lunes, 27 de agosto de 2007

Crónica de una visita al castillo templario de Castillejo de Robledo


Suelen estar situados, por razones de evidente estrategia militar, en lugares destacados por su altitud, semejando águilas al acecho, vigilando siempre los cuatro puntos cardinales que delimitan el entorno a su alrededor. Enteros, semiderruídos o en completa ruina, los castillos -precursores de un mundo destinado a hacer del concepto de frontera un postulado de civilización- cuentan en su longeva existencia con una historia que ni siquiera el tiempo ha sido capaz de borrar del todo, aunque haya conseguido hacerse con la gran mayoría de sus secretos.

Como no podía ser de otra forma, del semiderruído castillo que corona uno de los promontorios más altos del pueblo de Castillejo de Robledo, se puede decir que fue sede templaria hasta la disolución de la Orden en 1311; que tras la mencionada disolución, pasó a manos de otra Orden: la de San Juan; que lo que hoy constituyen campos de labranza -en virtud de la Desamortización producida en el siglo XVIII- en otros tiempos constituían extensos bosques donde abundaba el roble -recordemos a los druidas y la veneración que sentían por él- que se extendían hasta los límites de las provincias de Segovia y Burgos; que entre sus propietarios figuraron los condes de Miranda y Peñaranda, o que en sus inmediaciones tuvo lugar el vergonzoso episodio de 'la afrenta de Corpes', donde los condes de Carrión ultrajaron a las hijas del Cid.
Históricamente, podría decirse mucho más. Pero no quiero hablar de Historia, sino de sensaciones. Concretamente, de ese tipo tan especial de emotividad que producen los sitios que un día tuvieron su importancia y actualmente se ven aquejados por la terrible enfermedad del olvido y la nostalgia.
A diferencia de la solidez de los castillos utilizados por Hollywood para situar la residencia maldita del rey de los vampiros por antonomasia -por poner un ejemplo-, darse una vuelta por las ruinas del castillo templario de Castillejo de Robledo, no produce, sino, una sensación de olvido y desasosiego, donde uno tiene que hilar muy fino para escuchar otro sonido que no sea el del viento colándose a su antojo por los huecos de sus muros desmoronados. Pocos elementos quedan que puedan ser identificados, a excepción de un par de puertas -de estilo gótico una de ellas- desde las que se puede obtener una cálida y romántica visión del pueblo, y el aljibe, repleto de inmundicias, en cuyo fondo las moscas y mosquitos zumban con saña. Los pocos muros que aún se obstinan en permanecer erguidos, apenas bastan para hacerse una idea de su forma y diseño originales, amenazando -cuando el viento sopla con fuerza- con capitular definitivamente y desmoronarse como un castillo de naipes, haciendo rodar las piedras ladera abajo, en dirección a la carretera que, como el cuerpo de un serpiente, llega hasta el vecino pueblo de Maderuelo, en la provincia de Segovia.
Dentro de lo que en tiempos fuera su perímetro interior, los rastrojos se hacen fuertes protegidos por sus defensas de espino y la hierba, alta y de un color amarillo pálido, pajizo, como las nieves de la madurez cerniéndose sobre las sienes de los hombres -comparativamente hablando-, pide a gritos una tregua de agua, que en ocasiones llega en forma de tormenta.
A diferencia del cercano castillo de Ucero, éste no posee símbolos esculpidos de amedrentadora naturaleza; ni señales del maestro constructor que lo diseñó. Se puede decir, que estamos frente a un castillo sin 'denominación de origen', si exceptuamos que en su interior se desarrolló el drama de la leyenda del Vallejo Caballero con la que, no me cabe duda, los mayores del lugar entretienen a los más jóvenes durante las frías e intempestivas noches de invierno, e incluso al visitante curioso que después de visitar el castillo y la iglesia románica de Nuestra Señora de la Asunción, se detiene a escuchar a los vecinos y a paladear, de paso, un buen vaso de vino de la Ribera del Duero.
Quizás la gran cruz de madera situada a mitad de camino entre el castillo y la iglesia, sea el punto de inflexión que separe el mundo de los vivos de ese otro mundo fantasmagórico que se esconde detrás de cada piedra, esperando pacientemente la oportunidad de manifestarse y asustar al más osado. Porque en el fondo, cuando uno visita a solas cualquiera de estos lugares, heridos por la soledad, no puede evitar sentir, en algún momento, que después de todo, no está solo. ¿Y por qué no?, puede que algún día hasta las huellas que sus pies han dejado en el terreno, se confundan con las de aquellos otros que un día ya lejano, dejaron una imperceptible impronta en los subjetivos libros de la Historia.
En Castillejo de Robledo, a 25 de Agosto de 2007