lunes, 3 de septiembre de 2007

Alcozar: ermita de Nª Sª del Vallejo




'Esta iglesia no tiene lampadarios votivos,
no tiene candelabros ni ceras amarillas,
no necesita el alma de vitrales ojivos
para besar las hostias y rezar de rodillas.
El sermón sin inciensos es como una semilla
de carne y luz que cae temblando al surco vivo:
el Padre-Nuestro, rezo de la vida sencilla,
tiene un sabor de pan frutal y primitivo...
Tiene un sabor de pan. Oloroso pan prieto
que allá en la infancia blanca entregó su soneto
a toda alma fragante que lo quiso escuchar...
Y el Padre-Nuestro enmedio de la noche se pierde;
corre desnudo sobre las heredades verdes
y todo estremecido se sumerge en el mar...'.

[Pablo Neruda: 'Esta iglesia no tiene']

A mitad de camino, aproximadamente, entre las poblaciones de San Esteban de Gormaz y Langa de Duero, en un paisaje rural donde conviven sin desprestigiarse valles y altozanos rocosos que adoptan, según se mire, genuinas y caprichosas formas, un cartel invita al viajero a abandonar por unos momentos el trazado de la carretera N122 y recorrer los 3 kilómetros de aventura que le separan de un pueblo cuyo nombre -Alcozar- aún conserva, en su etimología, reminiscencias de un remoto pasado árabe.
En efecto, coinciden los estudiosos -Ramón Menendez Pidal, entre ellos- a la hora de afirmar que la palabra 'alcozar' proviene del vocablo árabe Al-Qusair, que significa 'castillejo', aunque hay autores -opinión apoyada por la Diputación Provincial- que ven en dicho vocablo una interpretación de ´'límite' -hablando en términos fronterizos- apareciendo como Alcocer en el Cantar de Mío Cid. No lo hacen, sin embargo, en lo que se refiere a situar la posición exacta donde éste -al parecer, poco más que una torre de vigilancia- realmente se levantaba.
Puede despistar al visitante o al curioso que se deja un día caer por allí, observar una torre con un reloj -perfectamente en hora, puedo dar fe de ello- y un peñasco en lo más alto que, por su forma, bien pudiera dar la impresión de ser el castillo al que hacíamos referencia, y que en el siglo XII fue donado a la Orden de Calatrava.
De lo que no parece haber ninguna duda, sin embargo, es de que para levantar dicha torre, en el año 1895, se utilizaron las piedras de lo que quedaba del castillo, situado en el predio Carrasomo, según unos; en el otero Macerón, según otros, o en Piedra Sillada, en opinión de los menos.
Vuelven a coincidir -y en esto se puede afirmar que con unanimidad- que fue en el paraje conocido como Piedra Sillada donde tuvo lugar -en mayo de 995- la desesperada batalla entre el segundo conde castellano -Garci Fernández, apodado 'el de las bellas manos' y también 'el de las manos blancas'- y el incontenible caudillo árabe Almanzor. El conde, herido de gravedad y capturado -se afirma que Almanzor sentía un gran respeto hacia él- murió poco tiempo después, en la ciudad de Medinaceli.
También es posible que el visitante que acude por primera vez al pueblo de Alcozar tenga la fortuna, como la tuve yo, de poder charlar unos minutos con un amable anciano que se encuentre al cuidado de sus nietos y los perros -incapaces tanto unos como otros de dormir la siesta, incluso en un caluroso día del mes de agosto, cuando el sueño te vence después de comer- y siguiendo sus indicaciones, acceder, por una empinada carretera que semeja una escalera al cielo, a un lugar sagrado -pues allí se encuentra el cementerio-, misterioso, y para el amante del arte y la simbología medieval, terriblemente desolador.
Porque he de admitir que no me dejé caer por Alcozar empujado por la casualidad -que a veces ocurre, y a veces también sorprende gratamente-, sino que iba buscando la ermita de Nuestra Señora del Rivero, conocida hasta el siglo XVII como iglesia de San Esteban Protomártir. Bien es cierto que sabía de su estado ruinoso, pues gracias a los libros de Angel Almazán, había tenido oportunidad de ver algunas fotografías que, no me importa confesarlo, me interesaron y mucho. Siempre he pensado que la 'aventura es la aventura', y a pesar de ver en blanco y negro el estado de deterioro de la ermita, pensaba que nada -en el fondo- podía llegar a ser nunca tan rotundamente catastrófico. Craso error. Lo que me encontré, 'aquello' cuyo semiderruído ábside besaba la hierba y las murallas del cementerio era, para mí pesar, dolorosamente ruinoso. Tan ruinoso, que pensé que uno de esos mortales huracanes que azotan constantemente las costas del Caribe había pasado por allí, arrasándolo todo a su paso.
Aún así, corriendo por supuesto el riesgo de que parte de la arboladura que quedaba en pie de aquél maltrecho 'Holandés Errante', superviviente de los primeros años del románico soriano me cayera encima de un momento a otro, pude obtener algunas evidencias de un pasado meritorio y glorioso, cuyo testimonio gráfico hizo que la visita mereciera la pena...y mucho.
No observé restos de pinturas de origen románico en sus castigados muros -hay constancia histórica de una representación del tetramorfo en el presbiterio y del Pantocrátor en el ábside-, aunque sí las suficientes evidencias artísticas como para considerar que aquélla iglesia, por la que actualmente campan a su antojo toda clase de rastrojos y alimañas, merecía, sin duda, un destino mucho mejor.
Decía Borges en uno de sus poemas, el siguiente verso:
'Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido;
ya no rescataremos del olvido
las silenciosas letras de su nombre'.
He de reconocer que algo parecido sentí al ver las figuras destruídas de sus capiteles; el rastro apenas visible en los canecillos de su ábside que, sin embargo, parecían de lo más interesante y originales, los cuales trataré de describir más adelante.
Sí llegué a tiempo, por fortuna, de poder apreciar los restos del artesonado mudéjar que todavía -milagrosamente, en mi opinión, aunque no creo que por mucho tiempo- se rebelaban a compartir el ingrato destino del resto del conjunto, y que aún, a pesar de los escombros, continúan dando cobijo a una pequeña pila bautismal adosada a la pared, que languidece lentamente entre el polvo y los escombros.
Independientemente del estado de conservación -pongamos por ejemplo la iglesia de San Miguel, en la cercana población de San Esteban de Gormaz, la mayoría de cuyos canecillos tampoco ha respetado el tiempo, cuando no la barbarie de los hombres- poco queda, en realidad, de ese mensaje simbólico que todo fiel, peregrino e iniciado conocía, y que incluso en su aspecto menos fundamental y relevante, era fuente de la que también se nutría el pueblo llano: ese conjunto de 'analfabetos' que no sabría qué hacer con un libro abierto en las manos, pero que comprendía el mensaje -al menos en su vertiente exotérica- de las figuras que contemplaba cuando acudía a la iglesia a oir misa.
Para ellos, no era cuestión de licencia artística del cantero, la visión de extraños y terribles animales mitológicos; de demonios y seres grotescos representados junto a santos o escenas sacadas de la Biblia y el Antiguo Testamento, sino que formaban parte de la visión medieval del mundo. De su mundo. Y como también eran mencionados en la Biblia -recordemos a Darwin y la Teoría de la Evolución, así como las polémicas suscitadas aún en pleno siglo XX, sobre todo en algunos estados de la supuestamente progresista Norteamérica- ellos no dudaban, en absoluto, de su existencia. El Bien y el Mal formaban parte activa de lo cotidiano, y ningún lugar mejor que la iglesia como vehículo de transmisión y prevención. Incluído el sexo -recordemos las dos escenas eróticas del ábside de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en Castillejo de Robledo- un tabú considerado sumamente pecaminoso a lo largo de los siglos.
Pero, ¿qué había, en realidad, detrás de toda ésta increíble simbología?. ¿Por qué unos símbolos eran comunes a muchas iglesias, situadas en diferentes lugares e incluso muy distantes entre sí, mientras que otros símbolos parecían ser 'autóctonos', como si pertenecieran en exclusiva a un determinado sitio y lugar?.
Poco queda, es cierto, en la malograda iglesia de Nuestra Señora del Rivero, como para llegar a profundizar en demasía, intentando aportar datos genuinos y de interés. Pero al menos, en mi opinión, sí queda lo suficiente como para saber que en el siglo XII, cuando se erigió, era un lugar de cierta relevancia.
Frontera entre tierra cristiana y mora -hubo un tiempo en que perteneció a la cercana provincia de Segovia- su historia se remonta mucho más allá en el tiempo, a la Edad del Bronce, cuando no evidencia rastros de la presencia romana en los alrededores, nutriéndose, por tanto, de numerosas fuentes.
Fuentes, por otra parte, que confluyeron -como ese tren que se detiene en el apeadero y siempre deja en el andén algún viajero desconocido- en la iglesia de Nuestra Señora del Rivero.
Elementos de origen árabe -el artesonado mudéjar- se entremezclan con otros -por ejemplo los 'medallones' que guardan en su interior estrellas de siete puntas- de posible origen celtíbero, y otros símbolos -comunes a otras iglesias románicas- como el barril y los motivos vegetales, cuya interpretación resultaría extensa y variada, dependiendo siempre de la planta en cuestión. Y por si los enigmas fueran pocos, queda la cuestión de su orientación, hacia el norte cuando, por regla general, los templos cristianos suelen estar orientados hacia el este, en dirección a la salida del astro rey por excelencia: el sol.
Puede que la iglesia de Nuestra Señora del Rivero esté a punto de expirar, olvidada en lo más alto de la colina, mirando con tristeza hacia el pueblo de Alcozar, fiel custodia de sus deudos que reposan para siempre en el cementerio. Pero de lo que no me cabe ninguna duda, es de que todavía no ha dicho la última palabra.