lunes, 11 de junio de 2007

Numancia, libertad o muerte


Año 133 antes de Cristo. Publio Cornelio Escipión, general romano más conocido como Escipión 'el Africano', por haber doblegado a Aníbal y reducido a cenizas la ciudad de Cartago, contempla con gesto de satisfacción los restos aún humeantes de la ciudad de Numancia. Sabe que en el Senado -a pesar del desprecio que siente por la mayoría de senadores, en su opinión corruptos y traicioneros como las serpientes- no tardarán en preparar todo lo necesario para que su desfile de la victoria sea digno de un hombre de su relevancia y su talento.
Aunque los numantinos han preferido, en su gran mayoría, suicidarse antes que ser esclavos de Roma, sus legiones han conseguido capturar a un número suficiente de enemigos a los que mostrar encadenados a su carro durante el acto triunfal. Su estado es lamentable, pero, por otra parte, Escipión piensa que constituirá un testimonio irrefutable de valor, que hará aún mucho más gratificante su victoria, pues un enemigo valiente ensalza siempre la gloria del vencedor.
Es un guerrero que no siente piedad, y sin embargo, hasta una roca como él se estremece al contemplar los actos de desesperación a los que puede llegar un pueblo obstinado en resistir a toda costa. Sólo un estratega con muchas batallas a la espalda, sabe que no hay mejor aliado que el hambre para rendir una ciudad, por muy obstinados que sean sus habitantes. El hambre, bajo su particular punto de vista, es el arma más afilada y mortífera con la que puede contar un ejército invasor. Tan afilada, mortífera e implacable, que sólo basta con sentarse tranquilamente y esperar.
Y no obstante, por muy curtido que se esté en la batalla; por mucha sangre, miembros amputados y cualesquiera otras heridas que los ojos de un guerrero estén acostumbrados a ver, no hay nada más trágico y espantoso que ser testigo de los actos de canibalismo de un pueblo civilizado. Incluso hombres rudos y curtidos en mil combates, como sus veteranos legionarios, no pueden sujetar el vómito ante la visión de semejante aberración. ¿Y todo por qué?. ¡Por un ansia ridícula de libertad!. ¡Por una simple quimera sin sentido!. ¡Por un imposible!.
Uno de sus comandantes, dijo una vez 'que había que saber cuándo se es conquistado'. Roma es el mundo y el mundo es Roma. La Pax Romana garantiza la ley y el derecho a todos los pueblos bajo su gobierno. Salirse de ésta Pax, significa la muerte. En el fondo, espera convencido de que la historia de Numancia sirva como advertencia a las demás tribus hispanas, traidoras y levantiscas por naturaleza.
Finalmente, Escipión se encoge de hombros, y quitándose el yelmo de la cabeza, baja tranquilamente la colina: detrás de él, otro pueblo ha dejado de existir...
***
Las ruinas de Numancia se levantan sobre lo que hoy día se conoce como el cerro de La Muela, lugar desde el que se domina el valle donde se asienta el pinturesco pueblo de Garray, situado, aproximadamente, a 6 kilómetros de Soria capital. Garray, repoblado en la Edad Media por el rey Sancho el Mayor, ha mantenido en la raíz etimológica de su nombre 'los rescoldos de la legendaria resistencia numantina', pues proviene del vocablo vasco Garrahe que significa, literalmente, 'lugar quemado'.
Dando testimonio de aquél primer poblamiento medieval, el pueblo cuenta con la ermita románica de Los Mártires -siglos XI a XII-, inicialmente dedicada a San Miguel. De ella resaltan, ante todo, la multitud de inscripciones y símbolos que adornan la fachada, por lo que se recomienda ir a echar un vistazo a los amantes de los enigmas medievales y esotéricos, que a buen seguro encontrarán suficiente tema de investigación y de debate, que haga suponer, al menos, que la visita ha merecido la pena.
Pero independientemente del interés que pueda levantar la mencionada ermita -de la que hablaré más adelante en otro artículo- ahora es de justicia centrarse en algo que ni el Imperio Romano ni el tiempo han conseguido borrar del todo: el recuerdo de una ciudad, Numancia y de la épica resistencia de sus habitantes.
Son múltiples y variadas las conclusiones que uno puede sacar paseando curioso entre sus restos. Sin duda alguna, la mejor época para visitar las ruinas de Numancia, en mi opinión, es en primavera, cuando la Naturaleza -bien por capricho, bien por un afán callado pero profundo de hacer justicia- pretende dotar de una belleza sin igual, a un lugar cuya tragedia constituye hoy día motivo de orgullo y de leyenda.
En efecto, ver el campo subyacente repleto de amapolas, puede inducir a pensar que la tierra, al fin y al cabo, devuelve en ésta época del año parte del tributo de sangre que un día -lejano en el tiempo, aunque no en la memoria de los pueblos- se cobró con creces.
De estilo impresionista -como un lienzo de Van Gogh, nunca mejor dicho, a escala natural- un manto exhuberante de flores de vivos colores -amapolas, margaritas y cardos de atrevido color violeta, entre otras- se extiende a todo lo largo y ancho del camino. Camino, por otra parte, convenientemente señalado para que el visitante se haga una idea aproximada de los límites de la ciudad; de las barriadas que la formaban y de cómo todo -molinos de mano, aljibes, desagües, etc- tenía un sentido para hacer de Numancia una gran urbe con todas las 'comodidades' posibles, en una época en la que todavía existían multitud de pueblos nómadas que no tenían otra cosa por casa que las tiendas confeccionadas a partir de la áspera piel de sus animales.
El recorrido, propiamente hablando, comienza justamente después de que el visitante haya visto una reproducción videográfica -de diez ó quince minutos de duración, aproximadamente- en la que se expone, a 'grosso modo', una breve panorámica de la vida y la muerte de la ciudad.
Una vez realizado éste primer paso, lo primero que se encuentra el visitante son los restos de más de una docena de molinos de mano, situados junto a los monumentos inaugrados el día 24 de agosto de 1905, por el rey Alfonso XIII. En uno de ellos, figuran los nombres de los principales jefes numantinos: Ambon, Leucon, Litennon, Megara y Rotógenes.
El recorrido comienza propiamente ahí, en un caminillo echo con tablones, arena y piedra que, serpenteando como el cuerpo de un ofidio, se adentra hasta el corazón mismo de la ciudad, donde el visitante puede observar una parte aún visible de sus antiguos fantasmas.
Ahí, dispuestas con un sentido de adelantado urbanismo, los restos descarnados de encrucijadas y calles, recuerdan al observador los entramados de cualquier ciudad moderna. Y no hace falta tener demasiada imaginación para hacerse una imagen mental del trasiego de personas y animales que constituían el corazón de aquélla polis arévaca, que hacía de la ganadería, la agricultura y la caza -abundante en la zona- el alma mater de su actividad y subsistencia.
Canales, perfectamente distribuídos y aljibes donde se almacenaba el agua con que las providenciales lluvias bendecían la región, perviven aún hoy día, dejando mudo testimonio de una ingeniería rudimentaria, pero tremendamente eficaz, donde no faltaban elementos de origen romano, pues sería también injusto no tener en cuenta que entre éstos se contaban los mejores ingenieros del mundo en aquella época.
En Numancia, al igual que en todas las grandes urbes, se puede decir que imperaba -como es de esperar en toda civilización- la diferencia de clases, y no es extraño encontrar los restos de edificaciones sencillas muy cerca de otras -de marcado estilo romano- dotadas de varias estancias, así como de patios porticados y jardines, definiendo el nivel y posición de sus habitantes.
Poco más se puede añadir, a excepción de la muralla de varios kilómetros de longitud que rodeaba y protegía la ciudad, pero que no fue suficiente para evitar la tragedia de un pueblo cuyo sentido de la libertad estaba tan arraigado en su corazón, que prefirió un día la muerte a vivir bajo la suela de la bota de un país invasor.