soportaba en su brazo izquierdo la figura de un niño de extensa y leonina cabellera, que inmediatamente llamaba la atención.
Sabía, no obstante -porque así me lo confirmó Restituto- que esa figura había sido 'limpiada'; trabajo que, sin duda, no había conseguido cumplir su objetivo de disimular un color negro, cuyo rastro resultaba notablemente evidente, sobre todo, observando los dedos de su mano derecha, precisamente aquélla que quedaba libre...
Algunos minutos después, una vez convencido de que había obtenido suficiente material gráfico para hacer un estudio lo más riguroso posible sobre la influencia del románico en la región, aún permanecí algún tiempo en la puerta platicando con Restituto, a quien parecía complacer hablar acerca de él y de su entorno -los cimientos de su actual casa habían comenzado a levantarse en 1941- como lo haría con cualquier otro vecino del pueblo.
Oyéndole hablar, era imposible no hacerse una idea, siquiera aproximada, de cómo sería la vida en una población pequeña, de recursos agrícolas posiblemente limitados, pero que se aferraba con confianza a un lugar situado sobre una colina, en mitad de ninguna parte y posiblemente batido con dureza en invierno por la nieve y el viento. Un pueblo, que los martes quedaba prácticamente vacío porque todos los vecinos -a excepción de Restituto- marchaban al mercado de Almazán a vender los productos que extraían de la tierra gracias a su esfuero y laboriosidad.
A media mañana -aún tenía marcados en la agenda otros objetivos y lugares- con el sol ya alto sobre un cielo espléndido, despejado por completo de nubes, abandoné Fuentelcarro sintiendo la curiosa sensación de haberme perdido en un lugar que, por alguna curiosa circunstancia, el tiempo había decidido detener también su camino y como un peregrino más, permanecer despreocupadamente ocioso bajo el agradable calor de los rayos del sol.

Publicado en STEEMIT, el día 18 de febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/gentes-de-soria-un-tesoro-humano-que-descubrir

Arganza: crónica de un pueblo abandonado






A 51 kilómetros de Soria capital, y a menos de dos kilómetros de la hermosa población de San Leonardo de Yagüe, formando parte del impresionante paraje conocido como el Cañón del Río Lobos, un pueblo, Arganza, descansa en soledad mientras los tejados de sus casas van desmoronándose poco a poco, heridos mortalmente por el tiempo y la dejadez de los que un día fueron sus habitantes: nueve, si hemos de fiarnos del Censo del año 2004.
El visitante que llega por primera vez a Arganza, tiene la curiosa sensación de que en cualquier momento un niño puede salir corriendo de una casa y cruzar despreocupadamente la carretera que, en excelente estado de conservación -al menos en ese tramo- se dirige, alternando rectas y curvas como una formidable serpiente de alquitrán, hacia la cercana población de Santa María de las Hoyas, y más allá, en dirección a Peñaranda de Duero. Pero aunque nunca está de más extremar las precauciones, difícilmente podrá llegar a ver a algún ser humano, a excepción de aquellos que continúan viaje por la carretera, sin detenerse siquiera a echar un vistazo empujados por la curiosidad.
Sin embargo, aquél otro que sí lo hace, sin importarle emplear algunos minutos en pasear por sus calles desiertas, pronto se dará cuenta de que el silencio no es, sino, circunstancial y le bastará dirigir su mirada hacia el cielo, para convencerse enseguida de que, en realidad, no está solo.
En efecto, sin precisar situarse en un punto especial de observación, disfrutará, sin duda, del inolvidable espectáculo de observar impresionantes bandadas de un auténtico símbolo de la comarca -el buitre leonado- evolucionando libremente por el cielo, semejantes a cometas cuyos hilos manejasen las manos invisibles de unos niños, cuya evolución las circunstancias han querido que terminen de convertirse en hombres en cualquier otro lugar.
Si es observador, se dará cuenta, también, de que por alguna curiosa razón, o quizás porque el fenómeno responde tan sólo a la casualidad, éstos evolucionan planeando en círculo por encima de la iglesia románica, cuya advocación está consagrada a San Juan Bautista Degollado, así como por el pequeño cementerio situado en el punto más elevado, desde donde se puede contemplar una vista que abarca el pueblo entero.
Tal vez, empujado por la casualidad, mientras se dirige hacia ésta, la nostalgia le haga recordar esa antigua y entrañable serie de Televisión Española, conocida como 'Crónicas de un pueblo', y haciendo uso del poder de su imaginación, crea ver al cartero, zurrón al hombro, subiendo penosamente la cuesta algunos metros por delante de él, con una mano atusándose nervioso su poblado mostacho y con la otra agitando una carta en dirección al señor cura que, escoba en mano, ladea pesaroso la cabeza encomendándose a Dios, mientras despeja de polvo y hojas la entrada de la iglesia. Puede que se imagine, también, al maestro impartiendo una clase práctica por los alrededores del pueblo, haciendo recuento, displicente, suspirando con alivio al comprobar que no se le ha perdido ningún niño; o que se recree, escuchando vehemente, los comentarios de las comadres, mientras observa cómo los restos del jabón con el que frotan la ropa se aleja rápidamente río abajo, hasta perderse definitivamente de vista.
Recorriendo la nave exterior de la iglesia, no dejará, tampoco, de sorprenderse al contemplar las curiosas figuras labras en la piedra de los capiteles, preguntándose, intrigado, qué mensaje quería señalar el artista medieval al representar imágenes y símbolos de curiosa idiosincracia. Pensará en una clara influencia de origen oriental, al contemplar a dos fieros leones devorando a una presa y no dejará de preguntarse por el significado de un curioso símbolo -la piña- perfectamente labrado por encima de ellos.
Sin saber la razón de que los capiteles estén parcialmente lapidados, se encontrará, poco después, con varias figuras de terrorífica apariencia y características genuinamente mitológicas que, posiblemente basadas en los antiguos mitos helenos, le harán recordar las fantásticas historias de dioses, monstruos y héroes que hace mucho tiempo, y poco menos que de pasada, constituyeron una materia de estudio en su formación escolar. Incluso creerá distinguir, eso sí, echando mano otra vez del portentoso poder de su imaginación, una curiosa figura que le recordará el milagro del gallo decapitado o, en su defecto, le sugerirá una simbología de carácter decididamente gnóstico en una iglesia cristiana.
Detenido frente al pórtico de entrada, no dejará de observar, en absoluto, las escasas marcas de cantería que, como una señal de identificación, le inducirán a preguntarse por su auténtica finalidad.
Dejándose acariciar por los rayos del sol, así como también por el aire fresco de la sierra, que de vez en cuando le obliga a subir un poco más la cremallera de su anorak, ascenderá la colina en dirección al cercano cementerio y desde la verja de la puerta observará, intrigado, que los deudos descansan en paz, aunque no en un olvido definitivo. Le sugerirán esa impresión, los ramos de flores que, aunque artificiales pero en excelente estado incluso de color, ofrecen testimonio de una cercana visita y supondrá, en buena ley, que, después de todo, el fenómeno de la migración no ha llevado demasiado lejos a unos parientes que seguramente hoy día residan en lo que en tiempos constituyera, según dicen, un barrio de Arganza: San Leonardo de Yagüe.
De vuelta otra vez en dirección a donde ha dejado estacionado su vehículo, se detendrá pensativo al darse cuenta de un detalle que ha pasado por alto, e imaginará que esa mesita y esos bancos de piedra blanca situados junto a la entrada de una casa ofrecen, inmóviles y en silencio, testimonio de pasadas reuniones familiares; de comidas compartidas, y prosiblemente, ¿por qué no?, de agradables conversaciones, nocturnas y veraniegas, a la mágica luz de las estrellas.
En definitiva, una visita al despoblado de Arganza no dejará, de ninguna manera decepcionado, al visitante que un día, empujado por el destino, se deje caer por allí.