lunes, 5 de noviembre de 2007

Callejeando por Medinaceli

'Yo, como Don Quijote, me invento pasiones solo para ejercitarme'
[Voltaire]



domingo, 4 de noviembre de 2007

La Magia de San Baudelio

'Los personajes siempre llegan a la hora exacta al lugar en que se les espera'
[Paulo Coelho: 'El peregrino de Compostela. Diario de un mago']


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San Baudelio, un nombre que -indiscutiblemente unido al indicativo 'de Berlanga'- produce en el que suscribe un cúmulo de sensaciones tan variadas, que el único adjetivo que se me ocurre para intentar hallar el 'mínimo común múltiplo' y agruparlas en una sola palabra clave, es: electrizante.
Esa sensación fue la que me erizó el vello del cuerpo el pasado sábado, cuando, de madrugada -los primeros bostezos del sol dejaban nubecillas doradas en la retina, que hacían que ésta a duras penas consiguiera fijar las lindes de la carretera- me encaminaba hacia El Burgo de Osma, donde Marina -otra amiga entrañable, cuya amistad me honra y enriquece- tenía que contarme un sin fin de experiencias acaecidas en un lugar no menos electrizante que el anterior: la ermita de San Bartolomé de Ucero y el entorno del Cañón del Río Lobos.
Hacía fresco a hora tan temprana, aunque la ausencia de nubes y ese sol, como digo, que comenzaba a bostezar perezoso por la dirección en la que solían orientarse multitud de enterramientos medievales, auguraba otro día espléndido, impropio de ese clima mortecino y frío, característico de un mes como noviembre.
Había tráfico en la carretera, para ser sábado y parte de un largo puente, y aunque ninguna retención, por fortuna, intentó poner a prueba mis nervios -curtidos en mil y una idas y venidas diarias al trabajo- la densidad del tráfico era lo suficientemente destacable como para seguir al pie de la letra dos normas básicas de la Dirección General de Tráfico, que todo conductor debe de tener en cuenta cada vez que se pone al volante de su vehículo: respetar los límites de velocidad y mantener una prudencial distancia con el vehículo precedente.
De cualquier manera, sin excesos ni demostraciones inconsecuentes de motor -que no tienen ningún sentido fuera de un circuito de carreras- apenas faltaban unos minutos para las diez de la mañana, cuando enfilé ese figurado camino al cielo -que nada tiene que ver con la autopista de aquél legendario grupo de rock, llamado Led Zeppelin- situado entre las poblaciones de Caltójar y Casillas de Berlanga y que, en mi opinión, se mantiene por completo ajeno a ambas, salvaguardando ese misterio de origen mozárabe que se ampara, al menos, en dos cualidades dignas de tener en cuenta: belleza y soledad.
Llegué a la cima, como decía, poco antes de las diez -paradójicamente, en ese momento no recordé la entrañable canción de Joan Manuel Serrat- cuando apenas el guarda abandonaba somnoliento su venículo, mientras yo aparcaba el mío en la explanada de gravilla que hay a tal efecto, justo enfrente de la ermita.
Alejando las sombras de la noche, los rayos del sol comenzaban a iluminar las sólidas paredes de piedra y mortero, cuya tosca apariencia apenas deja imaginar, al visitante primerizo, el tesoro oculto en su interior. Éste, elevándose por encima del tejado como un glorioso orbe de color blanquecino intenso, semejaba una aparición mariana en mitad de un desierto de montes y quebradas, que parecían extenderse, en sempiterna sucesión, hasta los confines del infinito.
El silencio, apenas roto por el susurro del viento acariciando las ramas quebradas de los arbustos, en ningún momento se me antojó espeso y hostil como en otros lugares solitarios de la provincia, como el castillo en ruinas de Ucero.
Al contrario, resultaba, en mi sincera opinión, un silencio que embriagaba de paz; sensación ésta, por otra parte, que se hizo aún mucho más intensa cuando atravesé el hermoso pórtico con forma de cerradura y penetré en el interior, siguiendo al guarda, que portaba, por si acaso, algunas guías en su mano.
Reconozco, que a pesar de encontrarme en un lugar sagrado, maldecí para mis adentros -también por enésima vez, una por cada visita que realizo- pensando, con una enorme tristeza, en la vergonzosa indecencia que consiguió, allá por los años veinte, elevar el nivel cultural de algunos museos de los Estados Unidos, a costa de la profanación de una joya histórico-artística de nuestro patrimonio, como son los increíbles frescos de San Baudelio. Aún así, desprovista de una parte importante de su inconmensurable gloria, el corazón mozárabe de aquél canal de comunicación directa con Dios, latía en mi imaginación con fuerza suficiente como para mostrarme -aunque sólo fuera de una manera exotérica- la profunda mística que animó los corazones de aquellos seres que un día, tal vez animados por los sueños del Santo Grial que acompañan a su leyenda (leer), decidieron legar para el futuro la huella y el testimonio de su fe.
En mitad del recinto, el árbol más antiguo del mundo, la palmera, elevaba inconmensurable sus ramas hacia lo alto, como un titánico Sansón sujetando el techo, mientras la claridad solar que comenzaba a filtrarse por la puerta abierta descubría poco a poco una pequeña mezquita, sobre la cuál se elevaba un atrio de rincones oscuros y misteriosos, a los que a duras penas llegaba la luz del sol.
No me resultaba difícil, en ese momento de quietud -momento que no duró mucho, todo hay que decirlo, pues las visitas comenzaban a llegar, a juzgar por el ruido de neumáticos que se escuchaba en el exterior- imaginarme un coro de voces cristalinas y angélicas elevándose sobre las cabezas de los fieles que, mirada al frente, hacia el altar, seguían atentamente la liturgia, observados por la bondadosa mirada de San Baudelio, representado de cuerpo entero detrás del altar, a ambos lados de un estrecho ventanal sobre el que descendía, gloriosa, una sagrada paloma que simbolizaba al Espíritu Santo.
Este detalle, me recordó, entonces, la variada fauna de San Baudelio:
El oso, caminando a cuatro patas por la pared situada debajo del coro, dirigiendo su mirada hacia el exterior, en dirección a la libertad de esos valles desolados donde hace muchos siglos lo captó la mirada inquisitiva del artista medieval.
El dromedario, digno representante de ese Oriente lejano y misterioso -supuesto lugar de residencia de un no menos misterioso y enigmático Preste Juan (1)-, dirigiéndose siempre hacia la sombra bienhechora de la palmera, árbol que, entre otros, cobijó a José, a María y a Jesús cuando salieron de Egipto.
No muy lejos de éste -y sin necesidad de hacer un alarde prodigioso de imaginación- poco me costaba escuchar mentalmente los ladridos de los galgos en plena carrera, siguiendo imperturbables el rastro de la presa -posiblemente un ciervo de mirada resignada, representado, también, no muy lejos de estos-, por delante de unos cazadores que posiblemente terminaran exhaustos mucho antes que ellos.
En la pared de la mezquitilla, armado de escudo y lanza, un guerrero observa imperturbable el horizonte que se extiende a través de la puerta de la ermita, mientras su mirada, avizora, juega con la perspectiva del visitante, según se mueva éste hacia un lado o hacia otro.
En un lateral -no por citarlos en último lugar, los considero menos importantes y dignos de tener en cuenta, pues, en mi opinión, representan otra de las lecciones de San Baudelio, la humildad- una pareja de bueyes humillan la frente hacia el suelo, empujando con fuerza un arado rudimentario que araña un suelo en el que más tarde se depositará la semilla que frucitificará en vida y alimento, otra de las 'lecciones esotéricas' de San Baudelio, pues no sólo el ser humano vive del alimento físico, sino también del alimento espiritual.
La sencillez, pues, no es una cualidad ajena a San Baudelio, aunque no resulta sencillo -valga la redundancia- hacerse una idea, siquiera aproximada, de las sensaciones experimentadas por los ermitaños que en tiempos buscaran la Luz de Dios en lo más oscuro e inaccesible de las cuevas que se extienden por debajo de la ermita.
Hay una entrada a éstas -debajo de los escalones que conducen al atrio- cuya boca -negra, a semejanza de esos agujeros que se extienden por el Universo, sobre los que se han realizado multitud de teorías, mientras los astrónomos no terminan de ponerse de acuerdo- apenas deja entrever -desde luego, con la ayuda de una linterna- dos estrechas aberturas que se pierden en la noche subterránea a derecha e izquierda, y que en un momento determinado, recuerdan la ambivalencia de todo lo creado: arriba, abajo; blanco, negro; luz, oscuridad...
Aunque esté mal decirlo, mi curiosidad por seguir adelante y penetrar en el corazón de San Baudelio, quedó irremisiblemente frustrada cuando los primeros visitantes comenzaron a entrar por la puerta, recitando -como una letanía- el nombre de la Comunidad Autónoma a la que pertenecían, cumpliendo así los requerimientos del guarda.
Algunos minutos después, camino ya de esa hermosa e interesante ciudad catedralicia que es El Burgo de Osma, no dejaba de pensar en que, cuantas más veces me alejo de un lugar como San Baudelio, más veces siento la necesidad de volver.
(1): Entre las últimas teorías, algunos autores apuntan a los templarios como creadores del mito.