San Esteban de Gormaz: Exposición de la Barbarie



A pesar de haber dejado atrás el meridiano del mes de agosto, y haber sentido en la piel, a primera hora de la mañana, ese aliento fresco que se cuela despreocupadamente por los valles que, semejando una cuña cercan a la hermosa ciudad de Medinaceli, el sol apenas nos decepcionó cuando hacíamos nuestra particular 'entrada triunfal' en la hermosa villa de San Esteban de Gormaz. Tanto, o quizás más añeja aún que la propia historia del pueblo, la iglesia románica de San Miguel (siglo XI), nos recibió engalanada de fiesta, como si los vecinos hubieran decidido, de común acuerdo, hacerla reina mayor por un día.
Siendo la decana de las iglesias románicas -no sólo de la provincia de Soria, sino de España- junto a su piedra, bellamente labrada, aunque miserablemente castigada por el tiempo cuando no por la acción descabellada de los hombres, una exposición de antiguos y terribles artilugios nos abofeteo en plena cara, recordándonos que la imaginación humana no conoce límites a la hora de someter y herir a sus semejantes.
En efecto, hablo de la tortura -aplicada sin compasión, aún en nuestros días-, aunque en el caso que nos ocupa, con el inconcebible agravante de ser utilizada en el nombre de Dios.
Echando un vistazo a 'la doncella de hierro' -donde Montse aceptó posar, no sin experimentar un repentino estremecimiento que le puso la piel de gallina- el 'bressol de Judas', el potro, la 'silla de interrogatorios', las brasas y los ganchos -sólo por citar algunos ejemplos- teníamos la oportunidad de ser ocasionales testigos de una estremecedora visión gráfica de hasta dónde puede llegar la imaginación del hombre puesta al servicio de la intransigencia.
Observando esos engendros, toscos en su diseño pero terriblemente eficaces en su detestable misión, resultaba fácil imaginar el doloroso destino de los pobres desgraciados que caían en manos de inquisidores y verdugos, cuya patología mental estaba más cerca del universo despiadado del psicópata, que de ese otro universo sagrado de Dios, a quien supuestamente servían y cuya bondad alababan.
Ni siquiera la degustación de un trago de buen vino ofrecido por los amables representantes de una cooperativa vinícola situada en las inmediaciones de la iglesia, consiguió hacer aflorar en nuestro interior esa chispa de alegría asociada siempre a una celebración, y aunque continuamos nuestra visita a una entrañable y pinturesca ciudad -visita que recomiendo, pues merece la pena- una negra sombra se extendió por mis pensamientos pensando que uno de los símbolos que hizo considerar como brutal a la Edad Media, seguía siendo, a fin de cuentas, una de las características más sobresalientes de nuestro civilizado siglo.

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