Ermita de San Saturio (s.XVII)





Ubicada sobre la que en tiempos fuera la ermita de San Miguel de la Peña -nótese la semejanza fonética con el impresionante monasterio de San Juan de la Peña, en Jaca, depositario en tiempos del Santo Grial, que hoy día se custodia en la catedral de Valencia- sería una auténtica aberración por mi parte hablar de Soria, su comarca, sus lugares, leyendas y misterios, sin dedicarle un comentario especial a la ermita barroca de San Saturio, su santo Patrón. Aseveran las crónicas que Saturio -nótese la similitud del nombre con Saturno, dios del inframundo, como ha dejado de manifiesto en numerosas ocasiones Angel Almazán de Gracia, incansable investigador del pasado soriano-, un noble godo nacido en Soria en el año 493, decidió, a la edad aproximada de cuarenta años, repartir todos sus bienes entre los pobres, retirándose -cito textualmente las palabras de Francisco Aldea Chacobo, canónigo de la Concatedral de San Pedro- 'a la inhóspita soledad de ermitaño cerca del río Duero'.

Es muy posible que el visitante que acuda por primera vez a visitar la ermita, apenas se detenga un momento a meditar cómo sería el entorno en esa época nebulosa en la que el noble Saturio -sin duda hastiado de batallas, de cortejos galantes y de indigestos festines logrados a costa de las piezas que sólo los nobles tenían derecho a cazar- decidió echárselo todo al coleto y buscar a Dios, eligiendo una vida de privaciones, retiro y completa soledad.

Pero es seguro que si lo hace, dejando que su imaginación se una con libertad y sin tapujos al 'espíritu universal' del lugar, puede que alcance a descubrir que -si no fuera por el asfalto del camino, algunas farolas y los puentes de hierro tendidos sobre el Duero- llegue a la honesta conclusión de que el sitio apenas se diferencia de aquél otro que acogió al hastiado godo en su seno, revelándole, con el tiempo, todos sus secretos.

Acceder a la ermita desde la cueva sobre la que se asienta -el buen observador puede descubrir en el primer tramo de roca una indescifrable inscripción y una fecha, 1936, de infausto recuerdo en la memoria del país- puede parecer, comparativamente hablando, el viaje que tiene que realizar el feto para abrirse camino hacia la vida. En efecto, como si del útero materno se tratase, el visitante va dejando atrás numerosas etapas hasta acceder -salir- de nuevo a la luz.

No resulta descabellado, pues, decir que el interior de la ermita de San Saturio es un mundo extraño, repleto de claroscuros, de sombras chinescas que apenas logra doblegar la electricidad, y que en un momento dado, pueden jugar con la imaginación del espectador, manejándola a su antojo.

Una vez dejada atrás la hermosa vidriera que representa a San Saturio con su discípulo Prudencio -según la tradición, había viajado éste desde Armentia para ponerse a disposición del maestro, llegando, con el tiempo, a convertirse en obispo de Tarazona- la Sala Cabildo de los Heros recibe al visitante con una efigie del santo colocada en el lugar de honor. No resulta difícil descubrir, tampoco, en las paredes, al igual que en las cortezas de los chopos que cantara Machado -'el maestro que siempre aprobaba'-, 'grabadas iniciales que son nombres, cifras que son fechas', pues son numerosos los enamorados que acuden a solicitar las favores del Santo, siendo bueno cualquier lugar para dejar testimonio de su visita.

No ha de sorprender, tampoco, que una vez dejado atrás éste singular Cabildo -que en tiempos constituía un lugar de reunión, donde se ponían de manifiesto las cuestiones relativas a la comunidad- y apenas ascendidos media docena de escalones, una Dama solitaria que permanece inalterable detrás de la reja como si fuera una princesa mora prisionera, recuerda al visitante el nombre del monte sobre el que está erigido la ermita.

En efecto, la figura de Santa Ana -madre de la Virgen- sorprende al espectador por el carácter oscuro de su piel. Sin embargo, y para decepción de muchos -entre ellos, el que esto suscribe- no se trata de una misteriosa Virgen Negra como la 'Moreneta' de Montserrat, figuras basadas, según algunas interpretaciones, en la Diosa Madre o en Isis.

El color de la piel de nuestra Santa Ana no revela nada enigmático -a excepción, en lo que a la figura en sí se refiere, que se ignora quién fue el autor y de qué época data-, sino que adquirió dicha tonalidad a consecuencia de un desafortunado incendio.

Ascendido el último escalón de la presente etapa, se accede a un pequeño altar de piedra flanqueado a la izquierda por una figurita del arcángel San Miguel en actitud belicosa doblegando al Diablo, y a la derecha, por la losa sepulcral -grabada en caracteres latinos- que en tiempos albergó los restos del santo.



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